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La apatía de EE.UU ante el futuro del comercio global

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16 marzo de 2020

Por Jorge Riaboi Diplomático y periodista

Ninguno de los tres septuagenarios que a esta altura disputan el derecho a ocupar el principal sillón de la Casa Blanca a partir del próximo 20 de enero, entre ellos, Donald Trump, anticipó gran vocación por ejercer un honesto liderazgo en las negociaciones destinadas a sacar del pozo al comercio global. Dentro del trío, sólo el exvicepresidente Joe Biden parece dispuesto a proponer ciertos enfoques orientados a revertir la cultura aislacionista y anti-comercio que se instaló en Estados Unidos durante el último cuarto de siglo. Los dos partidos mayoritarios creen que gran parte de la opinión pública hoy ve la apertura económica como un peligro, no como una atractiva oportunidad.

Tal debate ya no apunta a determinar quién es el candidato más apto para generar comercio, sino cuál les ofrece el mejor torniquete proteccionista. Ello sin olvidar que muchos de los sectores que apoyaron al actual Presidente ya sufrieron en carne propia el muy elevado costo de las guerras comerciales iniciadas por su Gobierno.

Tanto demócratas como republicanos ayudaron a desdibujar el liderazgo que Washington ejerció históricamente en la expansión del comercio global. El cambio se hizo público cuando el ex Presidente Bill Clinton enlodó las reglas del primer Nafta suscripto con México y decidió imprimir su sello en la catastrófica Conferencia Ministerial de la OMC efectuada en Seattle. A partir de entonces, quienes lo sucedieron en la Casa Blanca sólo hicieron un “veo y doblo” a favor de la misma apuesta.

De este modo, las ideas fueron cebando diversas formas de hegemonía y comercio administrado, doctrina inserta desde los años 60´s en las medidas unilaterales que todavía contemplan las leyes estadounidenses de la especialidad. La mayoría de las naciones participantes quiso erradicar el salvaje unilateralismo comercial de Washington en la Ronda Uruguay del GATT, algo que muchos creímos haber logrado en los primeros meses de 1994.

Tras el establecimiento de la OMC, la clase política de Estados Unidos supuso que el Consenso de Washington, inventado y diseminado en el mundo por los anteriores gobiernos del mismo país, había devenido en una línea impopular. Por esa razón la Casa Blanca empezó a imponer, en 1995, estándares laborales y ambientales con la utópica expectativa de acrecentar los costos de exportación de sus competidores, lo que implicaba recortar a mano los saldos superavitarios de sus socios regionales y globales. Ese esperma no fue muy lejos, pero con el tiempo desembocó en lo que ahora es el slogan América Primero que llegó a la Casa Blanca de la manito twittera y traviesa de Trump.

A partir de ahí, el Gobierno alegó la perentoria necesidad de equilibrar y reformular con espíritu mercantilista la balanza comercial generada por las disposiciones y compromisos de los contados Acuerdos regionales suscriptos por el país y a inmovilizar el golpeado mecanismo de solución de diferencias de la OMC, hecho que terminó por descarrilar las reglas de ambos escenarios con o sin buenos motivos.

Tales acciones no sólo fueron y son provocadoramente ilegales, sino huérfanas de todo fundamento. El colosal déficit de comercio que Estados Unidos experimenta en las últimas décadas con China no se originó en la existencia de un acuerdo bilateral de libre Comercio, instrumento que nunca existió, ni en vacíos jurídicos insalvables. Las multinacionales como Apple, o el Consejo Nacional de Comercio Exterior de su propio país, pueden explicar en pocos minutos el origen real de muchos de tales desequilibrios, cuya existencia no es ajena al proceso de tercerización productiva.

Los tres candidatos presidenciales tampoco ignoran que el 95% del negocio agropecuario y de otras industrias altamente competitivas (a veces con grandes subsidios) de Estados Unidos, se halla en la exportación, no en el mercado interno. Pero sólo al probar la matonería empezaron a ver los efectos de sus medidas de “corrección unilateral”, ya que, por vía de represalias más o menos simétricas, el acceso a mercados como el chino, el mexicano, el de India y otros países, se frenó un importante volumen de intercambio legítimo.

A pesar de esos hechos, hay mucha gente que imagina ser docta en política exterior sin entender el obvio vínculo de causalidad que hay entre la dirección y el nivel de comercio con lo que sucede en la actividad económica, en la ocupación de mano de obra y en la localización de inversiones. Esa relación es más evidente al ver el estrecho lazo que media entre la nueva prosperidad y la incorporación de tecnología, una rutina que podría aportar diversas soluciones a determinados problemas ambientales y climáticos. Prueba del mundo irracional en el que vivimos, es el absurdo colapso en que terminó el deseo de crear un Acuerdo sobre Bienes Ambientales en la OMC.

Este desapego de los hechos nos hace evocar, cada día más, al gravísimo despiste político que nos insertó en la crisis de 1930 y en la subsiguiente Guerra Mundial. Ante semejante escenario resulta elocuente la falta de propuestas emanadas de los líderes del Mundo Occidental, cuyas reglas originales son más veneradas en China y el resto del Asia, que en los territorios seculares del Atlántico Norte donde recibieron su partida de nacimiento.

No menos insólito es que aún no se explique con debida claridad que el Acuerdo de París de 2015 sobre cambio climático nunca se congeló, ni debió su pobreza de ambiciones por reales discrepancias de diagnóstico científico. Los conflictos surgieron por falta de consenso acerca de cómo evitar los desplazamientos comerciales o la perversa localización de inversiones que se espera del distinto grado de aportes y de aplicación de los compromisos voluntarios derivados del ajuste climático. O sea por la diferencia de obligaciones que hay entre los que honran sus compromisos y quienes sacan las ventajas del trasgresor en el momento de reformar las nuevas prácticas climáticas y económicas. Bajo esa perspectiva, dichos conflictos ya son parte de la muy volátil agenda política contemporánea. Ejemplo de ello es el nuevo Pacto Verde de la Unión Europea.

El síndrome de la apatía comercial no está escondido. Se respira en las ahora ninguneadas columnas del Financial Times, The Economist, The Wall Street Journal, Le Monde, Le Figaro o en los boletines diarios del Instituto CATO, la London School of Economics o Brookings y otros centros del pensamiento como la OCDE que solían ser el refugio pensante del capitalismo occidental. Entonces la clase política se ocupaba de los problemas de la cooperación y el desarrollo sostenible sin necesidad de dedicar tiempo a neutralizar la senilidad doctrinaria de la dirigencia esta0dounidense. Lo que el brillante académico Juan Tokatlian, vicerrector de la Universidad Torcuato Di Tella, acaba de llamar “Trump el (peligroso) declinista”.

Al lector también le puede resultar difícil encontrar sustantivas diferencias entre las declaraciones de Donald Trump, Bernie Sanders, el único eurosocialista con alta popularidad en Estados Unidos, y lo que en estos momentos nos dice el ex vicepresidente y candidato demócrata Biden, quien es el líder demócrata que parece tener mayores chances de competir en las elecciones presidenciales del próximo 3 de noviembre.

Esos tres candidatos coinciden en echarle la culpa de los males del comercio a Pekín, no a su propia y negligente clase política que, advertida a tiempo, no quiso tomar en serio los riesgos de alentar la competencia originada en territorios donde prevalece la dedocracia económica y resultan exóticos los conceptos de rentabilidad capitalista. A instancias de Argentina, los ministros del Grupo Cairns trataron precozmente ese tema en su reunión de Cartagena de 1996. Tuve la suerte de estar en esos debates, donde el escueto trabajo de nuestro país circuló, se aprobó con grandes elogios y fue al archivo minutos después. Sanders y Biden sostienen que la estrategia de Donald con China es flojita y equivocada.

A diferencia de Trump, Biden descree que el problema con Pekín es producto de los déficits contables del comercio bilateral. Para él lo preocupante es el bajísimo nivel de exportaciones de Estados Unidos, para lo que sólo se requiere garantizar el buen acceso al mercado y la propia capacidad de competir (algo que también vendría bien diseminar entre los economistas argentinos; pero sin empujar, cuando logren dedicar tiempo a la economía tangible). El ex vicepresidente también dice que las elevadas tarifas de importación que Trump le impuso a China, las paga el productor que compra insumos extranjeros caros y el consumidor que ve cómo disminuye su ingreso real. A pesar de que no es un especialista, Biden hace una buena lectura de lo que significa la inflación de costos, algo que muchos economistas referenciales de Estados Unidos explican con sencillez y contundencia.

Por sobre todas las cosas, Biden también entiende, como en los años '40 lo advirtiera el ex Secretario de Estado. Cordell Hull, uno de los principales inspiradores del ex GATT (acotación propia) que si Washington no se las ingenia para escribir las reglas del comercio internacional, esa tarea la va a hacer China y eso sí que sería una peligrosa y gigantesca estupidez.

En un reciente boletín de CATO se recuerda que, mientras Trump ataca a sus aliados (la Unión Europea, Corea del Sur, en cierto modo a Japón y a sus vecinos del Nafta como Canadá y México), China se entretiene ocupando mayores espacios en el comercio regional y en la localización de sus inversiones internacionales. Asimismo, el ex Vicepresidente propone una coalición con los aliados para limitar las ambiciones de Pekín como sustituto constructivo del intercambio de amenazas comerciales que Trump viene sosteniendo con quienes acompañan a Washington en la NATO y en otros foros estratégicos de valor como el G7, el G20, la OMC y el Fondo Monetario Internacional (FMI).

Las dudas de política comercial que subsisten sobre Biden Presidente son muchas y de sustancia. Como saber qué tipo de acuerdos se propone suscribir; con qué países y cómo intentará extender las reglas insertas en acuerdos ya suscriptos (como las del nuevo Nafta, que ahora se llama USMCA o T-MEC).

Eso sí, de la normalización de la OMC, ni hablar.

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