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¿Desigualdad de qué?

12 marzo de 2019

Por Jorge Paz Conicet y Ielde

El 8 de marzo se conmemoró el Día Internacional de la Mujer, que se asienta en las profundas desigualdades de todo tipo que enfrentan las mujeres, comparadas con sus pares masculinos. Analizaré brevemente aquí aquí las que tienen que ver con el desempeño en el mercado laboral, desigualdad fundante del 8M.

Pero aun acotando las desigualdades al plano laboral, se abre un abanico de temas que tienen al “género” como eje. Por eso me pareció oportuno ordenar la discusión diferenciando tres tipos de desigualdad laboral: las más conocidas por todas/os, las ocultas, y las que yo denomino “consentidas”. Desde la perspectiva de la política pública el orden anterior respeta la posibilidad de actuar sobre ellas. Es decir, las primeras serían las más sencillas de atacar, mientras que las últimas requieren acciones estructurales de implementación más compleja y con efectos visibles en plazo más prolongado.

Las desigualdades conocidas

Hay menos mujeres que varones en el mercado de trabajo, las mujeres que trabajan lo hacen en empleos diferentes al que desarrollan los hombres, el nivel de desocupación femenino es mayor que el masculino, y las mujeres ganan menos que los varones a igualdad de todos aquellos factores que podemos “ver” cuando medimos, es decir, lo que podemos “ver” con las fuentes de información con que contamos. Técnicamente los indicadores y recursos cuantitativos que permiten corroborar estas aseveraciones son bien conocidos: la tasa de actividad y de desocupación, la composición del empleo por rama y cualificación, y la tasa de salario promedio. En Argentina, la Encuesta Permanente de Hogares (EPH), relevamiento realizado por el Indec, permite monitorear el valor de estos indicadores desde 1974.

Así es sencillo ver que la política pública cuenta con instrumentos para actuar sobre los condicionantes de la participación de la mujer en el mercado de trabajo y que terminan situándola por debajo de la de los hombres. Por ejemplo, la información y la disponibilidad de medios acerca de las posibilidades de controlar el número de hijos, la oferta de centros de cuidado infantil en los lugares de trabajo, el régimen de licencias familiares. Una ilustración de esto último es lo que hizo la Legislatura de la Ciudad de Buenos Aires al aprobar el 26 de octubre de 2018 una iniciativa impulsada por el Gobierno porteño que genera un cambio en el régimen de licencias familiares para las empleadas y empleados públicos de la Ciudad. Acción concreta.

Las desigualdades ocultas

Pero hay otro grupo de desigualdades sobre las que no resulta fácil accionar porque permanecen ocultas en la dinámica laboral. Una de la más conocidas y citadas es el llamado “techo de cristal” para destacar no sólo la brecha salarial mayor entre hombres y mujeres que ocupan cargos altos en la jerarquía de ocupaciones, sino también a los obstáculos que enfrenta la mujer, casi siempre invisibles, para acceder a esos puestos laborales. Aún más, ciertamente, cada vez son más las gerentes de empresas, pero ¿gerentes de qué? Por lo general, de Recursos Humanos, de Markenting y similares. No es común encontrar una Gerente de Finanzas mujer.

En Argentina, algunos indicios de tales obstáculos pueden encontrarse en bases de información no demasiado usadas por los investigadores en estos temas. Por ejemplo, la Encuesta de Trabajadores en Empresas (ETE), un relevamiento que realizaba cada tanto el Ministerio de Trabajo de la Nación, permite constatar que las mujeres deben realizar más capacitación que los hombres, ya sea para conservar el puesto o para ascender en la estructura jerárquica de la empresa en la que trabaja.

Otro tipo de desigualdad oculta es el “piso pegajoso”. La mujer no puede ganar más que el hombre o mejorar su situación laboral porque las tareas de cuidado y domésticas (lavar, planchar y demás), generalmente a su cargo, les insume muchas horas y responsabilidades, con lo cual se les hace más difícil desarrollar una carrera profesional. Tienen mayores restricciones para aceptar empleos “buenos” que exigen rigidez horaria; o empleos a tiempo completo. Tampoco les resulta viable capacitarse fuera del horario laboral, y tienen más dificultades para asistir a reuniones de trabajo o comidas de empresa, etc.

Este efecto de piso pegajoso conduce directamente a plantear el tema del trabajo no remunerado. Muchas más mujeres que hombres se hacen cargo de las tareas domésticas y de cuidado, lo que implica entre muchas cosas más, disponer de menos tiempo para sí mismas. Dicho en otras palabras, hay más “pobreza de tiempo” entre las mujeres que entre los hombres.

Las desigualdades consentidas

Hace unos pocos meses atrás publiqué un artículo académico en el que muestro evidencia robusta de este tipo de desigualdades. Son aquellas desigualdades que no son admitidas por las propias mujeres como tales y, que, por lo tanto, no son reversibles en un período razonablemente corto. Usando datos de una encuesta que se realiza en diversos países del mundo, analicé la participación en el mercado laboral de las personas con pareja y las percepciones de la población acerca de los roles de género. Pude mostrar que existe una relación estrecha entre la participación laboral de hombres y mujeres, y las ideas y creencias que ambos grupos tienen y manifiestan acerca del papel de la mujer en el mercado laboral y, en consecuencia, de la especialización de tareas y de la distribución del tiempo entre los sexos.

Para indagar estos temas, la encuesta pide opinión a hombres y mujeres sobre cosas tales como “¿Una mamá que trabaja puede tener una relación tan cálida con sus hijos como una mamá que no trabaja?” Resulta sorprendente constatar que hay un elevado número de mujeres en los países indagados (entre los que está Argentina) que responden que las tareas de cuidado y el trabajo doméstico son “cosas de mujeres”. Esas opiniones las hacen tomar decisiones concretas sobre su vida laboral y profesional.

Los cambios en estos casos deberían provenir del sistema educativo. Probablemente sean cambios profundos que requieran revisar no sólo los contenidos conceptuales de las materias, sino la forma de enseñar. Esto implica un proceso que conduce a la formación de maestros y a su calidad laboral. Ejemplo de esto último es el sistema educativo finlandés.

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