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La macroeconomía y el pacto social

19 noviembre de 2019

Por Pablo Mira Docente e investigador de la UBA

En las últimas semanas se ha ido confirmando como política primaria para trabajar sobre la recuperación la firma de un pacto social. Ese acuerdo presuntamente involucraría a sindicatos, empresarios y otros formadores de precios con el objetivo de lograr una suerte de “tregua” en la nominalidad de la economía.

Por supuesto, todo consenso social y político es en sí mismo un objetivo deseable, pero quiero repasar aquí sus potenciales efectos sobre la macroeconomía de corto plazo. En principio, el pacto tiene por objeto suavizar la inercia inflacionaria inducida por los cambios permanentes en los precios relativos, y al mismo tiempo permitir una recuperación de la actividad económica y el salario real. Si el propósito es evitar que nuevas modificaciones en los precios relativos perjudiquen a los grupos más vulnerables de la sociedad (pobres, jubilados que cobran la mínima, asalariados informales), se trata de una acción positiva.

Lo que no debemos esperar es que este pacto constituya la solución de los dilemas de corto plazo que enfrenta el país. ¿Por qué? Porque los beneficios económicos y sociales que trae la estabilización suelen ser sobreestimados en el corto plazo, y subestimados en el mediano plazo. La inflación es perjudicial, pero su mayor daño en lo inmediato no se debe a la mera suba de las variables nominales de la economía, sino a los saltos bruscos en los precios relativos.

Los acuerdos deberían crear las expectativas justas respecto de su impacto para no crear esperanzas vanas. Argentina está repleta de acuerdos frustrados, y quizás no convenga apostar todo el capital político inicial a un objetivo con resultados que serán tardíos en el mejor de los casos.

Estos saltos se producen no como consecuencia de la inercia inflacionaria misma, sino por hechos externos a ella, siendo el más obvio el de la devaluación. Las devaluaciones súbitas no tienen que ver con la inflación, sino con la falta de dólares y/o la desconfianza repentina sobre la disponibilidad de divisas. Estos problemas no se resuelven en el corto plazo con un acuerdo. En lo inmediato, un pacto de estabilidad no produce una mejora del salario sostenida siendo que, por definición, ese precio forma parte del acuerdo. Queda la posibilidad de ajustar esos salarios reales por productividad si la actividad se recupera, pero esas mejoras serían lentas, casi imperceptibles en un contexto todavía de inflación elevada. El ordenamiento nominal es una condición importante para no sufrir nuevas crisis en el mediano plazo. Por ejemplo, la estabilidad podría contribuir a recuperar la inversión local, y gracias a esto mejorar el empleo y luego los salarios.

Quizás algunos siguen soñando con que un país estable atrae inversiones internacionales y nos llena de dólares. Pero, de nuevo, este es un camino largo y/o demasiado utópico para lidiar con una situación que requiere medidas de impacto inmediato.

Otro potencial beneficio de la estabilidad sería recuperar la competitividad como herramienta de política económica. Si se logra un tipo de cambio real elevado y estimular algunas exportaciones, podría diferirse la restricción externa. Pero, otra vez, hasta que esto suceda la economía puede encontrarse con dilemas insolubles en el corto plazo.

Teniendo en cuenta los tiempos disponibles, estos acuerdos deberían crear las expectativas justas respecto de su impacto y relevancia, para no crear esperanzas vanas. La historia argentina está repleta de acuerdos frustrados, y quizás no convenga apostar todo el capital político de un nuevo gobierno a un objetivo con resultados que serán tardíos en el mejor de los casos.

¿Qué es lo más urgente, entonces? No cabe duda de que debe ponerse el máximo esfuerzo en reconsiderar la situación de la deuda externa. Aquí tampoco hay demasiadas balas para gastar. Si se logran negociar los términos que permitan una recuperación inmediata y sostenida por algunos años de la economía, esto permitiría sentar las bases del respeto de las obligaciones futuras. Si en cambio se privilegian las soluciones amigables de corto plazo, o las alternativas impagables que hipotecan el futuro como las diseñadas en el bienio 2000/2001, entonces la economía reaccionará con una aceleración nominal que podría depositarnos en un régimen de alta inflación. Un régimen que, recordemos, se comió crudo en apenas tres meses al acuerdo social y económico de 1988, conocido como Plan Primavera.

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