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La paz con el Talibán, sólo un fugaz globo de ensayo

Atilio Molteni 16 septiembre de 2019

Por Atilio Molteni Embajador

Aunque el 9 de septiembre el presidente Donald Trump informó a los periodistas de la Casa Blanca que su Gobierno estimaba que las negociaciones con el Talibán (un grupo de gran influencia en el conflictivo territorio de Afganistán) estaban muertas, también dijo que el probable retiro de las tropas estadounidenses de ese país se habrá de decidir cuándo el momento y el contexto lo permitan. Recordó que el papel de los militares de su país no consiste en ser la policía del mundo y que las autoridades afganas harían bien en hacerse cargo lo antes posible de su propia seguridad.

Como es sabido, la posibilidad de concluir un acuerdo con el Talibán en Camp David estuvo sobre la mesa hasta el pasado 6 de septiembre. La discusión fue en Washington y se originó a partir de una iniciativa auspiciada por el Presidente Trump, quien suele tentarse con el reflejo de hacer dramáticas movidas en el ámbito de la política exterior. Lamentablemente, la realidad se interpuso con la iniciativa, ya que los atajos de pizarrón no sirvieron, hasta el momento, para conseguir resultados tangibles, como ya sucediera con los casos de Corea del Norte e Irán. Los componentes del escenario de paz incluían, bajo ciertas premisas, la convocatoria del presidente afgano, cuyo gobierno no fue parte, al menos visible, de tales negociaciones.

El caso de Afganistán confirma que siempre fue más fácil empezar una guerra que reconquistar y asegurar la paz.

El reciente atentado que se registró en Kabul, en el cual murieron doce personas, entre ellas un soldado estadounidense, fue la razón utilizada para explicar el cambio de Trump. Al mismo tiempo, el Secretario de Estado, Mike Pompeo, argumentó que el Talibán estaba buscando ganar ventajas en las negociaciones realizando, en paralelo, actos terroristas.

El tema hizo saltar otros fusibles en la Casa Blanca. El pasado 10 de septiembre Trump despidió a su tercer asesor de seguridad internacional, el embajador John Bolton, un “halcón” con larga experiencia y trayectoria en gobiernos republicanos y en grupos conservadores, también conocido por sus posiciones extremas respecto a Corea del Norte, Irán y Venezuela, además de avinagrar las relaciones con Rusia, ya que en algunos casos favoreció las sanciones y acciones militares preventivas, sin coincidir con las posiciones negociadoras del Presidente.

Fiel a su estilo, éste último lo despidió usando un método que lo caracteriza mañana, tarde, noche y madrugada: por un tuit. Sus cuestionamientos a un potencial acuerdo con el Talibán parece haber sido la gota que rebasó el vaso de una presidencia, que había argumentado que la suspensión de las negociaciones con los afganos se originó en su propia voluntad, no por consejo de Bolton. Con posterioridad, Pompeo aclaró que estos hechos no debían interpretarse como un cambio estratégico en las posiciones de Estados Unidos.

El proyecto de negociación había salido de la galera presidencial y estaba relacionado con el nuevo aniversario del demencial atentado del 11 de septiembre de 2001, cuando Estados Unidos sufrieron un ataque terrorista sin precedentes coordinado por Al-Qaeda (o la base), cuyos militantes se apoderaron de varios aviones comerciales y los utilizaron para destruir blancos predeterminados. El más significativo fue el dirigido contra las Torres Gemelas del World Trade Center en Nueva York, que causaron casi tres mil víctimas.

No se puede olvidar que Afganistán tiene problemas internos, propios de un Estado fallido que nunca logró normalizarse.

El movimiento islámico Al-Qaeda estaba basado en Afganistán y tenía la evidente protección del Gobierno del Talibán, cuyos militantes tomaron Kabul en 1996, donde lograron imponer un régimen islámico conforme a una interpretación extrema de la Ley de la Sharía, perseguir a las estructuras seculares y degradar hasta la ignominia tanto los derechos humanos de las mujeres como de las minorías. Al mismo tiempo, su líder Omar estableció una relación muy estrecha con Osama bin Laden, pues ambos adhirieron a movimientos radicales que respaldan la Yihad global. Con el agravante de que el primero de esos movimientos se había fortalecido en los años ochenta con sus experiencias de combate, cuando sus miembros fueron integrantes de los grupos que enfrentaron y derrotaron a las tropas rusas desplegadas en Afganistán, una de las causales de la posterior caída del régimen soviético.

El 14 de septiembre de 2001, tras los salvajes actos terroristas, el Congreso estadounidenses autorizó al entonces presidente George W. Bush a utilizar todos los medios apropiados contra los Estados y las personas responsables de estos ataques, decisión ratificada por la Resolución 1368 del Consejo de Seguridad de la ONU, pues la comunidad internacional la consideró como un ejercicio de legítima defensa en contra de un ataque armado y recibió apoyo general de la organización. A diferencia de la invasión que decidió Washington en territorio Iraquí, la represalia contra el terrorismo fue una “guerra de necesidad”, no una “guerra por opción”, que desestabilizó la región en beneficio de Irán.

El 7 de octubre de 2001 comenzó la operación que se denominó “Enduring Freedom” (Preservando la Libertad) y, dos meses después, el Talibán estaba vencido y se creó un gobierno provisional en Afganistán. Sin embargo, después de 18 años de operaciones militares realizadas por Washington, la OTAN y el Gobierno afgano, el Talibán demostró fortaleza debido a sus capacidades tácticas y el número de sus combatientes movilizados (unos 60.000), lo que redundó en que el conflicto se congelara en el tiempo para ambas partes, mientras la creciente lucha seguía en dos tercios de las 34 provincias y se esparcía con cierta regularidad. Ello contrastaría con el reducido apoyo popular a estos hechos, en tanto los afganos parecen recordar las características extremas de su gobierno.

Durante tan prolongado y estéril período de confrontación, el tamaño de las fuerzas y los objetivos estadounidenses se fueron acomodando a los distintos criterios políticos y estratégicos que orientaron a los presidentes Bush, Obama y Trump, dándole un sentido extravagante y frívolo a la acción militar más larga de la historia de los Estados Unidos. Actualmente, ese contingente está desplegando en Afganistán una operación encabezada por la OTAN denominada “Resolute Support” (Enérgico Apoyo), en el que participan 14.000 soldados estadounidenses (las tropas desplegadas desde 2002 a la fecha fueron de alrededor de 900.000 combatientes, con 2.420 bajas, 11 de ellas en lo que va del corriente año), mientras la ayuda para la reconstrucción del país ha sido desproporcionada y sustancial (US$ 133.000 millones, el 60% destinado al sostenimiento de las fuerzas armadas).

El objetivo de la actual dotación es entrenar, asistir y aconsejar a las tropas afganas, las que registraron más de 28.000 bajas desde 2015, lo que no impide que las fuerzas de Estados Unidos se encuentren involucradas en independientes acciones de combate.

Así se explica que Washington y el Talibán protagonizaran nueve rondas de negociaciones tipo relámpago durante meses en Doha, Qatar, donde la Casa Blanca estuvo representada por su Enviado Especial Zalmay Khalilzad (un estadounidense de origen afgano y de larga experiencia en el tema), en las que se asignó prioridad a la noción de establecer un cronograma para el retiro de las tropas extranjeras, proceso que también es importante e interesa al Talibán, pues ellos tampoco se hallan en condiciones de vencer al contingente de Estados Unidos que recibe apoyo militar internacional.

Hasta ahora el proceso habría alcanzado el compromiso de suprimir la presencia de los grupos terroristas, como Al Qaeda y Estado Islámico, y la posibilidad de integrar con posterioridad, en las conversaciones de paz, al gobierno afgano. Sin embargo, las promesas recibidas son de muy dudoso cumplimiento, pues se trata de un grupo jihadista de posiciones ideológicas extremas, que no suele guiarse por objetivos pragmáticos.

Para muchos observadores, un retiro apresurado de la mayor parte de los soldados estadounidenses haría colapsar al gobierno afgano y restablecería el poder del Talibán en Kabul, pues la idea del cese de fuego se dejó para más adelante. A su vez, este acontecimiento tendría graves consecuencias en el Asia Central, donde indios, iraníes, rusos y chinos compiten y tienen sus propios objetivos estratégicos en Afganistán. En especial, el gobierno de Paquistán, que desarrolló una cooperación encubierta con el Talibán como parte del nuevo escenario de enfrentamiento contra India respecto del estatus y el papel de Cachemira, una región en persistente conflicto.

Por otra parte, sería ingenuo olvidar que Afganistán tiene graves problemas internos, nada raros en la existencia de un Estado fallido que nunca logró normalizar su funcionamiento. Las próximas elecciones presidenciales en ese país fueron previstas para el 28 de septiembre. En tal proceso se destaca la pretensión de Ashraf Ghani, quien pretende ser reelecto sin el apoyo del Talibán por un nuevo período de cinco años, dejando de lado que la opinión pública ve en ese gobernante a la figura que encarna la ocupación extranjera del país desde 2001. Las otras fuerzas políticas afganas abogan por una postergación de las elecciones y la creación de un gobierno de transición, pues sostienen que la elección de las autoridades surgidas en 2014 fue fraudulenta y éstas sólo pudieron formar gobierno mereced a la intervención de Estados Unidos, el poder extranjero que auspició que su principal opositor, Abdullah Abdullah, compartiera el poder como Primer Ministro, a pesar de que en esos tiempos era uno de los candidatos para sustituirlo.

El panorama no ofrece muchas dudas. El caso de Afganistán confirma que siempre fue más fácil empezar una guerra que reconquistar y asegurar la paz.

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