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Sin credibilidad, no habrá estabilidad

Héctor Rubini 23 septiembre de 2019

Por Héctor Rubini USAL

Preservar cierta estabilidad de precios y del tipo de cambio hasta el próximo 10 de diciembre. El cambio del titular de Hacienda oxigenó las relaciones con la plaza financiera y economistas no oficialistas, pero la desconfianza no cedió. Frente a la salida de dólares y el fracaso de la licitación de Letes en dólares en la última semana de agosto, no quedaban muchas salidas: a) un salto del tipo de cambio a no menos de $70 para “domar” las fieras en el mercado financiero por unos días, a riesgo de acelerar la huida de pesos a dólares y bienes, b) una estampida de tasas de interés que hubiera exacerbado la recesión y la ira contra el Gobierno, c) controles vía cantidades, para intentar calmar expectativas.

La elección fue esta última. Opción riesgosa, altamente dependiente del tipo, timing y forma de controles cuantitativos que se apliquen. Primero se incurrió en el default interno con las letras de corto plazo. Esto se acompañó por la promesa de un proyecto de ley para “reperfilar” vencimientos de la deuda. Proyecto que en realidad es para una reestructuración impulsada por el Estado y cuya redacción deja abierta la sospecha de abrir paso a un futuro impago unilateral, o luego de un esquema de canje impuesto por el Gobierno más que negociado con los bonistas.

La crisis de liquidez provocada por el default de las Letes aceleró el retiro de depósitos en dólares y la pérdida de reservas del BCRA y el 1° de septiembre el Gobierno anunció un régimen de control de cambios. Básicamente reinstauró la exigencia de liquidar divisas en el país y aplica restricciones mensuales a las compras de divisas a personas jurídicas. Sin embargo, en sus primeras tres semanas el nuevo marco regulatorio generó situaciones conflictivas al bloquear el pago de deudas con no residentes, resucitó mercados paralelos de divisas, y complicado el acceso a divisas para operaciones inmobiliarias y a prefinanciaciones de exportaciones.

Estos controles y el default de la deuda no estaban previstos en el acuerdo con el FMI. Tampoco el cambio del pasado 18 de septiembre de la meta de crecimiento de la base monetaria desde crecimiento desestacionalizado cero a una meta de crecimiento del stock de base monetaria (sin desestacionalizar) de 2,5% mensual en septiembre y octubre.

Para septiembre, el BCRA computa 2,5% a partir de la meta de julio-agosto, y así cerrar septiembre con una base monetaria de $1,377 billón. Significaría pasar de la contracción de base monetaria en el mes de poco más de $22.900 millones hasta el 17 de septiembre a una expansión a razón de algo más de $8.250 millones por día desde el 18 y hasta fin de mes. Sin embargo, desde el 9 de septiembre el BCRA captó fondos vía pases con entidades bancarias y desde el 17 de septiembre aumentó la absorción de pesos de fondos comunes de inversión a 24 horas. Claramente se trata de preservar la liquidez de fondos para evitar posiciones en títulos con riesgo de default o “reperfilamiento”.

En el corto plazo el BCRA está tratando de estabilizar la demanda de pesos y detener la caída de los depósitos de ahorros y de las reservas internacionales. Sin embargo, las reservas internacionales y los depósitos privados en dólares siguen cayendo. ¿Qué indica esto? Expectativas de aumento del tipo de cambio, como se ha reflejado hasta ahora en la brecha entre las cotizaciones paralelas y la de referencia del BCRA.

Una vez instaurado el control de cambios, el reperfilamiento de la deuda y el default de las Letes son redundantes. Mover tasas de interés y base monetaria todos los días no garantiza estabilidad de tipo de cambio de modo creíble, aun con bloqueo al libre movimiento de capitales. Además, los recurrentes subsidios al consumo, luego eliminados sin preaviso, como el efímero congelamiento del precio de los combustibles, tornan menos creíble la estrategia oficial.

De todas formas, si bien la crisis posterior a las PASO dio lugar a ese giro hacia el “kirchnerismo cambiario”, no es sino un episodio más en una línea de variantes con flotación administrada desde enero de 2002, luego con metas inflacionarias nada creíbles entre 2016 y 2018.

Nada de nuevo ni, menos aún un “cambio”. Una repetición, con sus más y sus menos, en casi dos décadas de la excesiva confianza en unos pocos indicadores monetarios y en los ingresos de capitales especulativos de corto plazo para sostener el consumo interno, los salarios reales y una endeble “estabilidad” atrasando el tipo de cambio, las tarifas o algún otro precio clave.

La contrapartida: endeudamiento interno y externo del Tesoro y aumento de la deuda del BCRA con intermediarios financieros y no financieros (caso de los Fondos Comunes), hasta niveles insostenibles, colapso cambiario luego del retiro de fondos del exterior, aceleración inflacionaria y riesgo de una corrida triple: de depósitos contra la moneda local y contra la deuda pública. Y al final de la historia, lo que ya vimos en la alta hiperinflación de los '80: destrucción de empresas y vacantes laborales, mayor pobreza y conflictividad política.

La transición hasta el 10 de diciembre difícilmente muestre un aumento sustancial de la actividad o la demanda de pesos. La manera de lograrlo hubiera sido la adopción de una regla clara, creíble y en línea con las restricciones al “trilema” de economías abiertas analizadas en esta columna la semana pasada. Las decisiones tomadas por el Gobierno luego del 11 de agosto procuran calmar reclamos sectoriales, pero al igual que la ya exasperante ambigüedad de Alberto Fernández contribuyen a cualquier cosa menos a dar un marco de referencia al sector privado para tomar decisiones.

El nuevo Gobierno enfrentará el desafío de generar expectativas positivas desde el primer momento. Dependerá de la calidad de su equipo, los programas que aplique en los críticos “primeros cien días” y la credibilidad que genere en los mismos. Si no lo logra, enfrentará una nueva crisis económica, y probablemente política, y mucho antes de las elecciones de medio término de 2021.

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