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¿Modernizar o destruir el Nafta y el Mercosur?

18 diciembre de 2018

Por Jorge Riaboi Diplomático y periodista

Los que supusieron que el Acuerdo suscripto en Buenos Aires por los líderes de Canadá, Estados Unidos y México habrá de reemplazar y modernizar el Nafta (ahora Usmca en inglés y T-MEC en español), deberán calmar su ansiedad, revisar el dato y aceptar que el acto de firma no dio por concluidas las negociaciones de ese instrumento legal (ver mis pasadas columnas). Pocos detectaron que el texto del nuevo Nafta incorporó un anexo o paso intermedio vinculante que es necesario aprobar para que luego sea exigible el cumplimiento de la totalidad de sus reglas. Tal etapa previa es la obligación de reformar la legislación laboral mexicana (“sus estándares laborales”) a fin de ajustarlos a las demandas de Washington, proceso que exige el visto bueno del Congreso de ese país antes del 1ero. de enero de 2019. Recién a partir de la sanción legal y la puesta en práctica de la indicada enmienda laboral, entrará en vigor, tras sendas ratificaciones parlamentarias, el contenido del Usmca/T-MEC. Al redactarse esta columna no había indicios de que tal proceso pueda llevarse a cabo en tiempo y forma, lo que confirma la sensación de que las negociaciones se hallan, por el momento, con pronóstico reservado.

Pero el asunto no termina en eso. Fiel a su estilo, el jefe de la Casa Blanca dobló la apuesta y reiteró que piensa adelantar la denuncia del viejo Nafta para enfatizar que si no resulta posible aprobar el Usmca o T-MEC en los términos y plazos pactados, Estados Unidos dejará de pertenecer a cualquier versión del aludido acuerdo regional, lo que implica dejar con la cola al aire muchos de los pilares de la vastísima red de comercio e inversión creada en el último cuarto de siglo. Si Trump finalmente ejecuta su amenaza, desde el punto de vista táctico la Oficina Oval estaría diciendo que a su gobierno le da lo mismo “modernizar o destruir los flujos del comercio existentes, lo que es una forma rara de mercantilismo.

Las disposiciones que debería contemplar la nueva legislación laboral mexicana que exige Estados Unidos supone, entre muchísimos otros requisitos, la creación de una entidad independiente que entienda: a) sobre las conciliaciones laborales; b) todo lo referido al registro de los acuerdos surgidos de negociaciones colectivas de trabajo y disputas laborales, y c) la creación de una corte independiente para dirimir las antedichas disputas laborales. Tras tantos años de PRI, este lenguaje suena a herejía.

El problema es que la legislación laboral exigida por Donald Trump no satisface a la relación de fuerzas que surgiera tras las recientes elecciones legislativas en su propio país, ya que el Congreso estadounidense cambió de dueño. En la Cámara de Representantes tienen mayoría los demócratas y sus legisladores referenciales dicen que el texto del nuevo Nafta que negoció el equipo del Jefe de la Casa Blanca no es satisfactorio. Piden normas más rigurosas en materia de estándares laborales y la inclusión (vieja demanda de ese partido) de los estándares ambientales, lo que no deja de llamar la atención en un país que le dio la espalda al Protocolo de Kioto, a la Convención sobre Diversidad Biológica y al Acuerdo de París sobre Cambio Climático. Traducido al español, los estándares exigidos llevan el debate climático y ambiental a un intento por igualar los costos del ajuste ambiental y climático; a frenar el desplazamiento de exportaciones y a la voraz pelea por captar y retener la localización de inversiones en el territorio de cada país.

A lo anterior habría que adicionar dos ingredientes. El primero, recordar que los viejos y hoy dolientes aliados geopolíticos de Estados Unidos, no pueden creer ni aceptar que ese gobierno les aplique aranceles diferenciales de importación al acero y el aluminio por cuestiones de Seguridad Nacional, como lo destacan sin pelos en la lengua la Unión Europea, Japón, y Canadá. El segundo, el potencial sacrilegio de Washington de leer como debilidad el enfoque dialoguista que parece impulsar hasta el momento el nuevo presidente de México, Andrés Manuel López Obrador. Si bien ambos grupos de naciones quieren volver a la convivencia occidental, iniciaron sendas acciones en la OMC contra Washington para que los líderes políticos de ese país entiendan que paciencia y estupidez no son sinónimos.

Los concernidos por la afrenta arancelaria esperaban que este tema se resolviera con la firma del USMCA/T-MEC y muchos sectores de interés estadounidenses reclaman lo mismo a voz en cuello. Todos esos socios comerciales y aliados tácitos de Washington, están más que furiosos por la existencia y uso actual de la Sección 232 de la Ley de Comercio de 1962. Sin duda, Trump tendrá mucho que explicar cuando alguien le pregunte por qué sigue aumentando, mes a mes, el superávit chino en el comercio bilateral a pesar de los nuevos aranceles del 10% que decidió aplicar su gobierno al comercio de ese origen y por qué al hablar de modernización legislativa, resulta que el NAFTA era una necesidad perentoria y una momia legal con textos de 25 años de antigüedad, mientras las leyes de comercio de Estados Unidos, 20 a 31 años más viejitas que las reglas de ese acuerdo, no necesitan siquiera un poco de botox. ¿O son leyes coquetas y ocultan la edad?

Mientras esa clase de política de comercio e integración deja en un escenario incierto y opaco al nuevo Nafta, las múltiples versiones que explican el faltazo que decidió el presidente Mauricio Macri a la asunción de Jair Messías Bolsonaro, el nuevo presidente de Brasil, no le hacen ningún favor a dos gobernantes amigos de Donald Trump. Lo cierto es que Bolsonaro además de compinche es medio correligionario del Jefe de la Casa Blanca. Ya anunció su propósito de secundar a Washington en lo que respecta al retiro del Acuerdo de París sobre Cambio Climático, en mover su embajada en Israel a Jerusalén y en ser un subcampeón de los acuerdos bilaterales (uno de ellos con Washington), dejando en otro limbo el cómo piensa tratar al Mercosur. Hasta el momento sólo anticipó su firme respaldo a la idea de dar mano libre a todos los miembros de ese Tratado para suscribir a voluntad acuerdos de integración regional con terceras partes. Aunque el Jefe de la Casa Rosada después informó por Twitter que espera reunirse con Bolsonaro el 16 de enero, su ausencia protocolar generó un mar de especulaciones. Entre los guiones que circularon sobre el tema, están las eventuales discrepancias de fondo que se registran entre Brasilia y Buenos Aires respecto de las negociaciones del Acuerdo birregional de Comercio entre la Unión Europea y el Mercosur. O las declaraciones del futuro jefe del Planalto en lo referente a poner distancia cautelar con el gobierno de China ante las posiciones estratégicas que está logró en América Latina (como la base militar “soberana” que le permitió instalar a Pekín en nuestro país el Gobierno de la ex-presidenta Cristina Fernández de Kirchner). Ninguno de los rumores de radiopasillo hizo explícita denuncia de las inversiones de capital fijo con mayoría de personal de ese origen, ni al hecho de que las condiciones de contratación prescinden del cotejo de oportunidades (licitaciones o enfoques similares) como las que suelen regir estas actividades económicas en el marco capitalista.

Quizás la inquietud de la sociedad civil respecto de las movidas que surgieron con Brasil, es que éstas son una rama frívola de la reinserción mundial que propone el país, cuyos enfoques se basan en consignas más que en planes fundados. Argentina quiere ser miembro de la OCDE, pero su política de competitividad no se concilia con las buenas prácticas de esa Organización, cuya membresía suele crear reglas que no sigue al pie de la letra con seriedad religiosa. Por ejemplo, ¿es el Estados Unidos de hoy un modelo inspirador de alguna de las buenas prácticas?

Al margen de lo anterior ¿Qué plan de cooperación o plan viable de sustitución de mercados tiene Argentina de estos días, si la dirigencia brasileña enloquece de verdad y las declaraciones preelectorales se convierten en realidades de gestión? ¿Puede la Argentina darse el lujo de rifar el mercado de Brasil? ¿Puede Argentina competir con exportadores de otros países que entren de igual a igual en Brasil, sin que medien aranceles diferenciales propios de la Unión Aduanera que nunca fue tal?

Ninguno de estos escenarios justifica crear espacios en blanco en esta relación. El presidente Macri debería recordar que Argentina no puede perder nada de su presente mercado global y que carece, al menos por ahora, de ideas, equipo, brújula y oferta exportable para pelear en serio en otros mercados. Que es lo que probablemente intentó decir, por caminos y palabras equivocadas, el embajador en China que designó su propio Gobierno.

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