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Inflación y precios regulados (2º nota)

Lo que vemos por estas semanas no sorprende a nadie. Transitoriamente, los controles pueden frenar ciertas presiones sectoriales, pero no habrá incentivos para inversiones de largo plazo. Menos si se espera que tarde o temprano vuelva a acelerarse la inflación.

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Héctor Rubini 20 enero de 2020

Por Héctor Rubini Economista de la Universidad del Salvador (USAL)

La regulación de precios asume distintas formas. Las experiencias en el mundo son variadas y en todos los casos se presenta el problema del día de su abandono. Para evitar saltos abruptos y anticipados, se trata de anunciarlos sin fecha de vencimiento. Pero si las políticas macroeconómicas son incoherentes con la estabilidad de precios de bienes, servicios y activos financieros y reales, eso conduce a una creciente informalidad en el comercio interior y exterior, diversas formas de corrupción para eludir inspecciones y multas y, en el extremo, desabastecimiento permanente.

Si escasean las divisas y el tipo de cambio no deja de aumentar, es habitual la aplicación de controles de cambios y de capitales junto a controles de precios. Lo que vemos por estas semanas no sorprende a nadie. Transitoriamente puede frenar ciertas presiones sectoriales, pero no habrá incentivos para inversiones de largo plazo. Menos si se espera que tarde o temprano vuelva a acelerarse la inflación. En ese caso, tienden a postergarse decisiones de inversión. Una vez que estas ocurren, si deterioran el ingreso disponible y agudizan un escenario recesivo, resucitan la demanda social por redistribuciones populistas, y no es nada inesperado el retorno de los controles.

La experiencia posconvertibilidad de nuestro país está siguiendo más o menos ese derrotero. Controles de precios y atraso tarifario entre 2002 y 2015, con controles discrecionales al comercio interior y exterior, que fueron acompañados por un “cepo cambiario” entre noviembre de 2011 y diciembre de 2015. Luego, desde 2016, liberación cambiaria inmediata, seguida de una serie de “rodrigazos en cuotas” con políticas macroeconómicas descoordinadas. Resultado: aceleración inflacionaria y una crisis de balanza de pagos y de deuda pública, con la mayor inflación del último cuarto de siglo. La recesión y la precarización laboral agudizaron la estanflación heredada y, con dos años de empobrecimiento, se impuso electoralmente una fuerza política que inicialmente ha optado por controles de precios e ingresos.

Toda estabilidad transitoria da un tiempo más que valioso para formular un programa creíble y sostenible en el tiempo, pero también puede conducir a “dormirse en los laureles” y optar por profundizar controles.

Argumento a favor: podría abrir una “pausa” en la puja distributiva para reestructurar los pagos de la deuda pública, y luego aprobar la Ley de Presupuesto 2020, y un programa de estabilización y crecimiento definitivo. Como en otras experiencias, se imagina que pueden sostenerse muchos años, y que son un sustituto perfecto (o casi) de políticas fiscales y monetarias “duras”. La intención de reactivar el mercado interno y proteger la industria manufacturera de las importaciones apunta a preservar cierta oferta local poco competitiva frente a las importaciones, pero también justificar la necesidad de controles de precios como sustituto del ingreso de importaciones cuyo precio sea una suerte de “techo” para productores locales que soportan costos más elevados.

Los controles de precios y a las importaciones (vía licencias de importación y controles de cambio) en no pocos casos se perciben como un sustituto perfecto y sostenible en el tiempo de políticas monetarias y fiscales convencionales, potencialmente recesivas. La realidad muestra, más allá del marketing de los comunicadores oficialistas, que la “Ley de Solidaridad” aprobada marca un camino intermedio, con controles de precios e ingresos de futuro incierto, controles de cambios por 5 años y un ajuste fiscal fondomonetarista maquillado con una transitoria redistribución de ingresos que ha irritado prematuramente a la clase media (y no sólo a opositores al nuevo Gobierno).

Los supuestos implícitos son los habituales: que los controles de precios no tienen impacto real negativo, ni incuban inflación reprimida a futuro y que la emisión monetaria reactiva la economía sin efecto significativo en los precios. La prédica de que la emisión monetaria nunca y bajo ningún supuesto o circunstancia es inflacionaria es el reverso del discurso a favor de estos controles. Los mentores de tal enfoque dan por sentado que la concentración oligopólica y monopólica en los mercados de bienes y servicios es la causa fundamental de la inflación, y la generadora de inercia inflacionaria en el tiempo. Extrañamente (o no), ignoran que en el resto de la región se observan mercados de bienes tan o más concentrados por el lado de la oferta que en Argentina, pero la inflación se mantiene en un dígito desde hace años. Y sin recurrir a controles de precios, cambiarios, al comercio y al movimiento de capitales.Los controles buscan, en realidad, reactivar el mercado interno y a moderar, más bien que controlar, la inflación. De ahí el énfasis en justificar los controles como instrumento para moderar (no cortar) la inflación inercial. Sin embargo, el alcance es inevitablemente limitado. Para detener la inflación inercial se requiere suspender el traslado a precios de la inflación presente y pasada, y de otra información relevante a futuro. En breve: una reducción permanente de expectativas de inflación. Algo que en recesión se torna inviable si las políticas macroeconómicas no se perciben como coherentes con un sendero de desinflación permanente.

A mayor demora en resolver el problema de la deuda, mayor incertidumbre sobre el sendero fiscal y sobre las tasas de interés, el tipo de cambio y las demandas de futuras subas salariales.

Esto exige no sólo evitar un patrón de excesiva emisión monetaria, o déficit fiscal financiado por el BCRA para inflar la demanda agregada, sino asegurar, y hacer creíble, un sendero coherente de ajuste y reasignación de partidas de gasto público, cierto alivio tributario, limitar la emisión de dinero a lo que demanda el público y sostener cuentas fiscales no deficitarias. De lo contrario, el retorno a nuevos festivales de endeudamiento será inevitable. Y las expectativas inflacionarias volverán a resucitar. Si algo se aprendió del Plan Austral y de la Convertibilidad es que la desindexación de la economía requiere una estrategia de shock, percibida como irreversible, acompañada de políticas fiscales y monetarias no complacientes y sostenibles en el tiempo. Algo que exige un programa mucho más elaborado y complejo si el menú principal es un conjunto variado de controles de ingresos, precios de bienes terminados, semiterminados, materias primas y servicios financieros y no financieros.

Derrotar la inflación, o al menos hacerla converger a niveles bajos, no es fácil. El control de precios a lo largo de la historia ha proveído cierta calma en escenarios de aumento de la demanda de dinero local y abundancia de divisas. La realidad actual no es de exceso de demanda de pesos, sino de dólares. Si la economía se reactivará o no, y también la demanda de dinero, es algo hoy incierto, y condicionado a la rapidez y éxito en reestructurar los pagos de la deuda pública. Hasta que no se disipe la incertidumbre al respecto, los movimientos en costos y precios no controlados bien pueden exacerbar la incertidumbre y complicar la baja de la inflación y de tasas de interés que se procura alcanzar mientras se negocia la reestructuración de pagos de la deuda pública.

En ese sentido, el tiempo puede también jugar en contra: a mayor demora en resolver el problema de la deuda, mayor incertidumbre sobre el sendero fiscal y sobre las tasas de interés, el tipo de cambio y las demandas de futuras subas salariales. Toda estabilidad transitoria da un tiempo más que valioso para formular un programa creíble y sostenible en el tiempo. Pero también puede conducir a “dormirse en los laureles”, y optar por profundizar controles a riesgo de abortar la recuperación del ahorro interno, la inversión real y el crecimiento económico. Un riesgo que no debería subestimarse, en particular cuando reaparezcan las demandas sectoriales para actualizar precios e ingresos que empiecen a percibirse como injustificadamente atrasados.

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