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Los exabruptos de Bolsonaro y la realidad del cambio climático

10 septiembre de 2019

Por Jorge Riaboi Diplomático y periodista

Los conflictos ambientales y climáticos tienden a incorporar la vieja tesis del tango Cambalache, aquella que describe la tendencia a colocar la Biblia junto al calefón. Por ello no extraña que la comunidad internacional aún se pregunte qué mensaje intentó lanzar el presidente de Brasil, Jair Bolsonaro, cuando días atrás ofendió, con giros trogloditas y de escasa altura, al presidente francés, Emmanuel Macron, a su esposa y a la expresidenta de Chile, Michelle Bachelet.

Si bien tampoco soy un fanático del proteccionismo europeo, ni de la convicción que lleva a muchos de sus líderes a exportar una visión amañada y paternalista de las prioridades globales, jamás condonaría el destrato, la humillación de familiares o el desconocimiento de los límites que imponen las reglas del diálogo y la negociación internacional. La presidencia de un país consiste en buscar el consenso provechoso, no en forjar inexplicables disensos. Sobre todo ante la necesidad de ser la voz de una Nación fuerte, que ostenta el privilegio de contar con una Cancillería que abrevó en las enseñanzas de José María Da Silva Paranhos (Jr), el barón de Río Branco, pionero de una de las mejores escuelas del pensamiento racional y positivo.

También me parece que ningún asesor oficial sensato incitaría a renegar de un Acuerdo que no da pie para interferir en las decisiones soberanas de sus miembros, siquiera al registrarse enfoques que conduzcan a una catástrofe ambiental y climática de incalculable magnitud. Si algo le falta al Acuerdo de París, es hallar la ruta para concretar su nivel de ambición (aumento no mayor al 1,5% en el nivel de emisiones) y apropiadas reglas vinculantes, ya que cualquier negociador sabe que tales instrumentos sólo crean obligaciones referenciales, no fórmulas preestablecidas. Las fotos y los videos que documentan la gigantesca destrucción actual de las regiones amazónicas y selváticas del planeta, suponen un argumento suficiente para aglutinar toda la energía colectiva a desplegar soluciones, no a exhibir una versión torcida de la política.

Por fortuna, y haciendo gala de ejemplar madurez institucional, el presidente Sebastián Piñera, adversario político de la doctora Bachelet, ya dijo lo necesario sobre las jornadas dedicadas al ninguneo de esa líder política y uno sólo espera que Brasilia haya tomado nota de la extrema soledad que le depararon esos lamentables episodios. Lo que resulta innegable, es que la exprimera magistrada del socialismo chileno fue, con sus aciertos y notables errores, parte activa y respetada de las políticas de Estado que impulsaron el milagro económico del que todos los presidentes civiles, y la mayoría de los ciudadanos chilenos, pueden exhibir con indiscutible fundamento.

Y si bien los últimos tramos de la reciente administración de Bachelet no fueron una obra de arte, la alternancia en el poder de cada sistema democrático permite retener lo bueno y desterrar lo malo.

Precisamente, la mayor debilidad del Acuerdo de París es la de no haber creado obligaciones que guarden consistencia con los objetivos globales de contención del fenómeno de calentamiento terrestre; es decir, con el pretendido equilibrio dinámico de la realidad ambiental y climática del planeta. Y sobre todo, adolece de reglas contractuales o vinculantes que ayuden a establecer nuevas contribuciones que sean proporcionales con la magnitud de los desequilibrios que aparezcan en la vida real. Sin un replanteo de esos vicios no hay manera de reducir las emisiones que provocan el calentamiento del planeta y suponen un modo de aquilatar su creciente nivel de deterioro e indefensión. Ello explica gran parte de las sequías, inundaciones, huracanes de potencia extrema, tsunamis, incendios en cadena, desertificación, descongelamiento de las superficies polares y montañosas, la acidificación del mar y la pérdida de biodiversidad marina, así como las restantes maldades perpetradas contra el patrimonio biológico inventariado por la comunidad científica. Sólo dirigencias como las que encabezan Donald Trump y sus apóstoles, siguen manifestando dudas acerca del origen humano de esta nueva versión de las plagas de Egipto.

Algunos hechos. Es llamativo que los negociadores profesionales no hayan reparado en que, desde hace un tiempo, la Unión Europea no adhiere a ningún tratado o acuerdo con terceras naciones o regiones sin hacer reserva del derecho soberano a legislar sus propias reglas nacionales y regionales, requisito que se halla presente en el borrador de “acuerdo birregional en principio” de Libre Comercio con el Mercosur. Yo sugiero a todos los que suelen hablar de apertura económica como si supieran, que piensen unos segundos sobre el tema, ya que las negociaciones internacionales siempre inducen a resignar una cuota de soberanía en aras de conseguir un bien de calidad superior.

Al mismo tiempo sugiero que reflexionen acerca del significado del reciente anuncio del Presidente de Indonesia (del pasado 26 de agosto) que se vincula con el traslado de la capital del país, Yakarta, a la región de Kalimantan del Este, Isla de Borneo. En apariencia esta decisión costará US$ 32.500 millones y demandará unos diez años. Y aunque todos sabemos que esas estimaciones son siempre teóricas, vale la pena detallar los motivos del traslado: hacinamiento, hundimiento de los edificios e insostenible contaminación ambiental. Indonesia está integrada por un amplio número de islas, tiene 270 millones de habitantes y una capital en vías de perder tales funciones, que acoge casi 11 millones de personas. El país integra, junto con las naciones del Mercosur, Australia y Nueva Zelanda y otros países amigos, el Grupo Cairns de exportadores agrícolas.

Pero entre tanta reforma y confusión, vale la pena leer con mucho cuidado, y prioritariamente, las reflexiones de Sara Ladislaw, vicepresidente senior del Centro para Estudios Internacionales y Estratégicos (CSIS, sigla inglesa), con sede en la ciudad de Washington. El título de su columna institucional (del 29/8/2019) es “Lecciones del G7, acerca de la necesidad de una nueva era de diplomacia climática”.

Ladislaw enfatiza que, mientras el presidente Donald Trump dejó la silla vacía en el debate que organizó del G7 sobre el tema, el Secretario General de la ONU proponía adoptar medidas de control y mitigación conmensurables con la magnitud de los problemas del calentamiento global. Al ver esta diversidad de intereses, el dueño de casa, el Presidente de Francia, optó por decir que en la Declaración Final del G7 no se haría mención a este asuntito. A continuación propuso ofrecerle a Brasil 20 millones de dólares para hacer frente a los problemas existentes en la región amazónica, sin tomar en cuenta que una corrección eficiente de esa porción de territorio (en el que viven entre 23 y 33 millones de habitantes según quien opine) requeriría no menos de 1.200 millones de dólares. Con este berenjenal, el G7 optó por bajar los brazos y dejar a un lado el persistente y sostenido esfuerzo que desarrolló, por espacio de cuarenta años, a la hora de tratar el tema ambiental y climático dentro del grupo.

Semejante episodio se desarrolló cuando los meteorólogos afirman que 2019 fue el año que registró las temperaturas más calientes registradas por el mundo y en momentos en que las pérdidas económicas y humanas se hallan en abrumadora expansión. Para los especialistas, ningún país está en condiciones de manejar, por sí sólo, los efectos de estos fenómenos. Para la experta, el déficit no se origina en la falta de recursos económicos o técnicos, sino en los juegos y prejuicios de la política, lo que en cierto modo incluye la atención a los problemas de ajuste social.

Hasta ahora, la izquierda política señala que la inacción ambiental y climática es una clara expresión de las recetas que proponen los intereses corporativos de las grandes empresas, las que según esa corriente se dedican a detener o sabotear la labor de la sanadora. Ella sostiene que el cambio climático es un obstáculo estructural al crecimiento económico. En 2017, los incidentes climáticos le costaron a Estados Unidos US$ 306.000 millones, la mitad del PIB de Argentina de aquel año. Pero eso es nada si la temperatura aumenta en 3,7 grados hacia final de siglo, lo que llevaría la pérdida a US$ 551 billones (trillions, en inglés). Ninguno de estos argumentos ha logrado captar la atención del presidente Trump y sus apóstoles.

Lo cierto es que sólo dos países, Marruecos y Gambia, hicieron contribuciones proporcionales con el nivel de necesidades definido por el Acuerdo de París. Esto explica por qué nadie confía en los compromisos voluntarios definidos en dicho Acuerdo. ¿Cómo creer en esos objetivos si los países del G7 invirtieron 1 billón (un trillón en inglés) de dólares netos, el equivalente a 3% del PIB, en subsidiar los combustibles fósiles como el carbón, el petróleo y el gas?

Ladislaw señala que la táctica de seguir conteniendo al Jefe de la Casa Blanca puede haber evitado mayores ruidos en la pasada reunión de Biarritz y otras reuniones similares, pero es una mala estrategia de futuro, sobre todo si Donald Trump es reelecto. El mensaje central de la analista consiste en puntualizar que los aliados de Washington no parecen entender que Estados Unidos está renegociando, con bastante torpeza (acotación mía), su pasado nivel de liderazgo económico y militar en el planeta. Al mismo tiempo vaticina que, con o sin Trump, tal conducta no experimentará futuros cambios de sustancia. Esto es grave, dice, por cuanto los conflictos originados en la escasez de recursos críticos, como el agua, puede derivar en amplias confrontaciones armadas.

Después de enumerar los problemas que aquejan a las instituciones multilaterales como el FMI y la OMC, insiste en que el Cambio Climático es un asunto complejo que exige una solución global. Entre otras cosas, una nueva y más preparada diplomacia, capaz de atender sus exigencias multidisciplinarias. Gente que entienda (acotación mía), la visible interdependencia entre política comercial, inversiones y ajuste ambiental y climático.

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