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La vasectomía de la libertad de expresión

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13 enero de 2020

Por Jorge Riaboi Diplomático y periodista

Aunque los términos del debate sobre el actual vínculo entre democracia y libertad de expresión nunca fue debidamente aclarado, el severo ataque de ciertos gobiernos a la labor periodística de los principales medios de comunicación social de los Estados Unidos, Brasil, la Unión Europea y otras naciones de gran influencia en los cambios culturales del planeta, tiende a generalizar el anárquico enfrentamiento entre el relato oficial y la realidad objetiva. O, como decía el doctor Carlos Fayt, a desconocer que “los hechos son sagrados, la opinión es libre”.

Y mientras los líderes políticos de tales gobiernos acusan sin real fundamento al periodismo de difundir noticias falsas (fake news), y reclaman la potestad de auditar y editar la verdad, los responsables de la actividad periodística se dejan tentar por la idea de suplir desde las redacciones o las mesas de contacto con la opinión pública, por la noción de patrocinar, sin haber sido electos por el voto popular, las supuestas prioridades sociales. A veces esos saltos fronterizos son positivos, otras son una sustantiva parte del problema.

Con el agravante de que los líderes populistas de nueva generación que apelan a estos recursos infantiles para desviar la atención del público, no llegan al gobierno con ideas y conocimientos mínimos para conducir racionalmente la organización del Estado. Sus gestiones carecen de brújula y son un visible riesgo para la paz y la solución de los sensibles conflictos esparcidos por el planeta.

La gestión de Donald Trump exhibe particular responsabilidad por el proceso que llevó a disolver el imperfecto multilateralismo que orientó la convivencia y el crecimiento del mundo durante los últimos setenta años. Esos enfoques le restaron al planeta el imperio de la “regla de la ley”. Son los que dieron término a los acuerdos de paz, desarme y control nuclear. Los que sabotearon la existencia de la OMC y congelaron los mecanismos de diálogo y cooperación como el G7 y el G20. Ese es el inexplicable e innecesario origen de una gesta depredadora. La lista de quienes suelen calificar de noticias falsas (fake news) al contenido de los grandes diarios, radios y cadenas televisivas referenciales está encabezada pero no se restringe a personalidades como las de Donald Trump, Jair Bolsonaro y presidentes noveles como Emmanuel Macron de Francia o líderes con notable vocación dictatorial como los de Polonia y Hungría. Tampoco son ajenos a esta fiesta los numerosos dirigentes populistas de América Latina que no interponen excusa alguna para administrar verdades, ya que la cosa no sólo pasa por una controversia temática, sino por la creciente devoción a retornar a las sociedades de pensamiento único. En tales sociedades se discute con naturalidad, con el cuchillo bajo el poncho, la necesidad de censurar la prensa, de limitar la libertad de contenidos, la imposición de caprichosos nuevos temas, el recorte de la independencia intelectual, el fomento de toda clase de comisarios políticos (inclusive los programas de televisión destinados a hacer pública la vocación por denigrar las opiniones ajenas al gobierno o destinadas a regimentar la educación infantil), el sentido de las verdades multiculturales, los dogmas feministas y las creencias alimentarias de los adictos a la “religión vegana”.

Párrafo aparte merece el proceso de selección de temas y la calidad de los colaboradores periodísticos que surgen de reclutar, con mentalidad de “un profesionalismo de amigos” a imagen y semejanza del “capitalismo de amigos”. Digo esto, porque yo solía creer en la amistad, pero nunca a costa de la calidad del producto intelectual o de sacrificar los roles de la profesión.

Hoy por hoy nadie sabe por qué los gobiernos no se limitan a gobernar y el periodismo a reivindicar su trascendental función de brindar transparencia a las decisiones de la política y de la sociedad civil, ya que mal se puede saber cuál es la mejor opción económica o social, si el ciudadano o el consumidor ignoran las virtudes y defectos de sus decisiones.

La libertad de expresión no debe ser administrada por los poderes públicos, del mismo modo que el periodismo no tiene por qué dirigir las prioridades del país desde una redacción, un estudio de radio o un canal de televisión. No sólo ello está lejos de ser su tarea o su área de capacidad, sino que no existe razón alguna para que el trabajo de leer y comentar noticias los habilite a ser árbitros magnánimos de la delincuencia social, la buena cocina, el buen vestir, la consistencia religiosa, el futuro del deporte, las disputas familiares o la idea de “bancar o rechazar, con cuestionable humor, la vida erótica de la farándula”.

Los miembros de las organizaciones de comunicación social pueden ser parte de la vida política si acceden a la contienda electoral y se someten a los derechos y obligaciones que emergen de la administración del poder público. Pero el costado sensible de esta argamasa es, según se puntualiza en los siguientes párrafos, el cómo, el cuándo y el quien tiene derecho a reformar los patrones de la cultura popular.

Lo anterior no debería hacernos suponer que los líderes incompetentes, corruptos, propensos a la falsedad y al relato mentiroso habrán de resultar impopulares o condenados a perder las próximas elecciones. El actual problema de las democracias es que “la verdad no paga” (o no “garpa” según el referente Adrián Suar). A menos de diez meses de las futuras elecciones presidenciales en los Estados Unidos, el Jefe de la Casa Blanca podría resolver un incierto juicio por destitución con el voto de la mayoría de senadores republicanos y sonreír desde la Oficina Oval por una exitosa reelección, sin que ninguno de los resultados tengan relación con la auténtica calidad de su gobierno. Los que votan no entienden que Trump coquetea, sin gran idea de sus actos, con la posibilidad de una tercera guerra mundial. El reciente intercambio de cohetazos entre Washington y Teherán es un subproducto de diversas burradas políticas y estratégicas del jefe de la Casa Blanca y del terrorismo de Estado que predican ciertos gobiernos del Medio Oriente.

Si el Jefe de la Casa Blanca es reelecto, ello debe imputarse al espejismo que proyecta la actual realidad económica de su país. Es cierto que el crecimiento de Estados Unidos vuela, pero el déficit de presupuesto, que superó el billón (el trillón en inglés) de dólares, en algún momento hará que este avión se estrelle contra el piso. La industria manufacturera ya está pasando por un momento difícil, tanto que la Reserva Federal acaba de comparar sus números con los de la crisis de 1930. Muchos de nosotros, incluidos el Fondo Monetario y la OCDE, anticipamos lo que se venía no por agoreros, sino por haber estudiado una y otra vez las reales causas que precipitaron la Segunda Guerra Mundial.

El pasado 3 de enero, Mathieu Bock-Coté, de cuya existencia yo sólo tenía vago conocimiento previo, optó por señalar, en el matutino francés Le Figaró, la noción de que “El progresismo sólo se tolera a sí mismo”. Y aunque su análisis agrega sugestivo valor y pimienta al debate, sus referencias al progresismo no coinciden con la realidad que se advierte por las calles del planeta.

Bock-Coté hace varias reflexiones de gran interés, de las cuáles me permitiré seleccionar tres (cualquier similitud con lo que está pasando en la Argentina, es pura casualidad). La nota empieza diciendo que en los transportes públicos de Francia se promoverá la cultura vegana, el feminismo y el multiculturalismo decisiones que, según sus promotores, son enfoques que no suponen adherir ni menoscabar ninguna orientación ideológica (las mías si, pero no soy francés). Además, plantea que ello no debería afectar la libertad de expresión “sin importar qué”, a lo que el columnista se hace las mismas preguntas que haría yo “cómo se define el no importa qué” y, más que eso, quien integrará la mesa de esclarecidos ideólogos que establecerán en nuestro nombre y sin consulta “ese no importa qué”.

Por ello, el columnista francés también se queja del proceso destinado a imponer la “fluidez sexual”, lo que nos lleva a la idea de incorporar la noción de tratar a los sexos sustituyendo el “ta-ta” y “to-to”, por el “te-te” (ver debates de alta escuela del Honorable Senado de la Nación argentina). Sin duda, el ta-ta es un debate de gran sustancia y absoluta prioridad cuando el planeta arde por los cuatro costados debido al Cambio Climático, a la expansión asiática, la guerra por las nuevas tecnologías y las guerras comerciales; el incierto futuro del Medio Oriente y los persistentes bolsones de pobreza.

Sin embargo, creo que Bock-Coté se equivoca al señalar que el progresismo sólo discute o tolera el debate con el espejo. Cualquiera que se haya cruzado con las innumerables variantes del progresismo internacional, sabe de memoria que donde hay tres militantes conviven seis fracciones políticas que se detestan entre sí y casi nunca respaldan sus propuestas con recetas viables para obtener el tan ansiado progreso y conducir con eficiencia las riendas del poder público. Yo no conozco ningún país conducido por progresistas que haya progresado, pero debo reconocer que sólo visité alrededor de sesenta naciones y territorios aduaneros.

Hoy ser progresista o militante de la desocupación se convirtió en una honrosa salida laboral, si ésta se compara con la situación de quienes se desloman por ganar su sustento con trabajo y pagando impuestos. Carlitos Marx llamaba a estas congestiones sociales el lumpen, nosotros podemos llamarlo la gloriosa lucha de los punteros del piquete, cuyo nivel de vida envidiamos sanamente (?), porque muchos de nosotros sólo podemos frecuentar Puerto Madero por estricta invitación y huyendo al baño a la hora de pedir la cuenta.

¿Por qué veo todo esto como la vasectomía de la libertad de prensa? Simple. Debido a que nuestra sociedad carece de un serio derecho a réplica y un periodismo capaz de entender los problemas en debate. Imagínese lector cómo va quedar mi machismo-leninismo, si se nos viene encima la modernidad francesa.

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