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Las víctimas invisibles del coronavirus

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25 marzo de 2020

Por Marcos Falcone Politólogo

A veces, los momentos más peligrosos en las sociedades son aquellos en los que hay consenso, y en esos momentos es extremadamente ingrato hacer cualquier tipo de objeción. Del coronavirus hay mucho que no se sabe, pero hay algo que es claro: el miedo a él se ha apoderado de la mayor parte de la sociedad y se le exige al Estado la adopción de medidas que pocos meses atrás nadie habría sido capaz de predecir. Eso es peligroso.

El miedo al coronavirus, por supuesto, tiene fundamentos. Por un lado, las tasas de hospitalización y mortalidad son varias veces más altas que las de la gripe y amenazan con colapsar el sistema de salud. Por otro lado, aún no existe una vacuna que nos proteja del virus. En general, el miedo también se apoya en la incertidumbre, en el hecho de que las estadísticas, los procedimientos y los resultados que se ven en distintos países no son uniformes. Nos gustaría tener un manual con instrucciones para poder decir “esto es lo que hay que hacer”, pero ese manual, por supuesto, no existe. Y entonces, para facilitar el trabajo de los profesionales de la salud, llega la cuarentena: fronteras cerradas, circulación prohibida, negocios cerrados.

Pero el problema es que lo que es bueno para el sistema de salud podría no necesariamente ser bueno para el resto de la sociedad. El objetivo del Gobierno es hoy “aplanar la curva” para que sea posible atender a los enfermos sin que estalle la capacidad de los hospitales, ¿pero por qué lanzarse por el precipicio de una recesión fortísima sin previo aviso podría ser mejor que ralentizar (ni siquiera eliminar) el contagio?

Si la respuesta al coronavirus es el cese total de cualquier actividad no considerada esencial, se prevé que las consecuencias no tendrán parangón con ningún fenómeno que alguien de nosotros haya jamás presenciado. Por ejemplo, el presidente de la Fed de St. Louis, James Bullard, estimó que el desempleo podría subir en Estados Unidos desde el actual 3,6% hasta el 30% en un solo trimestre, es decir, que podría darse un incremento de ocho veces en tres meses. Un informe de Morgan Stanley, por su parte, estima que el PIB estadounidense puede contraerse 30% también en el segundo trimestre. No se puede hacer el suficiente énfasis en lo anormales que son estos números: la megacrisis de 2008-2009 palidece ante estos escenarios.

Entonces, como ya prevén los pronósticos y materializan las caídas en los mercados financieros, el mundo se encamina a una recesión sin precedentes. Pero entonces solo cabe imaginar las consecuencias que algo así puede tener en Argentina, un país que además de estar en una situación de por sí delicada también está cruzado por la informalidad. El fomento implícito del Estado, con sus impuestos altísimos y su burocracia laberíntica, de que por lo menos un tercio de los trabajadores no estén registrados, tiene hoy su consecuencia más amarga: es difícil asistirlos porque están fuera del sistema y, simultáneamente, son los que más riesgo corren, porque salir o no salir a calle para muchos de ellos es la diferencia entre comer o no comer.

La preocupación por el coronavirus es enorme y está bien que así sea, pero la preocupación por las personas que no pueden darse el lujo de quedarse en su casa no acapara la misma atención por parte de la clase política, los medios de comunicación y los sectores más acomodados de la sociedad. Suspender aportes patronales no es una medida que vaya a salvar a las pymes de la quiebra si sus ingresos son equivalentes a cero. Dar $10.000 a monotributistas por única vez tampoco va a permitir que ningún comerciante pueda pagar siquiera un alquiler para tener un negocio cerrado un mes más. Además, la insistencia del Gobierno con este tipo de medidas es fútil: no solamente siempre van a ser insuficientes sino que, en la medida en que se vuelvan más ambiciosas, empujarán al país aún más hacia el ya cercano abismo del default, la hiperinflación o ambas.

Por estos motivos, la cuarentena es una medida que no pueda extenderse de la noche a la mañana sin pensar en lo que no se ve. Cuantificar el hambre, los desalojos, las enfermedades inducidas por el estrés, los suicidios y también el miedo por una recesión es difícil, pero eso no significa que estos fenómenos no existan cuando la producción y el trabajo se detienen. En algún momento habrá que decidir si es mejor tener menos enfermos de coronavirus o llevar al país hacia el peor estallido social en décadas: ese debate aún no ha ocurrido porque se lo ha desmerecido de forma burda.

En efecto, el Presidente ha dicho que él, entre la vida y la economía, elige la vida. Sin embargo, el impacto de esta frase es claro y su contenido oscuro, porque pareciera asumir que los seres humanos podemos simplemente alimentarnos de oxígeno. Como sea, el debate debe ser dado y debe plantearse la postura de que la cura no sea peor que la enfermedad, porque esto también genera víctimas (y, en el caso de Argentina, en proporciones probablemente descomunales). Quienes sufran una crisis económica autoinducida podrán ser invisibles, sí, pero también serán víctimas del coronavirus.

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