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Un serio error geopolítico del presidente Donald Trump

Atilio Molteni 21 octubre de 2019

Por Atilio Molteni Embajador

Estados Unidos acaba de hacer lo necesario para perder la brújula y el poder de decisión en una de las zonas más calientes y estratégicas del planeta. El pasado 6 de octubre, después de una conversación entre los presidentes Donald Trump y Recep Tayyip Erdogan de Turquía, el primero de ellos anunció sin más trámite el retiro de las tropas especiales y de apoyo a la lucha contra el terrorismo que se hallaban estacionadas en el noreste de Siria. Al aceptar sin un detallado análisis y reflexión los objetivos geopolíticos de su peculiar aliado turco, Trump no reparó en las dramáticas consecuencias de esa opción, ni tomó en cuenta las advertencias de sus asesores y de la Secretaría de Defensa de su país. Simplemente abandonó a su suerte a los curdos sirios que cooperaron con las fuerzas estadounidenses desde 2014 en la lucha encaminada a derrotar a los salvajes terroristas del Estado o Emirato Islámico (EI). A la hora de optar, el Jefe de la Casa Blanca ignoró su gran efectividad y sacrificio, la pérdida de 11.000 de sus soldados en la pelea por controlar la región que habían ocupado esos jihadistas en Siria y el vacío que dejarán cuando dejen de atender la vigilancia de los terroristas apresados.

La decisión de Trump también dejó con la boca abierta a sus aliados. Tanto los países europeos que venían dando apoyo a esas acciones, como los gobiernos de Israel y Arabia Saudita tenían claro que darle carta blanca al presidente turco en sus acciones contra los curdos, suponía el serio menoscabo del liderazgo estadounidense en esa parte del planeta, consolidar el peligroso régimen del sirio Bashar Al-Assad y facilitar la asertiva presencia de Irán y Rusia en la región.

El gobierno de Teherán invirtió muchos millones de dólares en apoyo del régimen de Damasco y desplegó alrededor de 60.000 mercenarios en la zona. Moscú impidió la aprobación de acciones concertadas en el Consejo de Seguridad de la ONU y otorgó visible asistencia militar (apoyo aéreo y 5.000 soldados) para proteger las bases aéreas y el puerto de Tartus.

Por su parte, el autocrático Erdogan, quien llegó al poder en 2003 como Primer Ministro, pugna por revisar ahora las nociones que llevaron a olvidar la intención de combinar en Turquía la tradición imperial de los antiguos sultanes y los reflejos que instaló el general Ataturk, el que desde principios del Siglo XX se propuso generar con mano fuerte un país moderno, laico y dispuesto a integrarse con las naciones de Europa. El actual proyecto político de Erdogan se destaca por la inserción de componentes nacionalistas, conservadores e islámicos concebidos para neutralizar a las fuerzas disidentes y acallar el normal ejercicio de la libertad de prensa en el país. Tal conducta lo distanció de sus aliados occidentales y congeló sine die la vieja aspiración turca de ingresar a la Unión Europea (UE).

Las relaciones con Estados Unidos no son menos ríspidas. A pesar de su condición de país Miembro de la OTAN y de que Washington mantiene la presencia de bases en Turquía como Incirlik, en el sur del país, donde operan aviones con capacidad nuclear, el diálogo es difícil y plagado de inquietantes silencios. Ese escenario fue evidente cuando el gobierno de Ankara decidió comprar el sistema ruso antiaéreo S-400, lo que dio lugar a que Estados Unidos le aplicara estratégicas represalias y cancelara de inmediato la entrega de nuevos aviones de combate F-35.

La nueva decisión de Trump sólo se inspiró en el objetivo de llevar a la práctica el deseo de terminar de golpe con cualquier presencia militar estadounidense en Medio Oriente que no tenga consenso explícito y voluntario de los gobiernos locales. La idea u objetivo es traer a casa los saldados, a pesar de que la situación en Siria no es equivalente a la intervención en Afganistán ni a la guerra unilateral que se llevó a cabo en Iraq (2003).

El caso hoy en debate significó luz verde para que tres días después del diálogo telefónico presidencial, el gobierno de Turquía comenzara una ofensiva sobre el noreste de Siria, enfrentando en esa operación a las Fuerzas Democráticas Sirias (SDF), cuyo núcleo recibe la asistencia de las milicias kurdas de las Fuerzas de Protección del Pueblo (YPG). Para Erdogan, tales fuerzas están ligadas al Partido de los Trabajadores de Turquestán (PKK), que considera un grupo terrorista (y separatista), calificación reconocida por los Estados Unidos desde 1997. Pero la guerra civil en Siria y la fuerte consolidación del EI en esa área del mundo, dio lugar a una nueva situación estratégica cuando Barack Obama organizó una coalición internacional para vencer semejante atropello y derrotar al pretendido Califato que se instaló en la región por la fuerza, movida que recibió el respaldo de los curdos.

Ese grupo nunca logró establecer un Estado propio como resultado de las negociaciones posteriores a la Primera Guerra Mundial, lo que explica que sus pobladores se repartieran por Siria, Irán, Irak y Turquía. En ese último país, la población curda representa el 20% del total de sus habitantes.

Tras el fracaso de las conversaciones de paz entre el PKK y el Gobierno turco realizadas en 2015, aumentó la confrontación interna. Semejante escenario, acicateado por el terrorismo curdo, hizo que Erdogan restableciera la balanza de poder apelando a medidas enérgicas. Una de sus preocupaciones básicas es la virtual conexión del poder territorial que alcanzaron los kurdos sirios con los kurdos turcos, en una extensa zona que ellos llaman Rojaba, la que para el presidente turco supone un corredor terrorista.

Por ese motivo, las acciones del ejército de Ankara y las milicias sirias que le son adictas, intentan establecer una zona de seguridad de 32 kilómetros a lo largo de la frontera hasta Irak, franja que también podría ser el principio de una acción militar mayor y una presencia permanente en el noreste de Siria. A su vez, el propósito turco sería radicar allí a un millón de los 3,6 millones de refugiados sirios que se encuentran en ese país, lo que en la práctica significa el desplazamiento de los kurdos, pues allí están sus ciudades más importantes.

Esta decisión, anunciada desde hace tiempo por Ankara, implicó abrir un nuevo frente en la guerra civil de Siria, que ya lleva ocho años, generó más de 500.000 víctimas y millones de refugiados internos e internacionales, hecho que no impidió la consolidación del régimen de Al-Assad con los apoyos de Irán y Rusia. Ahora tal tendencia se beneficia del simultáneo ataque turco y el retiro estadounidense, un escenario que indujo a los kurdos a pedir auxilio al régimen de Damasco.

Hasta la decisión de Trump, las tropas y medios aéreos de Estados Unidos desempeñaban el papel de una fuerza estabilizadora. En diciembre de 2018, la Casa Blanca había anticipado que retiraría de Siria a sus 2.000 soldados, decisión que motivó la renuncia del entonces Secretario de Defensa, General, James Mattis. Pero ese retiro terminó por ser parcial, ya que los gobiernos de Washington y Ankara no lograron coordinar un adecuado mecanismo de seguridad. Erdogan pretendía definir quien estaría a cargo de las patrullas y cuáles serían las consecuencias de la situación en el terreno, debido a que el EI nunca dejó de ser un peligro real.

La retirada improvisada de las tropas norteamericanas decidida por Trump motivó severas críticas de los congresistas al asentimiento otorgado, pues había motivos para estimar un agravamiento de la situación regional, en un ambiente muy enrarecido y de conflicto debido al inicio del juicio político que en la actualidad se gestiona en la Cámara de Representantes.

La reacción de Trump consistió en acudir nuevamente al uso de sus tuits en los que, después de calificar a la ofensiva turca como una mala idea, amenazó con destruir la economía de ese país con graves sanciones si su gobierno violaba los principios humanitarios de las minorías y la sociedad civil. Esa vía no tuvo éxito. El 16 de octubre la Cámara de Representantes adoptó una resolución condenatoria del retiro de las tropas, la que concitó el apoyo de los 250 legisladores demócratas y 129 legisladores republicanos. Sólo 60 votaron en contra de esta decisión, lo que aisló sin vueltas a la Casa Blanca. Además, Trump enfrentó duramente a la líder demócrata Nancy Pelosi y sostuvo que los curdos “no eran ángeles y podían defenderse por sí solos”.

Paralelamente envió con urgencia a Turquía al vicepresidente Mike Pence, quien el 17 de octubre negoció con Erdogan una presencia militar de ese país en el noreste de Siria a cambio de un cese del fuego de cinco días y el levantamiento de las sanciones estadounidenses (que los turcos interpretaron de inmediato sólo como una pausa en las operaciones). Los observadores creen que Ankara obtuvo todo lo que quería.

Uno de los problemas urgentes de la comunidad internacional es determinar quién se ocupará del control de los campos de prisioneros jihadistas (unos 11,000, de los que 2.000 proceden de distintos países y junto con sus familias son 70.000 personas), tarea que en la actualidad cumplen las fuerzas kurdas. Esa responsabilidad experimentó un gran deterioro, por cuanto los custodios deben ahora enfrentar a un nuevo enemigo y muchos optaron por dejar sus puestos. Todos los participantes saben que, si bien el califato territorial de EI fue derrotado, ese proyecto terrorista no está completamente disuelto. Esta precipitada reagrupación de fuerzas supone un riesgo ofensivo y altamente peligroso. Nadie, siquiera Trump, puede olvidar el punto.

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