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Pactos, acuerdos y reglas

05 noviembre de 2019

Por Pablo G. Bortz MDE-Ceed / Idaes-Unsam y Conicet

Con el fracaso económico de la gestión de Mauricio Macri y la victoria electoral de Alberto Fernández se ha instaurado nuevamente la posibilidad de avanzar hacia acuerdos que involucren a una gran parte de los actores económicos: empresarios, trabajadores, organizaciones sociales, sistema financiero, inversores externos, Estado. Algunas de estas posibilidades son más bien necesidades imperiosas. Por ejemplo, urge renegociar la deuda externa tanto con los acreedores privados como con el FMI. La idea de llegar a acuerdos, de realizar pactos, están en boca de muchos analistas y dirigentes, por ejemplo como instrumento de estabilización macroeconómica y para controlar la inflación. El monetarismo como marco teórico y marco de política antiinflacionaria fracasó. En junio de 2018 se anunciaba que el BCRA ya no financiaría más el déficit del Tesoro (un financiamiento que ya venía decayendo aceleradamente). En el lapso que siguió, la inflación acumulada fue del 75%.

Los que integran los equipos de la futura gestión Fernández entienden (correctamente) a la inflación como un problema de reclamos distributivos alimentados por shocks de costos (dólar, tarifas, energía, precio de commodities, etcétera). Dentro de ese marco teórico, se deja vislumbrar la búsqueda de realizar acuerdos entre los distintos sectores, particularmente apuntando al empresariado industrial y a los trabajadores. Abundan en la Historia los acuerdos sociales como un elemento más dentro de un programa de estabilización, aunque no muchos de ellos resultaron exitosos.

Muchos arguyen que estos esquemas funcionan si al mismo tiempo “se ordena la casa”, por lo cual se entiende reducir el déficit fiscal y mantener un tipo de cambio real depreciado. El primero de esos factores requerirá según sus defensores una reforma jubilatoria que reduzca el peso de la seguridad social en el Presupuesto público. Ellos mismos empujan también una “ley de responsabilidad fiscal” que sancione una regla fiscal de resultado presupuestario equilibrado. Para mantener un Tipo de Cambio Real (TCR) depreciado (cualquiera sea la vara con la que se mida) se impulsa una reforma laboral que flexibilice y reduzca los derechos de los trabajadores, capaz siguiendo el ejemplo de Brasil. Se admite de suyo que las devaluaciones nominales ya no ejercen la influencia positiva sobre la performance comercial que se le atribuía en tiempos recientes.

Pero esa pérdida de influencia se debe a que los costos laborales rápidamente se ajustan a la devaluación, por lo que la ganancia de competitividad es meramente temporaria. Se requiere por ello reducir los salarios reales. Se afirma también que esa reforma laboral llevará a un crecimiento de la productividad por mejoras organizacionales, aunque la evidencia a favor de esta hipótesis no es robusta.

Lo que es indiscutiblemente favorable para la productividad, es la inversión. Y este factor está prácticamente ausente de las ideas y planteos, salvo en lo que se refiere a aumentar la inversión privada en Vaca Muerta. Por lo demás, se espera que “poner la casa en orden” genere una “mayor confianza” en el empresariado, y que la flexibilización laboral genere una mayor rentabilidad. Lo segundo es factible, pero como hemos visto si no hay ventas, no hay rentabilidad que vaya a compensar el desincentivo a invertir, aún en el muy improbable caso de que exista tal rentabilidad sin ventas.

Por eso es que este humilde artículo propone adoptar una visión más amplia para los acuerdos, pactos y reglas. Una visión que, además del tradicional uso de los acuerdos dentro de un programa de estabilización de la inflación, mire más allá. El énfasis en este marco debe estar puesto en incrementar la productividad, algo factible en el corto y en el mediano plazo. Y para ello el Estado también debe ocupar un lugar en esa mesa de negociación entre sindicatos y trabajadores. Los instrumentos que tiene para intervenir y ayudar a una conciliación son tanto tributarios como de gasto. Al fin y al cabo, esto es lo que hace a una adecuada política de ingreso.

En cuanto a los instrumentos tributarios, es importante explorar el uso de las alícuotas del impuesto a la ganancia como “zanahoria” para alinear reclamos salariales. De igual modo, beneficios impositivos más finos (como amortizaciones aceleradas por inversiones, o tributación diferenciada de ganancias retenidas y beneficios distribuidos) pueden ser instrumentos adecuados para reducir la presión impositiva.

En cuanto al gasto público, los indicadores de pobreza que deja la gestión Macri torna imperiosa la necesidad de un programa fiscal de ataque frontal al hambre y la exclusión. Pero no se agota allí el margen de acción del Estado en el contexto de un acuerdo o pacto social. El mismo debería incluir pautas de inversión pública, un elemento olvidado por el actual Gobierno, más allá de destacar “los 500 km de rutas que hicimos” o “expandir la red de cloacas” (a un ritmo menor que en el kirchnerismo, según propios datos oficiales). Esta inversión pública se traducirá directa e indirectamente en nuevos puestos de trabajo. Impulsar niveles altos de empleo debería ser una prioridad de la próxima gestión, y la inversión pública es uno de los más beneficiosos caminos para ese objetivo.

En verdad, el Gobierno de Macri retrotrajo (o directamente desmanteló) proyectos muy auspiciosos para el desarrollo económico. El ejemplo más claro es el caso de Arsat, que vio disminuida notoriamente su gasto en capital.

Pero abundan los casos en los que se repite el mismo patrón. La gestión de Fernández tiene la oportunidad de revertir esa lamentable política, e impulsar de verdad la inversión pública con un criterio orientado al desarrollo con una visión sustentable. Es importante que los proyectos a encarar tengan un criterio de sustentabilidad ambiental acorde a los desafíos que impone no solo el cambio climático, sino la propia respuesta de política de los países centrales.

Surge en este punto la cuestión del financiamiento de esta inversión pública. Cabe señalar, en primer lugar, que ninguna de las propuestas de “responsabilidad fiscal” asigna un rol importante a la inversión pública, más allá de un mero rol “anticíclico” (compartido con el gasto corriente). Ese enfoque ignora el rol catalizador de la inversión pública, que genera un efecto “crowding-in” en la inversión privada, lo cual le asegura sustentabilidad al mayor gasto público. Pero yendo más allá de este factor, la inversión pública puede cumplir un rol adicional, vinculado al relajamiento de la restricción externa tanto por el lado “real” (mejora de la productividad, la competitividad, el perfil exportador, etcétera) como por el lado financiero.

La propuesta mía requiere como paso lógico inicial una renegociación beneficiosa de la deuda pública contraída durante el macrismo. Una vez resuelta esa (difícil) tarea, pongo a consideración en tal sentido una regla fiscal verdaderamente adecuada a las características de economías subdesarrolladas como la de Argentina, y con dependencia del financiamiento externo en moneda dura.

Esta regla tiene dos caras. La primera es atar justamente el endeudamiento en moneda extranjera a la inversión pública. El Gobierno de Macri ignoró los incontables episodios de crisis externa generados por endeudamiento (tanto público como privado) en moneda dura. El endeudamiento en dólares (US$ 64.000 millones en el mercado internacional en apenas dos años, sólo contando al Estado Nacional) fue a cubrir gastos corrientes en pesos. Una reforma fiscal debería permitir únicamente el endeudamiento en dólares si es destinado para gastos de capital. Los controles de capital deberán ser mantenidos, sea en esta o en otra versión, a fin de disminuir la demanda de dólares para fuga de capitales. El Estado también debería asumir la responsabilidad de generar instrumentos financieros que atraigan a los ahorristas en términos de riesgos y rentabilidades, por ejemplo a través de activos “dollar-linked”, o indexados a la inflación.

La segunda cara de esta regla tiene que ver con la muy probable demanda adicional de dólares que genere indirectamente esa propia inversión pública, por su impacto en el ingreso, en la inversión privada y en las importaciones. Hasta lograr cambiar el perfil comercial y competitivo del país, es probable que haya un deterioro del saldo comercial ante medidas que estimulen la economía. Para ello, la propuesta es que el Gobierno aumente la inversión pública, lo que requiere aumentar el endeudamiento.

La sostenibilidad de esa regla está dada por la tasa de crecimiento de la inversión, el efecto multiplicador y acelerador que genere en la actividad económica (y en las importaciones), por la tasa de interés, y adicionalmente por la mejora (en el mediano plazo) del cociente entre las elasticidades ingreso de exportaciones e importaciones. Este último factor es parte esencial de mi argumento.

Si consideramos adicionalmente los efectos positivos del crecimiento sobre la productividad (el llamado efecto Kaldor-Verdoorn, con numerosa evidencia y nuevamente en boga en el debate internacional), se solidifica la idea que ve a la inversión pública como motor esencial del desarrollo económico sustentable. Más allá del mero rol estabilizador de corto plazo, es esta clase de pactos la que verdaderamente “ordena la casa” y sienta las vigas y columnas para una expansión inclusiva y sostenible.

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