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Apagar la maquinita no alcanza

15 abril de 2019

Por Joaquín Waldman Economista (UBA) y Analista Económico de Ecolatina

Aunque se escuche habitualmente que el aumento de precios es causado únicamente por la emisión monetaria, la inflación es un fenómeno complejo. Evidencia de ello es la dificultad crónica de nuestro país por reducir el ritmo de aumentos sin generar otros grandes problemas macroeconómicos.

Por este motivo, a pesar del duro programa monetario desarrollado por el BCRA, que interrumpió hace seis meses la emisión de pesos, contrayendo la actividad económica, la suba de precios no cedió. Concretamente, la base monetaria creció 2% entre septiembre (mes previo al inicio del control de agregados monetarios) y marzo, mientras que los precios treparon 24% en el mismo período. Para peor, luego de un par de meses de mayor calma, la inflación está acelerándose nuevamente.

Después de una década en la que la inflación se mantuvo en un rango de entre 15% y 30% anual (techo superado sólo ocasionalmente), la abrupta depreciación de 2018 parecería habernos dejado en un régimen de aumentos más altos y volátiles. La suba de precios alcanzó 47,6% en 2018, trepando a su nivel más alto desde 1991. Sin embargo, a pesar de lo problemático de volver a estos niveles inflacionarios, por ahora la situación no tiene nada que envidiarle a otras etapas de nuestra historia reciente. De hecho, la variación interanual de los precios fue mayor a la actual durante el 40% del tiempo transcurrido desde 1975 a la fecha, incluyendo dos hiperinflaciones que llevaron el ritmo de aumentos a magnitudes incomparables con las presentes.

Si bien nos encontramos muy lejos de esos procesos de destrucción de la moneda, empiezan a observarse en la economía argentina algunas señales de alarma en lo que hace a los mecanismos de formación de precios. En particular, la negociación de contratos a plazos cada vez más cortos o su indexación a la evolución de la inflación (con cláusulas de actualización según el ritmo de aumentos) serían los mayores peligros para una espiralización inflacionaria. Son preocupantes en este sentido las negociaciones salariales por plazos cada vez más cortos y la actualización inmediata por inflación pactada por algunos gremios docentes. Esto no pretende ir en contra de los maestros o cualquier sindicato que negocie formas de cubrirse frente a probables pérdidas de poder de compra, sino que busca advertir sobre lo riesgoso de acelerar los movimientos nominales de la economía.

Las disputas sobre los precios relativos que se dan en simultáneo con reajustes constantes y bruscos impiden saber cuáles serán las relaciones de precios en el mediano plazo. Esto dificulta la toma de decisiones y afecta gravemente la salud macroeconómica. Por esto, bajar la inflación a la vez que se cuida la capacidad adquisitiva de los trabajadores requiere sentar acuerdos de forma conjunta, y no renegociar cada vez más seguido precios y salarios. Requiere, en otras palabras, políticas activas que exceden la fijación de la cantidad de dinero.

La desinflación necesita coordinación para que el acomodamiento de precios relativos se dé en un marco de nominalidad más acotada. De otra forma, cualquier impacto (como podría ser un nuevo salto del dólar por cobertura de activos de cara a las elecciones) puede propagarse rápidamente al resto de la economía. Pretender bajar la inflación con la base monetaria como única herramienta (y la tasa de interés como contrapartida) es subestimar el problema. Alentar este marco de volatilidad creciente, en un contexto en el que no hay capacidad para controlar el dólar y las tarifas, debido a los designios del FMI, es jugar con fuego. Si el Gobierno quiere aprender de lo sucedido en 2018, debería ser más prudente y tener una política de ingresos que administre la distribución entre sectores del peso de la desinflación.

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