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No se hizo nada en los pies, porque cayó de cabeza

Hace décadas, el desequilibrio se lo trata de resolver con otro desequilibrio. El resultado es que, históricamente, el último desequilibrio es mayor y nos lleva a desequilibrios acumulativos, una suerte de tela de araña de desequilibrios sin fin en la que estamos entrampados.

Carlos Leyba 22 febrero de 2019

Por Carlos Leyba 

“Con estas térmicas, faltaría energía si no hubiera recesión”, tituló un diario. El pico de la demanda de potencia, dice la nota, se registró cuando la demanda de consumo de la industria había descendió más de 8%.

Las importaciones se desplomaron por la recesión y la devaluación, lo que permitió que en diciembre hayamos tenido un saldo favorable de la balanza comercial. El 2018 cerró con una saldo negativo de US$ 3.300 millones (Indec).

Celebrarlo es decir “no se hizo nada en los pies, porque cayó de cabeza”.

Siguiendo el ritmo hinduísta de la gira de Mauricio Macri, podemos decir que la energía y el saldo del balance comercial, vienen a ser dos de los chakras de nuestra economía. Dos de los centros de energía que gobiernan nuestras emociones económicas y sociales.

Es palpable en las calles que cuando el calor interrumpe la prestación de energía, muchos barrios de la Ciudad de Buenos Aires se autoconvocan y salen a la calle por el reclamo de luz. Ancianos que no pueden bajar por las escaleras del noveno piso o señoras mayores que están impedidas de subir el balde de agua para menesteres impostergables.

La “bendición” de la recesión Pro nos ha permitido sortear estos calores agobiantes sin tantos cortes de luz. “Lo bueno”, luz, en este caso, es el resultado de “lo malo”, el parate histórico.

Ante la escacez de energía, que viene de largo, cabe preguntarse, ¿qué hicieron los otros?

Durante el kirchnerismo, para evitar los cortes de energía domiciliaria que resultaban impopulares y nada generaba más nerviosismo en la Casa Rosada de entonces que gente en la calle, los funcionarios obligaban a reducir el consumo de las plantas industriales. Menos producción y más consumo: una norma de la administración kirchnerista.

En otros tiempos, durante la presidencia de Raúl Alfonsín, instalado en la economía de la década perdida, se privilegiaba la energía para la producción a costa del consumo. Se procuraba no interrumpir la producción.

Finalmente, el Pro encontró la solución perfecta respetando a los mercados: que las industrias demanden menos energía como consecuencia de que producen menos.

En el mejor estilo Pro, es una solución de mercado. Nadie impone la restricción al consumo ni a la producción. La solución de mercado no falla: recesión mata calor.

Veamos el otro tema. Ante la incapacidad del aparato productivo para superar el desequilibrio comercial, el kirchnerismo abusó irracionalmente de los controles llegando a trabar el desarrollo de ciertas actividades. Trataba infructuosamente de lograr un equilibrio produciendo un desequilibrio que luego sería gigante. Antes de los K, para no abusar de los controles, las administraciones que los precedieron abusaron de la deuda externa: el desequilibrio comercial lo bancaba el paquete del enedudamiento que se acumula, en Argentina, a tasas más altas de lo que crece el PIB y, por lo tanto, por definición, la deuda en relación a la producción cada año pesa más que el año anterior: lejos de reencontrar el equilibrio en el tiempo, la deuda contribuye al desencuentro de cualquier equilibrio.

El Pro (otra vez) encontró la formula mágica: una buena recesión nos brindará no sólo equilibrio sino superávit comercial. Claro que no es fácil acertar hasta cuando aguanta el sistema.

Como vemos, en todas las políticas, “el desequilibrio” se lo trata de resolver con otro desequilibrio.

El resultado es que, históricamente, el último desequilibrio es mayor y nos lleva a desequilibrios acumulativos, una suerte de tela de araña de desequilibrios sin fin en la que estamos entrampados.

La recesión, lamentablemente pensada como remedio, es una subutilización de recursos disponibles que conlleva daños materiales y sociales de la más diversa índole. Naturalmente, el daño depende del tiempo que dura la recesión y en el contexto en el que se desencadena.

El desempleo de un trabajador no tiene las mismas cosecuencias vitales si ocurre en el seno de un hogar que está en el límite de la pobreza o si acontece en una familia acomodada de la clase media.

Y la duración del desempleo, para un trabajador, no tendrá las mismas consecuencias en una economía que viene de un largo estancamiento, que en una economía que simplemente, por un desajuste transitorio, ha dejado de crecer y que acumula años positivos de desarrollo del capital reproductivo y de capital social.

En nuestra economía, el cierre o desactivación parcial de una empresa, implica la pérdida definitiva del paso posterior en la lógica del crecimiento. Si la duración del paro se prolonga, lo más probable es que la reactivación sea cuesta arriba y, lo que es aún peor, los avances tecnológicos posibles en la actividad se tornan inviables en el proceso de retroceso.

Llevamos una década de estancamiento, con picos de aceleración y caídas que anulan la escalada previa que fue históricamente efímera

En ese marco, la recesión y la reducción del nivel de actividad no es una derrota por puntos en el ring de la vida económica, sino una caída en el cuadrilatéro que, aunque no nos deje knock-out, nos convierte en una economía zombie, una economía en la que “la salida” es el rebote del gato muerto y no la consecuencia de una nueva energía autosustentable.

La búsqueda de un objetivo lógico, el equilibrio fiscal, se convierte en una quimera cuando, en rigor, para alcanzarlo nos obligamos a dividir el déficit del sector público en primario y financiero. Y en lugar de perseguir la superación de la situación de déficit, nos limitamos a equilibrar solamente el primario y en la práctica, la aproximación a la eliminación del déficit primario convive con el crecimiento del financiero.

Sin embargo, el estrés de las cuentas públicas, que se proyecta sobre el ánimo privado, tiene que ver con ambos déficits.

La curación del deficit fiscal financiero tiene que ver más con el crecimiento de las exportaciones que con la reducción de las importaciones. En ambos casos hay más dólares. Pero cuando la cura proviene de las exportaciones toda la economía se beneficia con la expansión de la demanda que la capacidad competitiva habilita: es un estadio progresivamente rendidor en materia fiscal. Cuando la retracción frena las importaciones, es el déficit primario el que se ve finalmente comprometido. La base imponible de la sociedad, en un contexto de gasto público inflexible a la baja e indexado, depende del nivel de actividad.

Sin actividad creciente no puede haber recaudación creciente y en la recesión, sin duda, aumentará la presión social por un mayor gasto público. La gran contradicción del hombre de la tijera.

El inventario de su economía que hace el oficialismo en la puerta del proceso electoral privilegia básicamente el estar alcanzando las metas fiscales que le habilitan la disposición de los fondos del FMI que nos alejan del default.

Pero, como hemos dicho, esas metas fiscales excluyen los intereses de la deuda que podrán ser servidos gracias al crédito del FMI, y no gracias a la salud competitiva externa de la economía.

Para lograr esa paz fiscal, el Pro, además de incumplir promesas realizadas desde la ignorancia, aumentó la presión tributaria y dio marcha atrás con la reforma destinada a aliviar el peso del Estado sobre la economía privada.

Además, impuso retenciones a la totalidad de las exportaciones y eliminó la devolución de impuestos intraspasables a los compradores del exterior, con lo que fiscalmente redujo la “competitividad” de todas las actividades económicas, al mismo tiempo que hacía lo imposible por abrir la economía al concurso de las importaciones de cualquier origen.

Desactivar exportaciones, sin expansión del mercado interno, lleva inevitablemente a menores recaudaciones tributarias. Y lo que es peor lleva a desactivar la lucha empresaria por mercados y a la reducción de la producción.

Para no despertar los ánimos perversos de fuga, la sabia política del BCRA consiste en el aumento de la tasa de interés de modo que la opción transitoria por las colocaciones financieras en pesos prometa (con un tipo de cambio planchado) rendimientos extraordinarios a la especulación que desembarca en el mercado cambiario y un premio al ocio del capital improductivo.

En ese escenario, el Gobierno apuesta a que el dólar no se espiralice, porque entiende que esa es la clave del triunfo electoral basado en la confianza de que el peso nos va a permitir ganar mas dólares. Este resultado implica una super tasa de interés.

Esa tasa lleva a la inexistencia del crédito, a la baja de la capacidad competitiva, al achicamiento del mercado interno. El complejo recesivo que se desata hace que, vía merma de la recaudación, se acreciente una seria amenaza al objetivo del déficit primario cero.

En ese marco, la inflación no baja, y nadie apuesta a que lo vaya a hacer antes de tres meses vista porque la baja de los subsidios recién entonces dejará de convertirse en traslados a los precios.

Cuando los precios son inflexibles a la baja todo acomodamiento de precios relativos hace subir el IPC.

Ahí estamos, lo que llaman “buenas noticias” es consecuencia de decisiones malas o incremento de los desequilibrios fundamentales.

No creamos trabajo productivo y fortalecemos la tendencia al gasto social reparador.

No generamos políticas de promoción de la exportación y, en consecuencia, el agujero de dólares lo tratamos de compensar con recesión y deuda externa. Un combo explosivo a largo plazo.

La continuidad del Pro es la prórroga de la estanflación sine die.

La derrota de Cambiemos no tiene programa, aunque, eso sí, tiene la herencia de los mismos problemas.

Algunas oposiciones rescatan la idea de consenso para evitar estos resultados

Pero, ¿cuál es el diagnóstico y cuál es la estrategia a compartir para salir del mal?

Hacer política es diagnosticar nuestros males, proponer soluciones concretas y convocar la concertación de las fuerzas políticas y sociales para llevarlas a cabo.

El diagnóstico y las políticas no fueron exitosos en los últimos 43 años y nunca lograron un consenso.

Todo por hacer.

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