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El plato predilecto de los populistas

Carlos-Alimentos-y-bebidas
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21 abril de 2020

Por Patricio Dellagiovanna Gaìta Coordinador del CEI-UCA, integrante del CARI y miembro del Club del Progreso

En 1948, el concierto de las naciones del mundo ponía de relieve por primera vez en la historia el derecho que tiene todas las personas a la alimentación. Consagrado en el artículo 25 de la Declaración Universal de los Derechos Humanos, se introdujo un concepto que justificó una serie de políticas de Estado que consolidaron las bases del concepto de seguridad alimentaria que hoy conocemos.

Con el correr del tiempo, las Naciones Unidas se dieron a la tarea de profundizar sobre la problemática del hambre. En la década del '70, frente a la crisis de precios en los alimentos que generaron los shocks petroleros de la OPEP, los países consagraron en el artículo 11 del Pacto Internacional de Derechos Económicos, Social y Culturales (PIDESC) el derecho fundamental de toda persona a estar protegida contra el hambre. De dicha declaración, se desprenden dos grandes conceptos que la Organización de las Naciones Unidas para la Alimentación y la Agricultura (FAO) establecen de la siguiente manera; por un lado, se encuentra el derecho de estar protegido contra el hambre. Y, por el otro, se establece el derecho de todas las personas a una alimentación adecuada. Lo cual quiere decir que las personas no sólo deberían poder acceder a la ingesta mínima de alimentos para su supervivencia sino que deberían tener garantizadas las condiciones de vida económicas, sociales y políticas que les permitirán el acceso a alimentos de calidad y nutritivos.

La pandemia llega entonces, como todo cisne negro, de una forma inesperada amenazando el status quo mientras gobiernos y empresas están luchando contra un enemigo invisible que pone en evidencia los déficits que el mundo tiene para con su gente. Uno de ellos, es el hambre.

Se estimada que a nivel mundial había previo al estallido de la crisis 821 millones de personas sin acceso a una alimentación suficiente para cubrir la ingesta de calorías diaria que necesita un ser humano. Un informe, publicado hace pocos días por la FAO, advierte de los riesgos que corre la cadena de abastecimiento de alimentos a nivel mundial por los cierres de las fronteras, la imposibilidad de la distribución de insumos para la elaboración de alimentos y los riesgos que conlleva el trabajo rural, el cual de por sí ya tiene severos déficits en materia de seguridad laboral. Advierte el organismo que habrá una merma no tanto en la producción sino en la accesibilidad a dichos alimentos. O sea, que el principal problema de la cadena agroalimentaria global no será por la falta de disponibilidad de los alimentos, sino en la incapacidad de los consumidores de acceder tanto física como económicamente a ellos.

Esto nos lleva a otro de los grandes riesgos que se corren. ¿De qué sirve mantener los niveles de producción y abastecimiento si no habrá dinero en la calle para que la gente los consuma? Los expertos están en alerta ya que prevén un desplome de los commodities aún mayor de los ya registrados, porque es poco verosímil que China tenga la capacidad de traccionar ella sola la demanda global de alimentarios.

Esta crisis afectará a los consumidores y a los productores por igual, mientras que golpea de lleno a los prestadores de servicios que tanto aportan a la demanda de alimentos: restaurants, casas de comida rápida y kioscos. No nos dejemos engañar: el hecho de que la comida rápida deje mucho que desear en términos de aportes nutricionales, no quita que genera cientos de miles de puestos de trabajo a lo largo del mundo, que hoy ya no existen. Las víctimas de esta destrucción de empleo genuino han pasado a engrosar la lista de personas en riesgo de padecer inseguridad alimentaria. Todos los días caen más personas bajo la línea de pobreza. Basta mirar el crecimiento exponencial de las tasas de desempleo en Estados Unidos, o las previsiones de una recesión similar a la de 1930, para darnos cuenta de que la combinación desempleo, pobreza, marginalidad y la existencia de un enemigo abstracto, constituyen el caldo de cultivo ideal para que germinen los populismos autoritarios.

Lamentablemente, la dirigencia mundial se tambalea sin saberlo porque prioriza las alzas de su popularidad en las encuestas derivada de una construcción pseudobélica, mientras por lo bajo avanza un terremoto social que sacudirá hasta los cimientos el sistema internacional que hasta hoy conocemos. Los expertos advierten que el Covid-19 ha acelerado las tendencias que hasta ahora se venían dando en la política internacional. Por un lado, el rápido proceso de desglobalización con el consecuente resurgimiento del Estado Nación como actor monolítico en la esfera mundial. Y, por el otro, la decadencia del multilateralismo, por lo que cabe esperar un vaciamiento paulatino de los organismos internacionales hasta ahora conocidos.

La pandemia es una crisis global que generó respuestas locales, por eso debemos hacernos a la idea de que la economía mundial deberá ingeniárselas en crear nuevos mercados sin descuidar la demanda interna de los países. Muchos querrán volver a vivir de lo suyo y con lo suyo, guiados por falsos espejismos del sueño de la autarquía nacional. Bien sabemos que esa es la ruta del fracaso. No va a haber derecho a la alimentación que perdure, ni planes nacionales alimentarios eficaces, si continuamos construyendo repúblicas anémicas, flacas en división de poderes y carentes de políticas de estado con vistas al largo plazo.

Será responsabilidad de los gobiernos el garantizar las mejores condiciones para que las personas puedan innovar y crear nuevas posibilidades laborales que les permitan ser independientes de las dádivas del populismo paternalista. Y será responsabilidad de todos el cuidarnos de caer en la trampa de líderes mesiánicos que nos prometen pan para hoy, y se llevarán el pan del mañana.

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