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Estados Unidos se metió en un complejo teatro bélico

Atilio Molteni 19 junio de 2019

Por Atilio Molteni Embajador

Algún día será importante saber por qué motivo Washington decidió comprar las tesis del Primer Ministro de Israel, Benjamín Netanyahu, sobre las bondades y maldades del Plan de Desnuclearización iraní. Aunque nada de lo que sucede en la región es del todo serio, perfecto o brinda sólidas garantías de cumplimiento, la renuncia de Estados Unidos a trabajar con un existente y tangible marco de referencia y quedar en soledad con la punta de una soga que está atada en el aire, no parece una movida muy sagaz o un progreso ganador. Ninguno de los demás socios de ese plan dejó de tratar con Teherán y resulta difícil entender cómo una noción que descansa en el método de borrón y cuenta nueva de dos partes que se desconfían hasta el saludo, puede generar alentadoras perspectivas de mejorar lo que se había conseguido. Si bien hoy la moneda está en el aire, mejor no hablar de pronósticos.

Así las cosas, ocurrió lo previsto. El pasado 13 de junio dos nuevos buques petroleros fueron dañados en circunstancias que aún se investigan. Sus tripulaciones dejaron las embarcaciones en forma despavorida en el Golfo de Omán, cerca del estrecho de Ormuz, una senda acuática por la que pasa el 30% del petróleo mundial. Como era de esperar, el asunto espoleó de inmediato las tensiones existentes, pues el secretario de Estado Mike Pompeo atribuyó los incidentes a elementos iraníes, cosa que dicho país negó sin pestañar, alegando que no había evidencias en su contra. Trascartón, y sin alegar ningún fundamento adicional, el presidente Donald Trump hizo la misma imputación. Acusó a Irán de los ataques del día anterior y sostuvo que no permitiría que ese país cierre el Estrecho de Ormuz al tránsito marítimo internacional, lo que daba por tierra con otras declaraciones en las que había afirmado que prefería una solución pausada y diplomática.

Dado que uno de estos buques portaba la bandera japonesa (el otro el pabellón noruego), y los episodios ocurrieron cuando el primer ministro de ese país, Shinzo Abe, estaba en Teherán en la primera visita de un funcionario japonés de ese rango en los últimos cuarenta años, el incidente se presta a toda clase de conjeturas. Sobre todo porque entre los objetivos del mandatario asiático estaba mediar entre Washington y los ayatolas para evitar un conflicto armado accidental y encontrar en tal escenario un camino para retomar la vía de las soluciones negociadas.

El asunto tampoco registra buenos precedentes. En mayo último otras acciones del terrorismo afectaron a cuatro tanqueros en un área cercana al puerto de Fujairah. Esos hechos sucedieron en una región en la que Teherán también se enfrenta con dos aliados estadounidenses: Arabia Saudita y los Emiratos Arabes Unidos (EAU), que apoyan a distintos sectores de la guerra civil en Yemen y exhiben contrapuestas visiones geopolíticas sobre el futuro de la región.

La actual política de Washington consiste en ejercer “máxima presión” sobre Teherán con la finalidad de reabrir la negociación del Plan de Acción Integral conjunto (PAIC), cuyas disposiciones Trump consideró, en su campaña presidencial, como el peor acuerdo posible al no cubrir todos los desarrollos de la capacidad nuclear iraní, ni útil para resolver la intervención de ese país en los problemas regionales desde Iraq al Líbano ni condicionado su capacidad misilística. El problema es que, en julio de 2015, Washington había aprobado junto a Francia, Reino Unido, China. Rusia, Alemania y la Unión Europea un plan destinado a que Irán se deshaga de sus inventarios de armas nucleares.

Pero, en la medida en que lo acordado tiene plazos de aplicación definidos, el plan suscripto permite a Teherán recuperar su programa de enriquecimiento de uranio en el futuro, pues sus limitaciones caducan dentro de 10 o 13 años de su puesta en vigencia y ya han transcurrido casi 4 de esos años.

Los críticos del PAIC afirman que su antecesor, el Presidente Barack Obama, buscó trasladar el problema para más adelante con la intención de postergar sin eliminar los riesgos tácitos de tales acciones. Adicionalmente, el anterior Jefe de la Casa Blanca le otorgó a Irán legitimidad internacional, disminuyó sus amenazas inmediatas, le concedió la posibilidad de reactivar su economía y lograr una mejor integración en el mundo.

La política de Trump fue en dirección opuesta. Consistió en denunciar el Acuerdo Nuclear, imponer nuevas sanciones que incluyeron la designación de la Guardia Revolucionaria como una organización terrorista internacional; terminó las excepciones aplicables a la compra de petróleo iraní, en bloquear la compra de hierro, acero, aluminio y cobre y, recientemente, derivó en la decisión de incluir a su industria petroquímica. Washington tampoco se privó de reforzar su presencia militar y naval en la zona y presionó a los europeos para que se unan a su política de denuncia al PAIC, lo que incluía la amenaza de imponer sanciones secundarias a las empresas del Viejo Continente que continúen sus relaciones comerciales con Irán.

Mientras se realizaban esos movimientos, Irán optó por desarrollar una política que denominó de “resistencia prudente” por lo que si bien no denunció el Acuerdo Nuclear, disminuyó el nivel de sus obligaciones. Ejemplo de ello fue la decisión de recomenzar la acumulación de uranio enriquecido y agua pesada, lo que se combinó con el anuncio que, a partir de julio próximo, habrá de recomenzar a enriquecer uranio al nivel más alto posible, quizás al ritmo del 20%. Paralelamente, aludió a la intención de modificar sus compromisos con relación a la Planta de Agua pesada de Arak.

Los observadores especulan sobre la posibilidad de que esta política “gradual” de Irán podría evolucionar hacia la decisión extrema de reducir su cooperación con la OIEA y la implementación de las salvaguardias de la Organización, con lo cual la aplicación del Acuerdo por la parte europea e, inclusive, de Rusia y China, se vería en claro riesgo de incumplimiento y terminación.

Sin embargo, a pesar de las tensiones existentes entre Washington y Teherán, algunos elementos permiten suponer que existe interés en buscar una nueva negociación. Para alcanzar ese giro Trump se colocó, como lo hizo en otros casos internacionales altamente expuestos, por anunciar una posición de máxima. Al respecto, Mike Pompeo dijo que su Gobierno no pondría precondiciones para renovar los acuerdos, hecho que permitiría gestionar el levantamiento temporal de las sanciones que afectan sensiblemente a la economía de Irán y mantener la sustancia de su régimen político.

Por su parte, el pasado 14 de mayo el Líder Supremo Ali Khamenei dijo que la idea de negociaciones era equivalente a un “veneno” (y que la necesidad los llevó a hacerlo con el Gobierno de Obama) pero, al mismo tiempo, destacó que ninguna de las partes buscaba una guerra, puesto que no había beneficio alguno en elegir tal opción. Habría que recordar que su país no tiene las capacidades militares necesarias para enfrentar a Estados Unidos, a Israel o a los países del Golfo ya que, desde el comienzo de la Revolución Islámica, fue sometido a un embargo que afectó severamente el desarrollo de sus fuerzas armadas.

De allí que la jerarquía eclesiástica se incline por la guerra asimétrica limitada, el terrorismo, la utilización de acciones por medio de simpatizantes (o proxies), cuya responsabilidad no le debería ser atribuida en forma directa, en tanto su constante montaje de la capacidad misilística sólo obedece a la necesidad de cubrir las limitaciones de la fuerza aérea militar. Ello equivale a decir que el poder religioso adoptó un enfoque pragmático, pero su capacidad de compromiso con Estados Unidos es limitada por cuanto el régimen iraní, que es teocrático y revolucionario, se sigue apoyando en un equilibrio constante de distintas interpretaciones de las acciones que convienen internacionalmente parecen convenir a ese país. Al cabo de los años su poder logró consolidarse a costa de ejercer una creciente influencia en el Medio Oriente.

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