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Lo que el coronavirus nos dejó: lecciones de la pandemia

La calidad de las respuestas nacionales a las problemáticas (sanitarias y económicas) del Covid-19, dependerá más del virtuosismo que exhiban el gobierno y la administración, que de lo democrático que sea el régimen.

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23 abril de 2020

Por Agustín Kozak Grassini Profesor de Política Económica Universidad Nacional del Nordeste

“El propósito de toda constitución política es, o debería ser, en primer lugar, promover como gobernantes los hombres que posean mayor capacidad de discernir y la mayor virtud para perseguir el bien común de la sociedad; y en segundo lugar, tomar las más efectivas precauciones para que se mantengan virtuosos mientras sigan siendo depositarios de la confianza pública”

“Al establecer un gobierno para ser administrado por hombres sobre hombres, la mayor dificultad reside en esto: es preciso primero capacitar al gobierno para controlar a los gobernados, y en segundo lugar, obligarlo a que se controle a sí mismo”

James Madison (1788) ? The Federalist 57

El 9 de enero, el FMI en su tradicional World Economic Outlook presagiaba un vigoroso crecimiento global del 3,3%. Tan solo tres meses después corregía dramáticamente su pronóstico a -3%, una caída peor que la de la crisis del 2008-2009. El daño económico que provocará la pandemia será enorme. El virus enfrentó a los gobiernos a desafíos inéditos, algunos se allanaron a las recomendaciones de los sanitaristas y salvaron vidas. Otros subestimaron el problema, y sus sistemas sanitarios, por robustos que fueran, terminaron desbordados. Como sea, el distanciamiento social ocurrió, por acción u omisión, y el mercado, ese ámbito para el intercambio utilitario de mercancías, necesariamente se contrajo.

Toda crisis cuestiona el orden global vigente. Qué tan amenazante resulte dependerá de su profundidad y de su extensión. ¡Y vaya que si ésta resultará profunda y extensa que el propio FMI aventuró que 170 de las 189 economías que monitorea caerán en depresión! Incluso su extensión temporal es incierta. Los pronósticos optimistas acerca de una recuperación rápida, en forma “V”, cada vez reciben menos crédito. No son pocos quienes advierten que la presente crisis marcará un hito refundacional.

Es natural, por tanto, que resurjan debates que creíamos saldados. Tal es el caso de la controversia entre autoritarismo y democracia, que viene ganando espacio en los principales medios de comunicación a escala planetaria. Dos preguntas retóricas parecen ordenar la discusión ¿Están los autoritarismos en mejor posición, ante el catastrófico escenario actual, para imponer disciplina a su población y planificar una salida más veloz a la crisis? ¿Hasta qué punto las garantías individuales deben someterse a una causa colectiva?

Naturalmente no interesa dar respuesta a estos interrogantes, pero si discutir los términos de un debate que está mal planteado. El “neoweberianismo” es una corriente teórica que considera al Estado como motor del cambio social, y que hace una distinción conceptual conveniente para comprender lo falaz de esa controversia. Se distingue entre Estado, gobierno, régimen y burocracia.

El Estado es, a la vez, el agente de acción colectiva de la sociedad, y el stock de recursos a disposición del gobierno para mantener un orden social. El gobierno es el actor frente al aparato estatal. El régimen es la regla de acceso al comando del Estado, que puede ser más o menos democrática. La administración (o burocracia) es la conjunción de actores, reglas y recursos, trabajando en el funcionamiento estatal, que podrá estar más orientado al bien común o al interés particular de la facción dominante.

Notar que mientras el resurgido debate parece centrarse en el régimen, la cuestión de fondo es el poder del Estado para ofrecer a sus ciudadanos respuestas válidas a las problemáticas sociales. Y para analizar esto, al atributo definicional de legitimidad estatal de Weber, sus seguidores introdujeron los conceptos de capacidad y autonomía como variables para comparar la efectividad de los Estados fronteras adentro.

La autonomía supone la no interferencia de intereses ajenos en el diseño de planes propios. La capacidad hace referencia a la habilidad para concretar esos planes. La legitimidad, recurso y atributo a la vez, es el convencimiento de deber respetar el orden establecido por parte de los miembros de la sociedad. En otros términos, es lo que da la facultad de mandar a las autoridades. Simplificadamente el gobierno es pura autonomía, la burocracia es pura capacidad, y el conjunto, el Estado, es pura legitimidad.

Puesto en estos términos, la calidad de las respuestas nacionales a las problemáticas (sanitarias y económicas) del Covid-19, dependerá más del virtuosismo que exhiban el gobierno y la administración, que de lo democrático que sea el régimen.

Por ejemplo, al momento de fijar un rumbo ante la pandemia, muchos gobiernos privilegiaron la economía a la salud, probablemente sin la autonomía necesaria frente a los actores económicos del país. Y aun cuando la reacción del gobierno haya sido la adecuada, las capacidades de las administraciones son diversas y, por ende, la calidad de sus respuestas. Finalmente, es la legitimidad social de las medidas adoptadas lo que facilita su alto acatamiento.

En nuestro país, el Gobierno dispuso de manera prematura una cuarentena muy dura. Con el acompañamiento ciudadano, los resultados parecen ser alentadores. La tasa de mortalidad por millón de habitantes es de las más bajas del mundo. Presumiblemente el Gobierno se anticipó a un enfrentamiento desfavorable entre un virus desconocido y una “burocracia” sanitaria no preparada. En paralelo, se diseñaron una serie de políticas para sostener la vida material de las personas y preservar el aparato productivo del país. La página oficial del Gobierno asegura que son más de cuarenta medidas para aliviar la situación económica. Sin embargo, su impacto parece ser insuficiente en el mejor de los casos. Esto ciertamente revela falencias de capacidades.

No estamos haciendo un alegato a favor de aumentar el tamaño del Estado. Muchos de los problemas actuales del país tienen que ver con la persistencia del déficit fiscal y de la presión tributaria. Tampoco se está a favor de un Estado mínimo. Esta crisis no tendría piso si se dejará a los “animals spirits” del sector privado hacer su trabajo. Miremos a Estados Unidos, allí el desempleo podría escalar al 17% (cifra no registrada desde la Gran Depresión), millones recortarían su consumo, la producción se ajustaría a la menor demanda y se reforzarían aún más los despidos. Pero apareció el Estado para inyectar 10 puntos del PIB a la economía y cortar la espiral descendente. La discusión de cuánto Estado es anacrónica.

En conclusión, la gran lección que nos deja esta pandemia es la de tratar seriamente al Estado, la de enfocarnos en sus aspectos cualitativos. La calidad burocrática es clave; una elite profesionalizada, meritocrática, coherente, imbuida de vocación de servicio, capaz de acompañar al sector productivo en la superación de restricciones, sin quedar presa de intereses particulares.

Es importante también la calidad de los liderazgos políticos; su visión estratégica en el sentido de crear las capacidades sociales necesarias para gestionar el progreso técnico, verdadero motor de creación de riquezas; y su sentido inclusivo, que propenda a la cohesión social, a una sociedad sin grandes fracturas, con igualdad de oportunidades que contribuyan a la estabilidad y legitimidad del orden establecido.

Igualmente relevante es la calidad de las reglas que nos gobiernan, fundamentalmente aquellas que al decir de James Madison a fines del Siglo XVIII, reserven el control y la administración del Estado a las personas más virtuosas, y así las conserven una vez adentro. El funcionamiento del Estado es demasiado importante como para dejarlo librado a la buena voluntad de las personas que lo integran. Deben existir instituciones que reduzcan su dependencia respecto a ella.

Estos temas no son ajenos al ciudadano de a pie. Debe ser el compromiso de cada uno la exigencia de un Estado saneado y de calidad. Esta es nuestra contribución cívica con la cosa pública. No sólo para que eventualmente nos recate de algún cisne negro, sino porque el progreso colectivo depende, en buena medida, de ello. Hoy estamos ante una emergencia. Todos los sentidos están puestos en el cortísimo plazo. Pero sí somos capaces de ver un poco más allá, este es el más valioso de los aprendizajes que nos deja el Covid-19. Esperemos que esta vez los argentinos aprendamos la lección. Solo así tanto sufrimiento no será en vano.

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