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La crisis venezolana exige una solución rápida, justa y pacífica

Atilio Molteni 22 julio de 2019

Por Atilio Molteni Embajador

El proceso creado con el objetivo de poner fin a la gravísima situación institucional, política, social, sanitaria y económica de Venezuela, derivó en una serie de estériles intentos destinados a concebir una salida pacífica al hipercrítico escenario que ya existía hace seis meses, cuando se iniciaron las negociaciones para frenar y revertir esta genuina catástrofe. Los aludidos esfuerzos comenzaron el 23 de enero, día en que el presidente de la Asamblea Nacional, Juan Guaidó, fue declarado presidente interino del país. La medida se basó en la plena convicción y el amplio consenso de que había sido fraudulenta e ilegítima la reelección de Nicolás Maduro, concretada en mayo de 2018. Tal decisión obtuvo inmediato y gran apoyo internacional, ya que 53 países reconocieron como legítimo jefe de Estado a Guaidó, un contingente del que desde el vamos formaron parte Argentina y los trece miembros restantes del Grupo de Lima, los que asumieron un papel de liderazgo en la campaña contra la dictadura de los actuales herederos de Hugo Chávez.

Paralelamente, Estados Unidos aplicó sanciones más severas (incluyendo el bloqueo del producido de la venta de petróleo de la empresa estatal PDVSA) y se especuló acerca de la posibilidad de una intervención militar a la luz de los dichos del presidente Donald Trump y de otros altos funcionarios de Washington, quienes aseguraron que todas las opciones estaban sobre la mesa. Además, tras percibirse entonces que las acciones de resistencia de Guaidó contra el régimen de su país despertaron un gran apoyo popular, y resultaba notorio el aislamiento internacional del régimen, muchos analistas extranjeros llegaron a creer que el fin del gobierno de Caracas estaba muy cerca.

Sin embargo, en la vereda de enfrente no sólo seguía vivo el constante apoyo de Cuba al régimen de Maduro, sino también la sinuosa e imprevisible reacción de la Federación Rusa (y en algunos aspectos del gobierno chino), que aumentaron sus respectivas colaboraciones, incluyendo el respaldo a la industria petrolera venezolana, hoy en plena crisis, mediante el envío de personal y material bélico. Esos lejanos poderes buscaban ampliar sin tapujos su presencia en América Latina y, quizás, generar una moneda de cambio frente a Washington. Muchos creen que antes que en Maduro, Rusia pensaba en el levantamiento de las sanciones económicas concebidas en respuesta a la política contra el gobierno de Ucrania y en otros temas de gran sensibilidad internacional.

Por otro lado, el pasado 23 de febrero fracasó un intento de ayuda humanitaria desde Brasil y Colombia y el 30 de abril corrió igual suerte el levantamiento cívicomilitar auspiciado por Guaidó contra el Gobierno de facto. Ese último conato se centró en una base aérea de Caracas y quedó pedaleando en el aire al no obtener respaldo de ninguna gran unidad militar del país. Los analistas creen que ese enfoque habría contado con el consentimiento de algunos oficiales de alto rango (lo que demuestra la existencia de divisiones en el poder) pero, llegado el momento, no se materializó.

Pero, según otras opiniones, los hechos tienen una explicación más rica. Desde la llegada al Gobierno de Hugo Chávez, en 1999, los militares fueron alcanzando un inédito poder y beneficios poco ortodoxos derivados de su politización y adhesión al régimen. Esos incentivos se reflejaron en la cesión o control de múltiples actividades económicas, comerciales e institucionales y de acciones totalmente ilícitas como el narcotráfico. De esta manera los círculos concéntricos de la corrupción los fue comprometiendo con la suerte política del régimen fraudulento, pues en estos días la mayoría de ellos temen que su desplazamiento y las condenas que les caerían encima ante una investigación penal objetiva de sus conductas, es un tinglado que los aterroriza y sobre el que no quieren siquiera especular.

Por otra parte, la situación económica llegó a niveles de absoluta catástrofe debido a mala administración, generalizada corrupción, la estable declinación de los precios del petróleo respecto de ciclos anteriores y los problemas derivados de la menor producción venezolana. El deterioro del PIB alcanzó a al 50% en el último quinquenio. En 2018 se desató, en adición a ello, una hiperinflación que alcanzó al 130.000%. De esta forma, la subsistencia alimentaria y la salud de la población adquirieron contornos cada vez más dramáticos, pues siete millones de personas necesitan asistencia humanitaria para sobrevivir y el 94% de los habitantes está por debajo de la línea de pobreza que calcula la ONU.

Se estima que la emigración de venezolanos hoy alcanza a no menos de cuatro millones, en lo que se interpreta como una protesta masiva de quienes no tienen otra salida ante el régimen absolutamente pervertido que fija los destinos de ese país. Y aunque la respuesta solidaria registrada en América Latina resultó ejemplar en términos generales, algunos países tienen claras limitaciones para brindar mayor sostén social, trabajo y asistencia médica a quienes buscan refugio.

No obstante las protestas masivas, Maduro optó por conservar el poder utilizando una ilimitada represión, en la que descollaron grupos paramilitares, simpatizantes chavistas y bandas del crimen organizado, cuyos miembros actúan con el denigrante objetivo de sembrar el miedo entre los opositores que se manifestaron masivamente en las calles de Caracas y otras ciudades del país. En las cárceles hay centenares de detenidos políticos, mientras se adoptaron una serie de medidas contra las prerrogativas de los miembros de la Asamblea Nacional, único órgano legítimo de Venezuela, mediante las que dos de ellos (incluyendo al vicepresidente de ese órgano del poder) fueron detenidos y otros dieciséis debieron ocultarse, exiliarse o buscar protección en embajadas.

La utilización de la tortura policial y de los organismos de inteligencia es sistemática y las condiciones de detención son particularmente arduas para quebrar a los miembros de las fuerzas políticas que antagonizan con el gobierno. La reciente visita a Venezuela de la Alta Comisionada de la ONU para los Derecho Humanos, la ex presidenta de Chile, Michelle Bachelet y los informes que preparó, dan crédito de que en el último año y medio 6.800 personas fueron muertas ilegítimamente por la policía gubernamental y por las organizaciones de inteligencia, lo que significa una violación flagrante y sistemática de los derechos humanos en contra de los principios fundamentales de la Carta de la Organización.

Al llegar a este punto, no hace falta mucho más para extraer ciertas conclusiones. Por lo pronto, está claro que el intento opositor de derrocar a Nicolás Maduro no avanza. Tampoco, como ya lo señalaron las naciones de América del Sur, es deseable o viable una acción militar de la comunidad internacional, pues tanto el Grupo de Lima, como otros países latinoamericanos y la Unión Europea se oponen con claridad a esa alternativa. El único atajo viable es profundizar y buscar soluciones creativas dentro de una solución o enfoque diplomático, pero teniendo en cuenta que en el pasado el régimen de Maduro ya utilizó con éxito esfuerzos internacionales significativos para ganar tiempo, consolidar su posición y abstenerse de negociar. La diferencia es que, en estos momentos, hay ciertos factores que permiten suponer que el desgaste de los sectores en pugna y la dimensión de la crisis podrían dar lugar a un avance modesto y gradual, si se alcanzan ciertos acuerdos mínimos para una transición política.

Con ese objetivo, después de dos reuniones preparatorias organizadas por Noruega en Oslo (mayo pasado), ese país (que ya en 1994 fue capaz de iniciar un proceso que logró que Israel aceptara la creación de la Administración Palestina), invitó a las partes a que enviaran a sus representantes a una reunión que concluyó en Barbados el 11 de julio, con el objeto de buscar la paz mediante un proceso gradual y por etapas. Semejante iniciativa mereció el expreso respaldo de la Unión Europea, cuyo Parlamento adoptó el 16 de julio una resolución sobre el tema, en la que también se advirtió que, si estas negociaciones no alcanzan resultados concretos, esa región habrá de ampliar sus sanciones contra el régimen de Maduro.

La aludida organización también estableció un Grupo Internacional de Contacto, que copreside el doctor Enrique Iglesias (ex canciller de Uruguay y una personalidad con gran experiencia en estas lides), cuyo mandato aboga por la necesidad de un acuerdo político previo al proceso electoral.

El objetivo del proceso ahora denominado “de Oslo” es llegar a elecciones presidenciales democráticas transparentes y creíbles, las que deberían satisfacer la condición previa de que ambas partes contribuyan a fomentar confianza en el ciclo de transición política. Después sería necesario desarrollar una serie de medidas electorales para garantizar las elecciones, en las que deberían participar los venezolanos que se encuentran en el exterior y ser convocados observadores internacionales como garantía del proceso. La tercera etapa consistiría en montar acciones postelectorales que avalen la confiabilidad de los actuales contrincantes y la elaboración de un programa internacional de ayuda que permita reconstruir la economía venezolana.

Va de suyo, que todo ello no servirá para eliminar del todo los múltiples interrogantes de semejante proceso de desarraigo y destrucción. Es muy difícil limpiar todo el camino que está por delante, pues supone discutir la permanencia o no de Maduro hasta las elecciones; o temas como cuál habrá de ser la situación de los responsables de la represión y de los militares que se han beneficiado con la existencia de este régimen y otros ángulos muy sensibles de tal escenario. A pesar de todo, el aludido camino es significativo y debería ser escoltado por Argentina, pues hasta donde se ve es el único en el que ambas partes parecen estar dialogando.

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