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Un falso debate entre globalistas y nacionalistas paraliza a la ONU

Atilio Molteni 07 octubre de 2019

Por Atilio Molteni Embajador

No hace falta ser un gran líder político para saber que los problemas globales requieren soluciones globales. Sólo quienes viven en extremo nivel de desconexión con el planeta son incapaces de entender que el manejo de la compleja maquinaria de la paz, devolver racionalidad a la administración del clima, habilitar el desarrollo sostenible y revertir los agobiantes problemas del hambre y las enfermedades, devienen en problemas solubles o controlables cuando los principales gobernantes miran el podio de la Asamblea General de las Naciones Unidas con la idea de modernizar y agilizar la cooperación en el sistema multilateral. Esto no se consigue proponiendo una suicida ceremonia fúnebre. Afirmar que los verdaderos patriotas son los que se dedican a aplicar todas sus energías a estar por encima del resto, es un comentario que no merece ser dignificado con una réplica ni una seria discusión. En el Siglo XX la humanidad pagó el altísimo costo de dos guerras calientes y una guerra fría para aprender que el conflicto únicamente genera más conflicto, destrucción y miseria. En consecuencia alentar o participar en la subyacente y artificial guerra entre globalistas y nacionalistas, es un salto al abismo.

El pasado martes 24 de septiembre comenzó el debate anual de la Asamblea General de la ONU de la peor manera: con los jefes de Estado y de Gobierno trayendo sus respectivos debates caseros a la tribuna multilateral. O exportando a Nueva York lo que debería discutirse y resolverse de manera constructiva en la OMC.

Si observamos lo ocurrido en los últimos meses, podemos concluir que las Naciones Unidas se limitaron a mirar impávidas, con miedo y perturbadora negligencia, crisis de inéditas dimensiones como las ocurridas en Afganistán, Cachemira, Irán, Libia, Siria, Venezuela, Sudán, Yemen y Myanmar. El problema es claro. Está fallando o faltando una mínima capacidad de lograr decisiones positivas en el marco del Consejo de Seguridad, donde el consenso entre sus miembros permanentes, China, Francia, la Federación Rusa, Reino Unido y Estados Unidos, los países con el derecho y poder de veto ya resulta difícil, o es virtualmente imposible. Cuando las potencias no tienen una visión reconocible de sus objetivos o intereses geopolíticos, porque compiten en lugar de negociar y buscar tratos sectoriales o globales entre sí, o cuando protegen a sus aliados, el debate se torna en un diálogo de sordos. En estos días siquiera se puede llegar a la votación. La sola amenaza de veto paraliza el accionar de los miembros no permanentes y del Secretario General ante el aludido consejo, quienes archivan los proyectos de resolución cuando toman conocimiento de que una de esas potencias está dispuesta a utilizarlo como bolilla negra.

No obstante ese mar de fondo, la Asamblea General sigue generando en la mayoría de los casi 200 países miembros y observadores de la Organización, un clima favorable y apetencia por volcar energías a resolver las crisis existentes. Flota en el aire una creencia casi religiosa en el Preámbulo de la ONU, un mecanismo político creado para preservar a las generaciones venideras del flagelo de la guerra. Y si bien nadie olvida las enormes dificultades que circundan a cada problema, los gobernantes terminan por darse cuenta que evocar el caos y el conflicto al registrar las grandes tensiones internacionales que cubren todos los continentes, equivale a un suicidio colectivo.

Semejante realidad sugiere que el mundo multipolar debe encontrar un nuevo mecanismo de consenso. La falta de monopolio en el liderazgo, no genera apetito por la anarquía. Esas sensaciones estuvieron presentes ante el discurso del Jefe de la Casa Blanca quien, al pronunciar un mensaje fuertemente nacionalista y atacar en la casa matriz del multilateralismo a los “globalistas”, alegando que el futuro pertenece a los patriotas y a las naciones soberanas e independientes, se topó con la peor respuesta: el silencio y la preocupación colectiva.

El orden internacional que encabeza la ONU y sus 16 organizaciones especializadas (como el FMI y el Banco Mundial), tiene la capacidad de convocar el interés de unas 7.000 organizaciones internacionales de diverso carácter, además de estructuras de diálogo importantísimas de cooperación y diálogo, como los Grupos identificados con las siglas G7, G20 y los BRICS, más alrededor de 63.000 organizaciones no gubernamentales (ONG), que contribuyen a crear impulsos determinantes al transmitir los intereses y las aspiraciones directas de los pueblos del planeta. Pero la ONU retiene el papel medular, ya que en ella descansa la capacidad de orientar las relaciones internacionales y condicionar el uso de la fuerza entre los Estados.

Los historiadores coinciden en que el Siglo XIX fue la etapa en que se desarrolló el sistema de alianzas que generó el concepto del balance de poder del siglo siguiente. Tal enfoque organizativo permitió administrar los conflictos entre las potencias europeas hasta esas reglas perdieron actualidad y su fracaso hizo estallar la Primera Guerra Mundial. El posterior y gigantesco trauma indujo a crear la Sociedad de la Naciones, cuya criatura central fue el concepto de seguridad colectiva, un enfoque de imperfectas características que no fue de gran utilidad para amortiguar y evitar los conflictos que llevaron a la segunda conflagración mundial. Entre ellos, el primer brote de mercantilismo que nació en Estados Unidos, con la enmienda Smoot-Hawley, abuela y madre del actual América First de Donald Trump.

Con esos antecedentes se forjó la ONU. Su llegada nació bajo la presunción de que la mayoría de las disputas llegarían y encontrarían respuesta en las decisiones del Consejo de Seguridad salvo, obviamente, las que tuvieran entre sus protagonistas a los cinco miembros permanentes, pues se entendió que un foro de esas características no tendría poder real cuando estuvieran implicados los Estados más poderosos de la tierra. Aun en ese trance, la utilización de la fuerza resulta autorizada cuando se ejerce en legítima defensa individual o colectiva (por ejemplo, a través de la OTAN), pues el artículo 51 de la Carta de la ONU considera al mismo como inmanente derecho en caso de un ataque armado hasta que el Consejo consiga adoptar las medidas necesarias para mantener la paz y la seguridad internacional (como fue la Cuestión Malvinas en 1982). En ese órgano también radica la segunda opción, que permite el uso legal de la fuerza conforme al Capítulo VII de la Carta, donde se regulan las medidas coercitivas en los casos de amenazas a la paz, quebrantamiento de la paz o un acto de agresión.

Esas definiciones tienen muchas aristas. Por ejemplo, cómo definir qué constituye legítima defensa o un ataque armado. Además, ese derecho se relaciona con el artículo 2, inciso 7 de la Carta de la ONU que establece el principio de que no existe autorización para intervenir en los asuntos que son esencialmente de la jurisdicción interna de los Estados. Desde la Paz de Westfalia, tal principio se convirtió en la piedra angular del orden internacional.

No obstante lo anterior, la observancia de ese enfoque también fue imperfecto, pues los Estados utilizan un sinfín de argumentos y mañas intelectuales para intervenir en la vida de otros Estados. Por ejemplo, la legítima defensa contra un ataque inminente, (como ocurrió cuando Nasser bloqueó el Estrecho de Tiran, y originó otras tensiones que llevaron a Israel a iniciar el 5 de junio de 1967 la guerra llamada “de los Seis Días”, donde éste último país venció a sus vecinos árabes), o la denominada contraintervención, que tiene lugar cuando se ejerce para impedir que un Estado rival pueda consolidarse en un tercer país, o al alegarse la necesidad de proteger a sus nacionales (argumento utilizado por Rusia en febrero de 2014, para justificar la ocupación de la península de Crimea y en los enfrentamientos que sobrevinieron en el este y sur de Ucrania).

Por otra parte, la denominada intervención humanitaria tiende a justificar la utilización de la fuerza más allá de la legítima defensa, especialmente después de que Estados Unidos devino en la única superpotencia militar del planeta, pues la esgrimió en varias crisis como las del norte de Irak (en el período posterior a la invasión a Kuwait donde se utilizó la legítima defensa colectiva) y antes de que Washington invocara en 2003 el concepto “de guerra preventiva” contra Saddam Hussein.

Otros casos de intervenciones individuales o colectivas tuvieron lugar en relación con operaciones de mantenimiento de la paz, con consecuencias muy diversas: en 1993 en Somalia; en 1995, en Bosnia y, en 1999, en Kosovo. Para corregir sus imperfecciones y dar legitimidad a estas acciones se desarrolló el concepto de la Responsabilidad de Proteger, que constituyó un consenso internacional orientado a resguardar la seguridad de los ciudadanos de un Estado, cuando su propio Gobierno los ataca en circunstancias muy específicas, como en los casos de genocidio o crímenes de guerra.

La ONU tampoco estuvo libre de notables fracasos como el de Ruanda en 1994, o en Siria a partir de 2011. En ambos casos las acciones militares o bélicas generaron miles de muertos. Ello obliga a recordar que la comunidad internacional no está sujeta a un gobierno global y sus posibilidades de actuar están condicionadas por tal escenario y por el poder relativo de los Estados, escenarios donde los actores chocan con la realidad del poder y con los propósitos y principios de la Carta de la ONU (concebidos con gran idealismo). Y por supuesto, con los respectivos mandatos de sus órganos políticos.

La opción de sus Estados miembros y, especialmente, la de un país como Argentina, que a través de los años se integró a las reglas de la ONU como una referencia central de su política exterior, es tener en cuenta el pensamiento de Dag Hammarskjold. El sostenía que la ONU es el escenario donde se desarrolla una constante lucha para superar las diferencias entre las aspiraciones y los resultados, pues en eso consiste la diferencia entre la civilización y el caos.

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