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La ironía que puede marcar el futuro de Jair Bolsonaro

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06 abril de 2020

Por Jorge Riaboi  Diplomático y periodista

Aunque los informes del Banco Central de Brasil y otras fuentes de calidad ayudan a entender el origen de las insólitas declaraciones del presidente Jair Bolsonaro acerca de la actual pandemia sanitaria, ningún dato lo exculpa de menoscabar la seriedad de la gigantesca crisis internacional que volteó en días los sistemas de salud, la integridad de la economía, el papel del comercio y el muy polémico equilibrio social preexistente en nuestro planeta. Lanzar ironías de “enfant terrible” en semejante lodazal, parece más una reacción de insania política que de inteligente liderazgo. Los 1.140.000 infectados y más de 60.000 muertos que se registraron en el mundo hasta el pasado viernes, ofrecen un irrefutable testimonio de que el flagelo en curso no “era una gripecita”. El relato del mandatario sólo tiene la lógica de un negador de hechos tangibles. El propio Congreso de su país parece tomar cartas en el asunto.

Ahora que a los viejos se nos adjudica el deber patriótico de apurarnos a morir, cuesta menos esfuerzo apreciar la calidad humana y el “pragmatismo” de muchos gobernantes. El problema es más sencillo. Con el actual estancamiento económico, Brasil no está en condiciones de digerir otra violenta recesión y salir bien parado. Su intempestivo acceso a tal realidad llevó a la constante revisión de los modestos pronósticos de crecimiento previstos para 2020 (que era del 2,3%) que se mencionan en otros párrafos.

Una de la más extremas de esas predicciones fue realizada por la economista brasileña Mónica del Bolle, Senior Fellow del Instituto Peterson de Washington y profesora de la universidad John Hopkins.

Con esos y otros números, Bolsonaro y su equipo no ven cómo proseguir el plan de reformas estructurales que impulsa el ministro Paulo Guedes, la reducción del nivel de desempleo y otros objetivos centrales. Ese es el problema y hay sectores internos que ven con enorme preocupación la batuta de Guedes.

Por si faltaran datos de contexto, a última hora del mismo viernes el boletín Market Watch de Nueva York ya especulaba con la posibilidad de que la desocupación en Estados Unidos sobrepase hacia mayo las 20 millones de personas, lo que acercaría este componente a los niveles de la crisis de 1930, cuando la tasa de desempleo estadounidense tocó el piso del 25% (hoy se ubica, sin contar los últimos y dantescos quince días, en 4,4%, pero en abril “estará para más”). El candidato demócrata a la presidencia Bernie Sanders puso en 40 millones el nivel de desocupación. Barron's especula con una burbuja inflacionaria poscrisis, sin mencionar que la inflación de costos ya es parte del contexto.

Según los que saben, cuando al jefe de Planalto le hicieron notar que el ser o no ser era elegir entre el riesgo laboral y el riesgo sanitario, eligió el segundo, hecho que explica el real origen de su relato.

Ello también aclara el conflicto que llevó a crear una situación más difícil que de costumbre entre el Presidente y los gobernadores de San Pablo y Río de Janeiro (alrededor de 30% de la población nacional), dos Estados que pisan fuerte y mandan en la economía y en las batallas políticas del país. Estos no dudaron en rechazar “la muerte natural” de los grupos de alto riesgo (ancianos y otros sectores frágiles), al anunciar que se proponían adoptar la práctica del aislamiento social.

A Donald Trump el chiste de no reaccionar a tiempo, o sea las demoras en poner a punto la maquinaria relativa al aislamiento social y otras correcciones, empezó por costarle el pánico que derivó en una gravísima implosión de las Bolsas, en 10 millones de desocupados y en miles de muertos en un par de semanas (con estadísticas que aún no reflejan la totalidad de los hechos), motivo por el que recién ahora tiende a darse cuenta de que los problemas en danza no se curan con tuits o infundados relatos.

De todos modos nadie va a salir ileso o poco golpeado del mundo que viene, donde las grandes locomotoras del crecimiento están desorientadas y muy deterioradas, diagnóstico que incluye a Europa y, obviamente, a China y otros gigantes del Asia.

Como destaqué en los últimos quince días, el Grupo de los 20 (G20), del que Brasil y Argentina forman parte, ya adoptó, el pasado 26 de marzo, la decisión de hacerse cargo de la coordinación de las políticas concebidas para frenar y mitigar la crisis sanitaria global buscando opciones compatibles con la idea de preservar el mejor escenario posible para la economía, la fluidez del comercio global, el funcionamiento de las cadenas de valor y las corrientes de inversión (ver mis columnas del 24 y 31 de marzo).

Pero esos buenos deseos tropezaron con el sálvese quien pueda. Unas 55 naciones, muchas de ellas miembros del G20, restringieron el intercambio mundial, incluyendo las exportaciones de productos farmacéuticos y de equipos médicos. En las últimas horas Argentina también debió subir a esa infortunada lista, en la que muchos descubrieron el supuesto “milagro” de la sustitución de importaciones como le pasó al asesor estrella de Trump, Peter Navarro.

En lo que va de la crisis, cada país demostró tener su propia receta para hacerle la lucha al coronavirus (Covid-19). Suecia decidió aplicar un sistema segmentado de aislamiento social que lleva a restringir la movilidad de los grupos de riesgo (los mayores de 60 años) y de manera selectiva, escalón por escalón, las aglomeraciones del resto de la sociedad, una variante audaz y discreta que tiende a funcionar bastante bien. El secreto es que se trata de una sociedad de pocos habitantes que no idolatra a los piolas y no hace trampas al solitario. Pobres, ¿no?

Los diferentes planes asiáticos, cuya efectividad y veracidad son una incógnita, plantean soluciones que dependen de una vigilancia electrónica cuasi militar, una población acostumbrada a la verticalidad y la tendencia a acatar a sus gobiernos. Y los gobiernos aplican con bastante rigor el significado de la palabra “no”.

Antes de conocerse la versión más reciente de la pandemia, existía en Brasilia una mezcla de sensaciones. Los datos ya mostraban síntomas de escaso progreso económico, lo que hizo dudar acerca de la viabilidad de continuar con las antedichas reformas estructurales, si bien el aumento de la edad jubilatoria fue aprobado con buena onda.

Tanto es así que el Banco Central de Brasil informaba a fines de marzo que las expectativas de crecimiento existentes en el mercado para el año 2020 pasaron de la modesta expansión del 2,3% a una caída cercana al 0,50%. Las proyecciones extranjeras, todas mucho más pesimistas, surgieron de los bancos de inversión y los economistas de las metrópolis financieras. En días recientes los cálculos oscilaron entre -1,8% y el -5%, -6% y -10% pero “todo cambia”.

La imposibilidad de hacer ajustes s de fondo es una de las razones que explican por qué desde hace un lustro Brasil no levanta cabeza y tiene contra las cuerdas a sus líderes. En el bienio 2015-2016 la economía (el PIB) se contrajo en 7% y de 2017 a 2019 sólo se expandió a una tasa del 1% anual. Semejante tendencia se está acelerando por la mayor caída de la actividad que habrá de originar la pandemia, hecho que pone en el corralito al gobierno al ver que la tasa de desocupación todavía anda en el 11,6%, dos puntos porcentuales mejor que en 2017 cuando se clavó en el 13,7%, pero muy altas para ganar elecciones. Ese era el piso, así que poco sabemos de los techos.

Al igual que Argentina, aunque sin muchas de la taras universales de la clase política argentina, como la de gravar las exportaciones ante semejante desbarajuste global, Brasil está recibiendo todo el impacto del cierre de la economía china, ya que las importaciones de mineral de hierro y otros minerales se fueron cerrando desde enero, hecho que, por otros motivos, también pisotea a las exportaciones agrícolas, cuya baja se origina en diversas decisiones o accidentes. Entre otros, la reciente sequía bienal que azotó al país y, en estas horas, por el previsto desplazamiento a dedo de las compras que Pekín se propone derivar de Brasil y Argentina a Estados Unidos. Va de suyo que los precios internacionales de las commodities hoy están en el sótano, realidad también previsible pero no en los términos apocalípticos que estamos observando.

Los únicos índices satisfactorios de Brasil para 2020 son las expectativas de inflación, hasta el momento estimada en menos del 3% y su abultado stock de reservas (unos US$ 359.000 millones), las que exceden en US$ 140.000 millones el nivel de seguridad técnico aconsejable. El tema es que el banco y el gabinete no quieren pegarle un manotazo a ese recurso para reactivar la economía. Cualquier analista puede entender que, con las locomotoras de la demanda mundial (Estados Unidos, la Unión Europea, China, Japón, India y otras) en distintos grados de caída libre, estos números y previsiones habrán de lucir como gloriosas al mirar por el espejo retrovisor.

La mufa prepandemia vino anunciada por señales inequívocas de los efectos del Coronavirus. Algunas empresas líderes de Brasil se sumaron al éxodo masivo del mercado chino, impulsadas por la recesión y las exigencias cada vez menos capitalistas de Pekín. A renglón seguido la pandemia quebró el aceitado circuito de la producción electrónica de ese mercado, del que nuestro vecino depende de manera enfermiza como el resto de la economía global. En estas horas se recuerda que la noción del monopsonio (el monopolio de compras) nunca se consideró sana en los manuales de eficiencia de los grandes grupos económicos mundiales. Esta irregularidad afectó a los componentes electrónicos de bajo valor. En el territorio de Brasil las empresas asociadas con China, como los productores de placas fotovoltaicas, notaron irregularidades en el abastecimiento y el comercio. Y por si fuera poco también Petrobras perdió negocios en ese mercado.

Lo anterior sólo aclara por qué todos quieren saber cuál será la próxima ironía de Bolsonaro.

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