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¿Nos pasa?

El virus que desnuda a la globalización nos puede ayudar a poner en evidencia que aquí el pescado se pudre por la cabeza. Es lo que nos pasó. ¿Nos pasa?

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Carlos Leyba 19 marzo de 2020

Por Carlos Leyba

El coronavirus genera decisiones gubernamentales y sociales que, como una lluvia de sal, tienden a paralizarnos.

Estaremos confinados en nuestras casas. Las fronteras se cierran, los cruceros no desembarcan. Ciudades turísticas que claman para que los turistas no vayan. Los empleados de grandes superficies hacen piquetes para que los cierren.

Son respuestas al miedo al contacto y decisiones públicas enérgicas que introducen sabiamente un nuevo “sentido común”.

Decisiones de la política sobre el transporte, la vida cotidiana, que contradicen lo que hasta ayer era “el sentido común” y que hoy es la protección de cada libertad. Todos lo entienden.

Sorprende contrastar imágenes que describen los vuelos que surcan el espacio en marzo y las que se dibujaban en diciembre. Sorprende la contabilización de ciudades que, de tanto cierre, han bajado las cotas de polución.

Italo Calvino, en su informe de los viajes imaginarios de Marco Polo, dice: “Es el momento desesperado en que se descubre que ese imperio que nos había parecido la suma de todas las maravillas es una destrucción sin fin ni forma”.

Todo cambia. La economía ha de sufrir una restricción de consumo: el primer sector golpeado será el de servicios, la vedette del Siglo XXI, que está indisolublemente unido al “movimiento de las personas” y es el territorio de la civilización de las multitudes y el espectáculo. Esos ingresos se habrán de reducir y un efecto espiral tenderá a detener la demanda interna. En un mundo híperglobalizado, la consecuencia es el freno de la demanda externa. Un freno tan pesado como inesperado sobre las exportaciones.

Algunas naciones tienen el privilegio de producir lo insustituible. Otras la debilidad de la necesidad de lo que no hacen para poder seguir haciendo.

Por un lado, geográficamente del otro lado del mundo, tenemos el beneficio de producir vituallas imprescindibles.

Las últimas noticias informan que los chinos volvieron a demandar carnes. China, el tercer mercado mas grande de Apple, después de haber cerrado, reabrió los 42 locales. La demanda china, después del pico del virus, se mueve.

Pero, por el otro lado, nosotros, con una industria armadora, cualquier descenso de la oferta de insumos nos deja de brazos cruzados.

Todo eso sin contar que, a contrapelo de la Historia, mientras nuestros vecinos y hasta los rusos devalúan, nosotros seguimos apostando al ancla cambiaria como consecuencia de no tener ninguna estrategia sólida contra la inflación. ¿Será posible? ¿Cuál es el sentido común?

La consecuencia de todos estos conjuros es la acumulación de stocks y la caída de la rentabilidad de las empresas y el consecuente posterior descenso del nivel de producción y la puerta a la suspensión y al desempleo.

Le sigue la caída de los ingresos que refleja la disminución de las horas de trabajo. El empleo. Una segunda vuelta sobre el nivel de consumo al interior de la Nación. ¿Qué hacen los otros?

El presidente español lanza un programa que equivale al 20% del PIB anual. Donald Trump, en dólares, lo multiplicó. Boris Johnson entregará a las empresas un paquete del 15% del PIB para garantizar el empleo. Actúan como en tiempos de guerra.

¿Nosotros? Ginés González García anunció a los legisladores la compra de 63 respiradores (los que había), en el Reino Unido Rolls Royce anunció que deja de hacer motores y fabricará respiradores y Louis Vuitton deja de hacer perfume y fabrica alcohol en gel.

Gracias al “sentido común” de los Chicago Boys dejamos de hacer motores. Importamos 63 respiradores. Estrategas que nos gobiernan hace 45 años.

En España, el Estado otorga una línea de garantías para empresas exportadoras. En Francia se prohíbe la oferta publica de adquisición de empresas estratégicas por capitales de fuera de la UE. Se piensa incluso en la nacionalización. Emmanuel Macron definió que los compromisos fiscales de Maastricht, si es necesario, no serán respetados en estas emergencias.

Es que las inversiones reales privadas, el capital, desaparecen en un horizonte en el que ya era difícil divisarlas. Mientras los valores bursátiles descienden a la búsqueda de refugio para los excedentes.

Trump tiene el beneficio de saber que parte de lo que emita se guardará como reserva de valor. Poco importa colocarlos porque la tasa ronda en cero.

La pandemia ha simplemente acentuado lo que ya era una tendencia mundial: la erosión de la tasa de interés.

Los bancos del mundo occidental, siguiendo la doctrina friedmaniana, creían que más moneda es más nafta y que más nafta acelera la marcha. La nafta es un combustible que finalmente chorreará por fuera del tanque si es que no hay motor que la consuma. Si no hay quien ponga el motor en marcha y el pie en el acelerador, no hay arranque ni velocidad y el dinero, como una vitamina, se “vence” para la economía, aunque no tenga fecha de vencimiento como proponía Silvio Gesell. Sugiero leer la nota del historiador Fernando del Corro en el sitio de Marcelo Bonelli.

El viejo Keynes nos enseñó, y los economistas de estos años lo han ignorado con insólito orgullo y patética soberbia, que el que ahorra (finanzas) no es el que invierte (producción) y que no hay abundancia monetaria que haga disipar el miedo, o la incertidumbre, ante el futuro que siempre es incierto salvo que alguien (que rara vez es privado) se proponga construirlo.

El desarrollo es el proceso, siempre desencadenado por el Estado, en el que se construye el futuro. Aquí lo hemos olvidado al desarrollo, al papel del Estado y también al futuro.

Los colegas más ruidosos diagnostican que el “parate”, derivado del coronavirus, es la lápida final sobre un país que sufre catalepsia. Sólo hay que esperar.

Es cierto, los signos vitales de nuestra economía, ritmo cardíaco, respiración y voluntad, están en el mínimo. Y además con el corazón en la boca ante el ceñudo gesto de los acreedores externos.

Todo eso, sumado al despilfarro de expectativas y al desencanto de aquellos que votaron por la reanimación, sólo se revierte con un shock que la despierte del estado cataléptico.

El capitalismo, recordarlo, tiene un sistema de distribución que se basa en el salario. Privado o público. La “masa salarial” crece con el empleo y con el poder real de compra de los salarios. Cuando ese sistema falla, por desempleo, ningún otro sistema de distribución lo puede reemplazar de manera eficiente. Cualquier otro sistema es muchísimo más caro que el empleo. El empleo genera impuestos y el sistema alternativo los utiliza. Los obsesos del déficit fiscal deberían pensarlo.

Por otro lado, Jospeh A. Schumpeter definió al capitalismo como un sistema de propiedad privada de los bienes de producción en el que la innovación se financia con crédito.

Sin crédito no hay innovación y la materia prima del capitalismo es esa. Hace décadas que el crédito ha desaparecido. Y han desaparecido hasta las leyes y las instituciones que lo proveían y administraban.

Obra del “sentido común” dominante de los Chicago Boys.

La inversión, bloqueada por la ausencia de proyecto, ha desaparecido.

Ese es el tamaño de la herida social y de la castración de la capacidad productiva y la consecuente debilidad fiscal.

Lógicamente serían menos los empleados públicos, subsidios carísimos al desempleo, y menor el uso del sistema de distribución alternativa al salario.

Ha desaparecido la dinámica del empleo formal privado como principal mecanismo de distribución de nuestro capitalismo primario. ¿Capitalismo sin crédito?

El empleo público, el desempleo abierto, el cuentapropismo y los planes, suman a la mayor parte de la fuente de ingresos de la población económicamente activa. ¿Capitalismo sin asalariados?

Mas allá de nuestra propia fragilidad e inmadurez capitalista, el coronavirus revela el agotamiento y el riesgo sistémico del modelo vigente de la globalización. ¿Podríamos repensar nuestro destino en el marco de este agotamiento para algunos, aunque no para todos, inesperado?

La doctrina de la deslocalización, hija del predominio de las empresas multinacionales en los organismos internaciones, se hace patética cuando, en la pandemia, la “industria farmacéutica, incluyendo antibióticos (?) y hasta las materias primas activas indispensables para los tratamientos de emergencia (90% de la penicilina y 60% del paracetamol) se producen en China, la India y otros países asiáticos”. Y cuando “la ruptura de todos los eslabones de producción (?) que conforman la economía mundial provocó una parálisis que el mundo no conocía desde la Segunda Guerra Mundial” (Luisa Corradini, La Nación,15/3).

Este es el escenario. Peor imposible. Nos encuentra catalépticos.

Es una oportunidad para desmitificar el patético “sentido común” de los últimos 45 años y producir un shock que reconstruya el sentido común del desarrollo.

La oferta a los acreedores privados no se debe demorar. Ella misma, en cierto sentido, es un programa. Estamos arriesgando el efecto “buitre”.

Para dar sentido a la propuesta debemos proponer la estrategia de duplicar (a dólar constantes) nuestras exportaciones en 2025 y que, para ese entonces, sea más que posible imaginar un PIB por habitante que sea el doble del que es hoy.

Para eso hay que multiplicar las inversiones reproductivas prioritariamente vinculadas a las exportaciones y a la sustitución de importaciones (p.ej. reconstruir industrias como la ferroviaria y la naval) y generar oportunidades para desarrollar el interior. Hay un océano de US$ 300.000 millones en el que pescar. Poner carnada.

No es utopía. Es lo mínimo de un programa decente. Si no nos lo proponemos, lo que nos espera es la profundización de lo peor.

Hay que terminar con la perversidad del “sentido común” dominante que prescribe la “adaptación” como método y dar señales de madurez del Estado: por ejemplo, acuerdo nacional para congelar por 10 años todo el empleo público nacional, provincial, municipal.

Enorme oportunidad: el virus que desnuda a la globalización nos puede ayudar a poner en evidencia que aquí el pescado se pudre por la cabeza.

Es lo que nos pasó. ¿Nos pasa?

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