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¿Qué hacer en 2020-2023?

El que asuma en diciembre no debería llegar “crudo”, es decir, flojo de papeles de trabajo, sino con ideas claras de qué hacer y los borradores redactados por sus fundaciones y think-tanks. Ese programa no debe ser gradual, debe tener prioridades claras y consensos detrás.

29 abril de 2019

Por Ramón Frediani Economista

En marzo de 1902, el padre de la revolución rusa Vladimir Lenin publicó en Stuttgart, Alemania, un ensayo político de 290 páginas titulado ¿Qué hacer? En él presentaba propuestas para una nueva reorganización y conducción del Partido Socialdemócrata de Rusia al que pertenecía en su dirección desde 1895. Sin embargo, Lenin no fue original, pues copió ese título de una famosa novela con el mismo nombre escrita por el filósofo ruso Nikolai Chernyshevski en 1862.

De aquel ensayo, sólo imitamos lo sugestivo del título y dejamos a un lado su contenido porque no viene al caso. Aunque con otros propósitos, obvias diferencias ideológicas y distintas circunstancias de tiempo y lugar, hoy la sociedad argentina se hace la misma pregunta sobre su futuro, al margen del que gobierne a partir de diciembre. En 2020-2023, ¿qué hacer?

Si queremos salir del laberinto y pantano en que se ha convertido nuestro país, entonces tres rasgos básicos son obvios y aparecen con nitidez. Uno de ellos es: nada de gradualismo. Lo que haya que hacer, debe ser diseñado, consensuado, aprobado e iniciada su ejecución dentro de los primeros cien días de gobierno pues luego el poder comienza a evaporarse. Ya probamos el camino del gradualismo y sólo sirvió para agravar los problemas y prolongar la agonía. Es como querer curar un cáncer con una sesión de radioterapia cada seis meses. El final es obvio.

El segundo rasgo básico es tener claras las prioridades. Es más prioritario definir estrategias de largo plazo que apagar a manotazos incendios del momento, sin saber a donde ir. Es más prioritario pensar en las futuras generaciones que en las futuras elecciones. Es más prioritario resolver problemas estructurales que defender ideologías o políticas con propósitos electorales. Es más prioritario ejecutar políticas de Estado que políticas de partido. Es más prioritario obtener dólares vía exportaciones, que mediante préstamos internacionales. Es más prioritario promover el empleo y la producción en el sector privado que el empleo público y el gigantismo del Estado. Es más prioritario fortalecer instituciones que defender personas, sean funcionarios o no. Es más prioritario tener pocos impuestos con alícuotas razonables, que 163 impuestos con presión fiscal confiscatoria que está matando al ahorro, a la inversión privada y al crecimiento de la economía. Es más prioritario aprender lecciones del pasado, que experimentar medidas de prueba y error con final incierto.

El tercer rasgo básico es que lo que se haga, debe tener el mayor consenso posible, dejando de lado la defensa a ultranza de posiciones ideológicas, personales y/o partidarias inflexibles y excluyentes. En países sensatos donde prevalece tolerancia y respeto a las instituciones, se gobierna por consenso y no por imposición, al revés de nuestro presidencialismo, generoso en personalismos rígidos, autocráticos y autistas. La muerte de nuestra cultura del consenso ha hecho inviable la gobernabilidad en Argentina.

En cuanto a qué hacer, no limitarse sólo a “paquetes de medidas económicas” por más buenas que sean, porque no alcanzan a resolver los problemas de fondo del país. La economía es insuficiente para arreglar a la economía. Se requiere cirugía mayor más allá de la economía, no con tres o cuatro, sino al menos diez profundas reformas estructurales, que en el 2020 deberían iniciarse lo más pronto y simultáneamente posible dada la cantidad y complejidad de desequilibrios a corregir. Su implementación, tal vez requiera toda una gestión y dos o tres para alcanzar en plenitud sus resultados.

Esas reformas estructurales básicas, sin perjuicio de que se sumen otras más, son las siguientes.

Reforma del Estado. Para modernizarlo y reducir su tamaño entre 20% y 25% vía menor gasto corriente e intereses de la deuda, sin reducir el gasto en inversión.

Reforma tributaria. Para simplificar el universo de normas y tributos y reducir la presión fiscal total actual en por lo menos 20%, incluyendo un nuevo Régimen de Coparticipación Federal, como lo exige la Constitución Nacional, labor pendiente desde 1996.

Reforma de la política financiera y endeudamiento público. Obligando a mantener un déficit fiscal total cero y reducción gradual de la deuda pública, en especial en moneda extranjera.

 Reforma laboral. Incluyendo una nueva ley de contrato de trabajo, asociaciones profesionales y también del marco regulatorio sindical.

Reforma previsional. Con haberes jubilatorios proporcionales a años efectivos de aporte, eliminación de regímenes de privilegio, edad mínima de retiro a los 65 años para ambos sexos, e incentivos para su extensión voluntaria hasta los setenta años.

Reforma de los 60 entes de regulación nacionales y provinciales. Actualizando sus marcos regulatorios, profesionalizándolos, con autarquía y más su poder sancionatorio con énfasis en la promoción de la competencia.

Reforma de la política de comercio exterior. Hacia más apertura, remplazando gradualmente al “cepo” del Mercosur por acuerdos bilaterales de comercio con el mayor número posible de países.

Reforma del régimen de obras sociales. Reduciendo las 292 actuales a no más de cinco para tener economías de escala y hacer eficiente el sistema.

Reforma de la Ley de Partidos Políticos y del sistema electoral. Para modernizar y transparentar sus funcionamientos.

Reforma del sistema judicial. Simplificando los códigos de procedimientos para acelerar los debidos procesos y perfeccionar mecanismos de control de calidad de la Justicia en relación a la eficiencia, imparcialidad y honestidad del desempeño de los magistrados con un régimen sancionatorio ante incumplimientos.

El que asuma en diciembre no debería llegar “crudo”, es decir, flojo de papeles de trabajo, sino con ideas claras de qué hacer y los borradores redactados por sus fundaciones y think-tanks, conteniendo lo esencial de estas reformas.

Si gana Mauricio Macri sería recomendable olvidarse de globos amarillos y bailar nuevamente Gilda en el balcón de la Casa Rosada, pues la sociedad ya no tolera más banalidad y farandularización de la política. Al contrario, demanda responsabilidad, dedicación a full (sin vacaciones) y seriedad desde la primera hora del mandato, para ejecutar profundas reformas estructurales de largo plazo, sin populismo ni metas fantasiosas e inalcanzables como pobreza cero, o falsas expectativas como “es fácil derrotar a la inflación”, “brotes verdes en el próximo semestre”, “habrá lluvia de inversiones externas”, “estamos saliendo del pozo”, “este es el único camino”, “lo peor ya pasó”, “el mejor equipo de los últimos 50 años”, etcétera.

Si eventualmente ganara Cristina, además de cumplir sus deudas con la Justicia, sería saludable que dejara a un lado sus pogromos a personas e instituciones, sus frecuentes discursos ideológicos antimercado por Cadena Nacional para difundir el pensamiento post marxista y antidemocrático del filósofo Ernesto Laclau, su ideólogo de cabecera, o las del fundador del Partido Comunista Italiano, Antonio Gramsci, del que tomó e hizo suya la idea de que gobernar es conquistar y seducir ideológicamente a la masa mediante una revolución cultural basada en relatos y en la posverdad. Y también dejar de presentar a Cuba y Venezuela como paraísos terrenales a imitar y, en cambio, retornar al planeta Tierra para resolver con honestidad y sensatez, sin corrupción, testaferros ni bóvedas, los problemas concretos y urgentes del país.

Y finalmente si ganara Roberto Lavagna y/o Sergio Massa, sería positivo que hagan un esfuerzo en gobernar con cordura y madurez, sin la liturgia primitiva y salvaje de marchas, bombos, piqueteros y “Plazas de Mayo”, pero por sobre todas las cosas transformar al peronismo, sus políticas, sus banderas y sus procedimientos, en un partido moderno, civilizado, democrático, republicano y transparente, propio del Siglo XXI, reemplazando caciques internos, caudillos territoriales y padrinos sindicales, por nuevas generaciones de jóvenes dirigentes formados con una visión eficiente, honesta y profesionalizada para la gestión del Estado.

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