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La macroeconomía del Covid-19

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20 marzo de 2020

Por Pablo Mira Docente e investigador de la FCE-UBA

La aparición del coronavirus constituye un shock que los economistas tratan por todos los medios de etiquetar, para variar, usando las palabras “oferta” y “demanda”.

Por un lado, el shock tiene componentes de oferta, pues el virus dificulta algunos procesos productivos, y afecta a las cadenas de valor y al comercio global. Pero estos impactos de oferta no han producido aun situaciones de escasez generalizadas. Además, los procesos productivos tienen en la actualidad una participación humana directa menor que en el pasado, y existen tecnologías para un teletrabajo eficaz en varias actividades. Las típicas crisis de oferta suelen ser sectoriales, o climáticas, y la crisis del Coronavirus tiene poco que ver con esa caracterización.

Por el otro, la crisis golpea sin ambigüedades sobre los componentes de la demanda. Las expectativas de inversión se han derrumbado, y si bien algunos consumos específicos crecieron (productos de higiene) y otros están activos (alimentos), los gastos en productos durables colapsaron. Las restricciones al transporte de personas y a las aglomeraciones derrumbaron el consumo de alimentos fuera del hogar, y gran parte del gasto en servicios personales.

El hecho de que la menor demanda sea preponderante se refleja en un sesgo decididamente deflacionario de la crisis. Las cotizaciones de todos los mercados de activos físicos y financieros se hundieron, los precios de todos los commodities se desplomaron, los costos de transporte internacionales también se redujeron, y el precio del petróleo se desmoronó como nunca en la historia. Estos comportamientos revelan expectativas negativas sobre la demanda, que claramente superan a las restricciones en la oferta.

Pero en cualquier caso, el etiquetado de oferta o demanda no se ajusta suficientemente a la perturbación que vivimos. No es necesario incurrir en reduccionismos que solo contribuyen a la confusión. Los efectos del coronavirus producen interacciones de oferta y de demanda, no atacan a un área específica de la macro. Este tipo de crisis tienen una característica saliente, y es que aumenta drásticamente la incertidumbre, dando lugar a lo que algunos economistas han calificado como un problema generalizado de coordinación, que afectan tanto a la oferta como a la demanda. Para decirlo crudamente, a la economía le cuesta encontrar un equilibrio, y no existe un set identificable de precios que logre este resultado.

Una de las manifestaciones de esta descoordinación son los cortes de las “cadenas de pago” de la economía, lo que para un economista no es otra cosa que una suspensión de los flujos de actividad económica entre los agentes. Cuando a un comercio se le corta la posibilidad de vender, ya no puede afrontar los pagos de funcionamiento de su negocio, lo que inicia una cadena de sucesos desagradables. A esto se suma la incapacidad, en estos contextos de urgencia, de contar con información clara que permita a los agentes resolver estos problemas en un futuro cercano. Si se tuviera alguna idea de la fecha de finalización del estado de incertidumbre, el mercado de crédito podría resolver por sí solo estos dilemas.

Hace mucho tiempo que los economistas sabemos cómo encarar los problemas de incertidumbre que afectan la coordinación: poniendo a disposición del público una señal de demanda clara y contundente. Esta es la reacción que nos sacó de la depresión de los años '30 y que también contribuyó a resolver la gran recesión de 2008/2009. Desde luego, en cada caso la reacción no fue la misma.

En la crisis del '30 los dogmas retrasaron la recuperación, pero el New Deal (y posiblemente la Segunda Guerra) llegó para ayudarnos. Durante la crisis subprime hubo una rápida reacción fiscal, coordinada internacionalmente, con amplios paquetes de gasto público, en especial en infraestructura. También colaboró una política monetaria inusual pero duradera, llamada quantitative easing, que contribuyó comprando los “bonos basura” a los bancos privados.

Hoy las principales potencias del mundo están reaccionando con rapidez. En algunos países podría ser posible proveer liquidez para evitar que continúe la brutal caída de los mercados financieros y se produzcan generalizadas crisis de solvencia. Pero la mayoría están privilegiando la política fiscal. Una razón es que no hay “espacio” para la política monetaria, las tasas ya se acercan a cero y no hay forma de inducir indirectamente gasto privado. La segunda es que, aun cuando hubiera espacio monetario, la respuesta de política exige inmediatez, para sostener la coordinación de la economía lo más posible. Hasta ahora, la mayoría de los economistas expertos del mundo respaldan los paquetes de estímulo.

Si bien Argentina siempre es un caso especial, existen razones macroeconómicas que justifican las medidas recientemente tomadas, que apuntan tanto a la oferta como a la demanda agregada.

? Primero, se deben evitar quiebras costosas producidas por un evento que en teoría debería ser transitorio.

? Segundo, es menester restringir al máximo los despidos apresurados, con amplios costos para las familias y también para las firmas, que pasado el shock deberán volver a contratar.

? Tercero, tras varios años de recesión varias firmas cuentan con stocks suficientes para vender, en especial de bienes durables. Además, la utilización de la capacidad instalada es baja, y hay espacio para que la oferta reaccione.

? Finalmente, no se espera en lo inmediato un impacto negativo exagerado sobre la balanza de pagos, pues la balanza comercial es aun positiva y los controles de capital han sido efectivos en limitar la salida de capitales.

Esta es una crisis no económica en su origen, pero económica en sus consecuencias. Actuar con criterio y urgencia es fundamental para limitar sus impactos de largo plazo, y sobre todo para evitar nuevos golpes a la distribución del ingreso.

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