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Covid-19: ¿por qué tamaña indefensión?

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13 abril de 2020

Por Marcelo Halperin  (*)

A la hora de buscar una explicación satisfactoria sobre los motivos que desataron la pandemia, casi todas las miradas convergen sobre la República Popular China, sus prácticas ancestrales de comercialización y consumos proteicos y las reticencias y opacidades gubernamentales para difundir la propagación de la enfermedad.

Pero se ha puesto menor énfasis en el análisis de las razones por las cuales el evento ha tomado desprevenidos a gobiernos de los Estados más desarrollados del planeta, que con recursos científicos y tecnológicos renovándose a un ritmo inédito, sin embargo, han dejado a sus poblaciones inermes y expuestas a fatalidades que repiten penurias propias de un escenario medieval.

Para encuadrar esta experiencia inquietante quizás resulte útil releer algunos párrafos alusivos al contexto de tanta imprevisión. Pertenecen a dos intelectuales que a la sazón están siendo muy citados por la difusión que lograron sus “best sellers”: el historiador Yuval Noah Harari, difusor de la importancia de los algoritmos en el desarrollo conjunto de la biología y la informática y el economista Nassim Nicholas Taleb, mentor del “cisne negro”.

En distintas obras, Harari repasa las calamidades que acompañaron el desenvolvimiento de la especie humana. Entre ellas se destacan las referencias a catástrofes producidas por enfermedades infecciosas tales como la peste negra en Eurasia -que habría ocasionado más de cien millones de muertos durante el Siglo XIV-, o la extinción de veinte millones de indígenas en México y Centroamérica con motivo de la conquista española en el Siglo XVI. Pero aquellas menciones dantescas contrastan con sus entusiastas pronósticos para el futuro próximo.

Fantasías futuristas

Aunque sin descartar de plano que la especie termine aniquilándose a sí misma, Harari se atreve a urdir predicciones tales como ésta: “(?) La revolución científica puede resultar mucho mayor que una simple revolución histórica. Puede suceder que sea la revolución biológica más importante desde la aparición de la vida en la Tierra” (“De animales a dioses. Breve historia de la humanidad”, cuarta edición, Debate, Buenos Aires 2016 página 437). Hasta suscribe algunas fantasías futuristas: “¿Qué sucederá si estas interfaces (cerebro-ordenador) se emplean para conectar directamente varios cerebros entre sí, creando de este modo algo así como un Internet virtual?? (autor y obra citada, página 446). Y: “(?) Un enfoque más audaz prescinde por completo de las partes orgánicas y espera producir seres totalmente inorgánicos. Las redes neurales serán sustituidas por programas informáticos con la capacidad de navegar tanto por mundos virtuales como no virtuales, libre de las limitaciones de la química orgánica (?)”. (“Homo Deus. Breve historia del mañana”, Debate, Buenos Aires 2016, página 58).

Parecería entonces que no habría límites para el progreso científico y tecnológico. ¿Pero es efectivamente así? Estos vertiginosos procesos en los que se va desenvolviendo el conocimiento no se realimentan en el vacío. El mismo Harari lo barrunta: “Nadie puede absorber todos los últimos descubrimientos científicos, nadie puede predecir qué aspecto tendrá la economía global dentro de diez años, y nadie tiene ninguna pista de hacia dónde nos dirigimos con tanta precipitación. Puesto que ya nadie entiende el sistema, nadie puede detenerlo” (Y. N. Harari: “Homo Deus?” citado, página 64).

Alertas tardías

En realidad el mismo historiador devenido augur nos está proporcionando la primera pista: habría una dificultad del “entendimiento”, y dicha dificultad se refiere al curso que va recorriendo la economía global. En este punto cabe preguntarse por las razones que informarían la incapacidad sistémica para entender o asignar sentido a los acontecimientos. ¿No será que la humanidad se ha embarcado en un camino del que ya no puede dar cuenta, según lo demuestra el agotamiento de sus narrativas y, por extensión, de sus políticas? Como si se tratara de un poderoso motor sometido a marcha forzada y eyectando cada vez más gases contaminantes a medida que acelera, las condiciones de producción imponen el descarte de recursos al mismo ritmo frenético de reproducción del capital. Así, unas tras otras son arrasadas tecnologías y por lo tanto fuentes de trabajo vitales para poblaciones en constante aumento. Pero como esas mismas poblaciones han de ser capturadas para engrosar el ejército de consumidores y usuarios, debe ir ensanchándose un gasto social y previsional que resulta macroeconómicamente insostenible. En este derrotero, lejos de conformarse masas relativamente uniformes de marginados como las que habían segregado las revoluciones industriales, ahora emergen múltiples “minorías” cuyas desventuras fracturan aún más el tejido social.

Y la nave va

He aquí el conocido escenario en el que realidades tan lacerantes no merecen siquiera un mínimo reconocimiento. Como es sabido, la incapacidad de reconocer ha sido extensamente tratada en la filosofía a partir de la dialéctica hegeliana como expresión de la incompatibilidad entre el poder y la racionalidad. Pero debería darse por sentada la inconsistencia de semejante propuesta frente a la visibilidad comunicacional de la posmodernidad. Ocurre que ya es imposible disimular las causas de migraciones masivas, revueltas urbanas, incapacitaciones inducidas por la difusión de alucinógenos, atentados terroristas?

Sin embargo la economía global no puede digerir los efectos adversos de su propio desenvolvimiento y, por lo tanto, no ha de extrañar la falta de previsiones para remontar sucesos aleatorios como una pandemia. ¿Por qué suponer que habrían de preverse asignaciones presupuestarias destinadas a investigaciones en el sector de la salud o dotaciones hospitalarias no respaldadas por demandas estrictamente actuales y comprobables? En este sentido, la lógica que campea en la posmodernidad digitaliza los problemas y de ese modo “los resuelve” a lo largo del estrecho sendero que van trazando únicamente las opciones aceptadas como válidas o ciertas (nunca inciertas). En otras palabras: la aleatoriedad ha sido suprimida del campo perceptivo y, en consecuencia, la incertidumbre ya no tiene lugar.

Rebelión de los hechos

Apenas he bosquejado algunas negaciones semejantes a las que dieron pie a Taleb para explicar la incapacidad de predecir un cisne negro: desconocer el “sesgo” (esto es, la diferencia entre lo que se ve y lo que hay); despreciar grados de aleatoriedad o prescindir de las fuentes de incertidumbre cuando son ajenas a un plan preconcebido. Con cierto humor escribe: “Nosotros, los miembros de la variedad humana de los primates, estamos ávidos de reglas porque necesitamos reducir la dimensión de las cosas para que nos puedan caber en la cabeza. O mejor, y lamentablemente, para que las podamos meter a empujones en nuestra cabeza. Cuanto más aleatoria es la información, mayor es la dimensionalidad y, por consiguiente, más difícil de resumir. Cuanto más se resume, más orden se pone y menor es lo aleatorio. De aquí que la misma condición que nos hace simplificar nos empuja a pensar que el mundo es menos aleatorio de lo que realmente es” (N. N. Taleb: “El cisne negro. El impacto de lo altamente improbable”, Editorial Paidós, Barcelona, España 2014, página 123).

Según Taleb “el mundo ha cambiado demasiado deprisa para nuestra constitución genética. Estamos alienados de nuestro entorno” (autor y obra citada, página 143).

¿Será una cuestión genética? En su obra póstuma, Raúl Prebisch aludió a la inadaptación con el entorno pero en otros términos, advirtiendo que el desarrollo científico y tecnológico ha rebasado al sistema económico y social dominante. Con palabras del maestro: “(?) A medida que penetraba y se difundía la técnica, ocurrieron grandes mutaciones en la estructura de la sociedad en todo el ámbito del capitalismo. Y, a pesar de ello, seguimos con el mismo modo de apropiación del fruto de esa técnica y acumulación del capital reproductivo. Ese modo ha sido superado por los acontecimientos” (Raúl Prebisch: “La crisis del desarrollo argentino”, Editorial El Ateneo, Buenos Aires 1986 página 13).

(*) Instituto de Integración Latinoamericana de la Universidad Nacional de La Plata.

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