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El momento de la deuda

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Carlos Leyba 06 marzo de 2020

Por Carlos Leyba

No es el único tema que nos preocupa. Siquiera creo que sea el principal. Es el “momento” de la deuda: tema dominante. Momento, etimología y uso en física, supone que “para detenerlo” hay que aplicar una fuerza contraria porque su impulso inicial induce movimiento continuo.

Lo que nos domina no depende sólo de nosotros; es aquello de cuya definición depende nuestro rumbo y depende de las decisiones de otros. Los “otros” actores son los acreedores que, vía caída del precio de los bonos, podrían ser reemplazados por los temibles buitres. Su presencia activa es de alto riesgo: nos pone ante la Justicia de Estados Unidos por la prórroga de jurisdicción que está en todos nuestros contratos. Llegado a la instancia de la Justicia estadounidense el conflicto potencial puede generar consecuencias imprevisibles.

“Lo dominante” lo es porque establece un límite que no se puede trasponer sin costo mayor: el default culmina en la Justicia de otro país más allá de los obstáculos del mientras tanto.

Mientras estamos en camino siempre hay una puerta para alejarse del riesgo. Esto no significa que el “no pasa”, o la puerta cerrada, no implique costo para el que no nos deja pasar. Significa la consolidación de una pérdida mayor a la ya sufrida. Tampoco significa que el “no pasar” no implique costo para nosotros. Pero la decisión “pasa no pasa” no depende de nosotros. Por eso la cuestión del “momento” de la deuda (el movimiento continuo sin fuerza que lo detenga) es el tema dominante.

Pero no es lo único que nos preocupa ni lo principal. Hagamos un ejercicio. Imaginemos que por arte de magia nos fuera franqueada la puerta sin ningún costo. La deuda desaparece o bien queda congelada en una promesa de lejano pago futuro. No obstante, nuestros problemas más agobiantes seguirían exactamente donde están.

La desaparición de la deuda no implicaría ni la reducción de la pobreza, ni que la economía crezca a una velocidad de desarrollo, ni tampoco hará posible un Estado financiable y eficiente y, ni remotamente, una balanza comercial y de capitales que permita reducir la pobreza, crecer y mejorar el Estado.

La realidad, presente y futura, es que no “pagamos” (ni los servicios ni el principal de la deuda) porque no tenemos superávit fiscal. “Pagar pagar” no puede ocurrir sin ello. Pagar “es” superávit fiscal (para comprar dólares sin financiarse ni crediticia ni monetariamente) y “es” superávit externo, para obtener dólares sin endeudarse. Las dos cosas.

En consecuencia, si la deuda desapareciera, y nada hiciéramos diferente a lo que estamos haciendo ahora (y desde hace añares), nada haría que se reduzca la pobreza, o se impulse la economía o se promueva el saldo positivo de la balanza comercial. La cuestión es “hacer algo diferente a lo que hemos estado haciendo antes y ahora” y de esa manera desechar la alternativa de más deuda.

La consecuencia de lo dicho es que si la cuestión de la deuda dejará de ser dominante, los problemas que han dado lugar a la existencia de la deuda seguirían estando allí. Y si los problemas subsisten, la deuda se torna inevitable como alternativa para desplazar en el tiempo aquello que, de otro modo, estallaría.

La deuda, más allá de las obscuridades a las que se la pueda asociar, ha sido siempre el puente para escapar por un rato de aquello que sin ella era de inmediato insostenible. Escapar de la olla para terminar en el asador. Esto es así porque no es la deuda la causa de nuestros problemas, sino que nuestros males son la causa de la deuda. Hasta que la política no lo internalice no puede siquiera encarar el problema.

Nuestros males son los propios de una “economía para la deuda” que lleva años en construcción. Una construcción “original” porque ha consistido y consiste en destruir las estructuras productivas que nos hicieron un país casi sin pobreza, con pleno empleo, con avanzada distribución del ingreso, con una fuerte y creciente estructura industrial y un Estado que no representaba más del 20% del PIB y que no tenía deuda externa pública con el sector privado.

Al compas de la destrucción apareció la deuda: es un hecho. La conclusión es inmediata: para saldar la deuda es prioridad la reconstrucción estructural de una economía productiva, una economía de productores, una economía centrada en la inversión y la exportación. Esas son las fuentes del equilibrio fiscal y del equilibrio externo. Es decir, lo que permite renunciar al equilibrio ficticio y suicida del endeudamiento.

Desgraciadamente, la deuda por ser “lo dominante” y tener la autonomía de movimiento, la percibimos como “el problema” y “la causa”.

Los discursos ad hoc, para simplificar, unos leídos con el cristal financiero, los otros con el cristal político, concentran y agotan la energía en el tema de la deuda y, en ambos casos, generan la energía paralizante y el horror (no el error) de diagnóstico.

Es que no se trata de discurrir sobre la deuda sino sobre lo que está detrás. Se trata de identificar y de atacar la fuerza que la pone en movimiento. Un movimiento que, como hemos dicho, la hace inercial y dominante.

Llevamos cuarenta y cinco años en este menester de endeudarnos. Raúl Alfonsín la heredó y le estalló como hiperinflación. Carlos Menem la heredó y le estalló como híperdesempleo. Néstor y Cristina Kichner y Mauricio Macri heredaron el default, lo regularizaron y como consecuencia de la inercia estructural de una economía forjada para la deuda, le entregaron a Alberto Fernández la triple amenaza del default, el riesgo de alta inflación y de alto desempleo.

La deuda, desde su mismo origen y en las sucesivas negociaciones, siempre ha sido contraída para “reparar”, “remediar” y “calmar” los males. Y sucesivamente los ha multiplicado. La deuda durante estas cuatro décadas ha sido iatrogénica: el remedio ha sido y es peor que la enfermedad.

No es una conclusión “sorprendente”. Más bien es obvia. Y sin embargo, en el discurso político y, en particular, en el discurso habitual de los colegas economistas, no se argumenta acerca de las “causas de la deuda”, no se lo diagnostica y por lo tanto no es lo que se intenta remediar. Por ello la deuda ha sido un arma letal a repetición aplicada durante 45 años.

El Presidente ha dicho “nunca más” a la deuda. La pregunta que se impone es más allá de cancelar (acordar plan de pagos y demás) y dar por terminada la deuda es cuál es el diagnóstico de este gobierno respecto de las causas de la deuda y cuál es la estrategia de transformación sistémica que nos liberaría de ella, de recaer en el recurso. El gran desafío.

Nada dijo acerca de ello en la apertura de sesiones del Congreso de la Nación. Sugirió, eso sí, la idea de “desarrollo” para el Consejo Económico y Social. Es un promesa “para más adelante”. Entonces y por ahora, mientras esperamos en silencio la llegada del futuro deseado, volvemos al principio, al momento dominante de la deuda.

Llegados aquí hay que reconocer que más del 70% de los argentinos han nacido después del periplo de la deuda. Nacieron con la Argentina endeudada. Son muchos más (siete años más) que los nacidos en democracia.

Para la inmensa mayoría de los argentinos la democracia es el ámbito donde han nacido; y para muchos más, desde que nacieron, la deuda es el “momento dominante”. Deuda y Democracia.

¿Cómo y cuándo empezó? La “deuda externa”, que no es un fenómeno exclusivo de nuestro país, comienza a partir de la “primera crisis del petróleo” (1973) la que genera un excedente financiero a nivel mundial reciclado (colocado a intereses) en términos de deuda de países del “tercer mundo”.

Con la Dictadura comenzó el proceso de endeudamiento en el país, con entidades (al principio bancos) privadas internacionales. Con los años y ya en democracia (en los ?90), pasamos de deuda con bancos, que concentraban los riesgos de manera peligrosa para ellos, a deuda con bonistas más difícil de negociar para el deudor.

La presión por endeudarnos estuvo asociada a la construcción local de una “economía para la deuda”. La deuda y “la economía para la deuda” surgieron y crecieron pari passu. No habría habido una sin la otra.

¿Cómo es la economía para la deuda? ¿Cómo empieza?

La doctrina “José A. Martínez de Hoz” (replicada sin interrupción por todos los que le sucedieron) sostuvo que el arma letal contra la inflación era la apertura comercial ágil e indiscriminada.

La importación acompañada del atraso cambiario no abatió la inflación. Llegamos a importar carne de vaca. Le fue mal a la ganadería con Martínez de Hoz. El comienzo de la destrucción del aparato productivo fue muy intenso e impactante: la secuencia desempleo y extranjerización de empresas.

Como con el tipo de cambio atrasado, además de las condiciones anti industriales vigentes, se impedían operaciones de exportación, el financiamiento de las importaciones acrecentaba la deuda. La deuda (insólito) se practicó como herramienta antiinflacionaria que fracasó destruyendo la producción y el empleo nacional.

La hiperinflación indujo a la Convertibilidad. Pero como el problema real que está detrás de la inflación no se había aplacado, la estabilidad de la Convertibilidad se financió con deuda para incorporar importaciones “estabilizantes”. Se desestabilizaba la sociedad por el desempleo y pobreza.

El Siglo XX terminó en la batahola del default. Esa mecánica de extinción colectiva llevó al retiro del mercado local de todos los excedentes financieros. La fuga de capitales es la medida del fracaso del diagnóstico y la terapéutica de la deuda desde 1976 a la fecha.

Los US$ 400.000 millones fugados del sistema son la materialización financiera de las inversiones no realizadas en el país que nos habrían asegurado el pleno empleo.

Lo que no ha entendido la política es que sin proyecto de país no hay atracción inversora. “La política es tener ideas claras desde el Estado para la construcción de la Nación”, decía J. Ortega y Gasset

Vivimos en una Nación con inmensos recursos y en un colosal desierto de ideas sobre el futuro. Esperemos que la necesidad imperiosa de tenerlo nos despierte. A todos.

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