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La pandemia global acentúa la obstinada crisis chilena

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Atilio Molteni 24 marzo de 2020

Por Atilio Molteni  Embajador

El debilitado presidente Sebastián Piñera también asumió la difícil responsabilidad de proponer un disciplinado y solidario enfoque con el propósito de montar un escenario que, hasta unos días atrás, “sólo” estaba concentrado en dilucidar la solución que demanda la pertinaz y anárquica batalla económica, social y política entre el gobierno y la casi totalidad de la opinión pública chilena.

En tan singular contexto, mitigar y revertir los daños que desde principios de año derrama una pandemia bautizada como Coronavirus (Covid-19), supone apelar a la colaboración ciudadana, ya que el único remedio disponible para mitigar y frenar este demoníaco flagelo viral es el aislamiento, la buena coexistencia y la oportuna identificación de las medidas que requiere cada territorio para controlar los focos infecciosos.

Tal fue la lógica que se atribuyó al Decreto aprobado el miércoles 18 pasado, con la finalidad de librar una batalla más sistemática para normalizar la protección de la salud pública y dar seguimiento alternativo al citado conflicto.

Aunque en el país trasandino la devastadora pandemia contagió a centenares de personas (no tiene sentido mencionar una cifra que cambia a cada rato), el problema del Palacio de La Moneda y de la sociedad civil reside en combinar una solución a los problemas de arrastre en un tinglado donde el actual protagonismo lo tiene el problema sanitario. Para nosotros, semejante análisis brinda no sólo un ejercicio informativo, sino un trabajo útil para comparar algunas de las similitudes de la crisis chilena con la odisea que vive nuestro propio país.

Piñera se encuentra en su segundo mandato (2018-2022) tras suceder a la mandataria socialista Michelle Bachelet (desde 2006 ambos se turnaron en la presidencia como líderes de coaliciones opuestas). Su elección fue una opción de centroderecha denominada “Chile Vamos”, que hizo pie en los éxitos económicos de su anterior gestión (2010-2014), cuando el crecimiento promedio del PIB fue 5,3% (una época de altos precios para las materias primas como el cobre chileno y la soja en el caso de las naciones del Mercosur). El actual Presidente consiguió un segundo período en el poder debido a la recurrente tendencia que lleva a las fuerzas de izquierda de la centroizquierda con la intención de encontrar las verdades absolutas, fuerzas a las que Piñera venció en la segunda vuelta electoral por 54,5% contra el 45,4%.

En esos momentos, el actual inquilino del palacio presidencial sostenía que Chile era un “oasis” dentro de una Latinoamérica turbulenta y convulsionada.

Sin embargo, el 6 de octubre de 2019 fue una jornada que demostró la existencia de una profunda insatisfacción popular, cuando los estudiantes se amotinaron en contra de un aumento del boleto del subterráneo, exhortaron a no pagarlo y se lanzaron luego a destruir las instalaciones a fuerza de extrema violencia y vandalismo. En poco tiempo la reacción se extendió a otras ciudades bajo el lema “Chile Despierta”.

El Presidente calificó esas primeras escaramuzas tipo los Chalecos Amarillos franceses, como un ataque al orden público, sin percibir que el asunto era mucho más serio. Se trataba del primer round de una oposición al sistema político del país y al programa de su gestión. La respuesta fue una represión que hizo evocar ciertas acciones del Gobierno militar, la vuelta del toque de queda y otras limitaciones a las libertades individuales. A pesar de ello, lejos de amainar, la protesta pública autoconvocada creció sin líderes visibles ni un propósito común. Tampoco sin estar auspiciada por los políticos o los gremios, cuyas organizaciones fueron reemplazadas por las redes sociales. Su mayor expresión fue el 25 de ese mes, cuando una multitud de 1.200.000 de personas participaron en una movilización de protesta sin precedentes en Santiago y otras ciudades del país.

Con el paso del tiempo, emergieron diferentes teorías sobre las razones que motorizaron el ataque contra la clase política. La primera, su incapacidad para solucionar los problemas derivados de los salarios y jubilaciones bajas o con fondos privatizados. Por el carácter restrictivo de los servicios de la salud, también afloraron las crecientes desigualdades económicas de la sociedad, el costo de la educación, la desocupación de los jóvenes y los graduados universitarios y los problemas de género. Tal orientación fue atribuida al diseño de las políticas del régimen de Augusto Pinochet (1973-1990), inspiradas en el neoliberalismo de la Escuela de Chicago, el que luego continuaron los distintos gobiernos que sucedieron a la casta militar. Sin embargo, nadie discute muchos de los éxitos de esa política, como la reducción de la pobreza y la extrema pobreza a un mero 9%.

La segunda, se refiere a la expansión de la clase media (hasta 65%) por efecto de las medidas embrionarias de esos Gobiernos, pero su situación se fue haciendo más desigual al verse impedida de acceder a los servicios ?ya que para sus miembros tales servicios nunca resultaron gratuitos ni subsidiados-, al no recibir los beneficios sociales que se otorgan a las clases más bajas. En virtud de lo anterior, el reducido grupo ubicado en lo más alto de la escala, es visto como un sector de enorme privilegio, un sector que entiende el escenario que los circunda.

En 2018, el Banco Mundial estimó que el ingreso per cápita chileno alcanzaba US$ 25.000, sin tomar en cuenta que más del 50% de la población ganaba menos de US$ 525 mensuales. Tal situación fue adjudicada al hecho de que las economías de América Latina están detenidas y, entre 2014 al 2020, resultaron ser las de menor crecimiento en setenta años, motivo por el que no era asunto fácil resolver los problemas de disparidad de ingresos, de falta de movilidad social y otras demandas de los aludidos sectores.

Otro factor relevante del análisis, es la personalidad de Piñera, quien exhibe una muy sólida formación y el perfil de un triunfador en el mundo de los negocios. En otras palabras, el producto natural de una elite a la que le cuesta entender la profundidad de las demandas sociales y lo que supone la función de gobierno. Esa característica explica la lentitud de reflejos que exhibió al hacer los cambios adecuados para disminuir la presión popular.

Tras muchas idas y vueltas, Piñera comenzó a buscar una solución política que se concretaría el próximo 26 de abril, mediante un referéndum orientado a redactar una nueva Constitución Política y determinar el mecanismo para concretarla, en el que pueden votar el doble de los ciudadanos inscriptos del padrón que existía en los referéndums de 1988 y 1989, durante la dictadura militar.

La primera de esas trascendentales convocatorias se realizó para decidir si el general Pinochet seguía o no en el poder en el siguiente período presidencial hasta marzo de 1997. En ese entonces, 54,7% se manifestó a favor del “No” y el % por el “Sí”, hecho que limitó su mandato. Mediante la segunda consulta, realizada en julio de 1989, se votó una serie de reformas a la Constitución Política de 1980 (aún vigente), convenida entre los militares y los partidos políticos para preparar un retorno condicionado a la democracia. Fue aprobada por 91,25% contra 8,74%, meses antes de las elecciones que dieron lugar al comienzo de la transición política consistente con la tercera ola de democratización en América Latina.

El nuevo referéndum está destinado a enfrentar el caos y el descontento social, cuando la confianza pública en las instituciones políticas está en caída libre. La realidad es que en estos días el Presidente Piñera tiene una aceptación que se redujo del 12% al 6%; la policía y los carabineros del 58% al 18% y el Gobierno del 15% al 5%. Lo cierto es que la ciudadanía no siente estima hacia el Congreso y los partidos políticos, la que bajó al 2% y la participación de los ciudadanos en sus acciones descendió del 70% al 14% entre 1993 y los días que corren.

Según la convocatoria, los votantes deberán manifestarse acerca de si quieren o no una nueva Constitución y sobre el órgano que debe redactarla, donde la alternativa es optar por una Convención Mixta Constitucional o una Convención Constitucional. La primera integrada por nuevos constituyentes en un 50% y el resto por miembros del actual Congreso y la segunda, por forjar una sólo integrada por nuevos constituyentes.

Las encuestas indican que el 60% de los votantes están a favor de una nueva Constitución y en, menor medida, a favor de la idea de generar una Convención Constitucional, permitiendo un nuevo equilibro entre las distintas fuerzas políticas y la participación de los partidos políticos creados después de octubre de 2019. Además, el documento resultante de las deliberaciones deberá ser aprobado por dos terceras partes de sus miembros y por un nuevo referéndum. Si ello no sucediese, la idea es preservar la vigencia de la Constitución de 1980, pero el problema es que muchas de sus instituciones y cláusulas no permiten cambio alguno, rigidez que identifica algunas de las causas de los actuales conflictos.

En su calidad de canales vitales de la representación en una democracia, los constituyentes deberán acordar fórmulas legales originadas en un consenso que ayude a construir un nuevo modelo de país, cuyo diseño debería otorgar facultades para que el Gobierno tenga suficiente capacidad de resolver, entre otros, los problemas de las pensiones, la salud y la educación. Además, los referidos a poner en caja las situaciones derivadas del incremento de la delincuencia, de las falencias del sistema impositivo y de la desigualdad.

Estas acciones no podrían coexistir con vetustas formas de populismo y permitir la restauración del crecimiento económico de Chile, el que en 2020 se calcula en un modesto 1%. Ello, sin tener en cuenta el devastador efecto de la pandemia del coronavirus y la visible recesión mundial. Sin embargo, nada indica que Chile podrá superar la polarización existente y que el país será capaz de recorrer el largo camino que media hasta la entrada en vigor la eventual Constitución.

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