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Lecciones no aprendidas de la Historia

Cabe preguntarse si EE.UU. (y Trump, en particular) ha incorporado plenamente las lecciones de su propia Historia

27 agosto de 2018

Por Eduardo R. Ablin Embajador

Estados Unidos se caracterizó durante las dos décadas posteriores a la Primera Guerra Mundial (PGM) por un vigoroso nacionalismo con rasgos xenófobos, creciente proteccionismo y una intensificación del sesgo aislacionista propio de su tradicional política exterior. El prominente status internacional que le aportó la PGM no aplacó dichas tendencias, toleradas inclusive por el presidente Woodrow Wilson -precursor del multilateralismo- para unificar a la sociedad en torno de su política intervencionista ante el conflicto, contrariando el testamento político de George Washington que recomendaba “no mezclarse en los choques entre las potencias europeas”. El presidente Wilson esperaba revitalizar el comercio mundial al finalizar el conflicto, incluyendo sus Catorce Puntos para la paz la remoción de todas las barreras al mismo en el marco de su proyectada Liga de las Naciones, por lo que el rechazo del Senado a integrar dicha institución terminó profundizando el aislacionismo de EE.UU.

Al dinámico ritmo de guerra siguió una inevitable desaceleración económica, reflejada en la “depresión” de 1918, al cesar la demanda para muchas industrias. En tanto las autoridades libraron la economía a un ajuste automático la recuperación sólo llegó cuando los precios cayeron hasta volver a alentar la producción, reduciéndose el consumo en favor del ahorro, y cesando la inflación intensificada durante el conflicto. Al revivir la actividad hacia 1919 el sector laboral exigió mejoras salariales que compensaran la inflación acumulada durante el esfuerzo de guerra, desatándose una segunda “depresión” en 192021, la más intensa hasta entonces en EE.UU., con caída del 30% de la producción y desempleo cercano al 12%. Precios y salarios se desplomaban sin cesar, aunque esta vez el Gobierno reaccionó promoviendo la oferta crediticia y reduciendo las tasas de interés, con lo que logró recuperarse el pleno empleo hacia 1923.

Esta crisis tuvo consecuencias en materia migratoria, al adoptarse en 1921 la Emergency Quota Act -sucedida en 1924 por la Johnson-Reed Act o Inmigration Act- (las leyes tienden a ser identificadas en EE.UU con los nombres de los líderes partidarios que las impulsan en cada cámara) dirigidas a regular la inmigración según orígenes, priorizando a europeos y bloqueando un vasto abanico considerado asiático. Tal legislación restrictiva, presuntamente orientada a proteger los puestos de trabajo para los nacionales, se vio favorecida por una creciente xenofobia, junto al rechazo a posiciones radicalizadas asociadas con inmigrantes cuya lealtad se cuestionaba, imputados de pretender socavar las instituciones -como las tenaces huelgas alentadas por anarquistas y socialistas-.

En el plano monetario los beligerantes habían abandonado el patrón oro al comenzar la PGM, depreciándose las monedas tanto de vencidos como aliados, incluida la libra esterlina en 25%. Al concluir el conflicto los gobiernos debieron considerar su reinserción en el patrón oro y las paridades a tal efecto, proceso dificultado por los efectos deflacionarios de la “depresión” de 1920 en EE.UU. y su determinación de restaurar la paridad oro del dólar a niveles de 1913. La PGM había convertido a EE.UU. en el mayor acreedor mundial, principal tenedor de oro y por ende árbitro del esquema. Por ello, retornar al patrón oro a paridades de 1913 significaba igualar la deflación en EE.UU. (sendero seguido por el Reino Unido), con el consiguiente efecto sobre el empleo. La alternativa (seguida por los demás países) fue retomar el patrón oro reconociendo la devaluación incurrida, con lo que los empréstitos domésticos recibirían retornos menores a aquellos de EE.UU. Estos habían prestado U$S 7.700 millones a sus aliados durante la PGM -90% de los cuales fueron utilizados para compras de material de guerra, combustible y alimentos en EE.UU.- financiados internamente emitiendo los denominados Liberty Bonds a una tasa del 5% anual. Algunos Aliados esperaban que EE.UU. consideraran dicha deuda parte del esfuerzo de guerra común y no reclamaran su reintegro.

Sin embargo, la delegación de EE.UU. rechazó considerar las deudas en la agenda de la Conferencia de Versalles, alegando que no se trataba de contribuciones del Tesoro sino de préstamos de sus ciudadanos. Atendiendo a esta situación, el presidente Warren Harding solicitó al Congreso en 1921 autorizar negociaciones, creándose a tal efecto la World War Foreign Debt Commission, que propuso un renovado endeudamiento alemán, en tanto la hiperinflación de 1922 había limpiado el balance del Reichsbank, mejorando la consistencia financiera del país. Así, entre 1924 y 1930 los flujos financieros describían un círculo, obteniendo Alemania fondos de EE.UU. destinados a pagar las reparaciones de guerra a los aliados europeos para que estos a su vez sirvieran sus deudas con los EE.UU., reiniciándose el ciclo. Ante la necesidad de financiar a Alemania, EE.UU. propuso limitar el valor de las reparaciones de guerra, operando desde 1924 el Plan Dawes, continuado en 1948 por el Plan Young -ambos financistas estadounidenses que lideraron un “Comité de Expertos” a título personal- lográndose alinear las reparaciones con las propias obligaciones aliadas hacia EE.UU. No obstante, vislumbrando la imposibilidad de pago de Alemania ante la Gran Depresión” de 1929, el presidente Herbert Hoover decidió en 1931 aplicar una moratoria por un año al sistema descripto. Los aliados europeos y Alemania resolvieron entonces rever la situación en la Conferencia de Lausana de 1932, que intentó trasladar la carga de las deudas a los EE.UU., cuyo rechazo determinó la cesación de pagos (default) de todos los participantes.

En materia comercial, EE.UU. protegió durante los '20 y '30 la producción doméstica con elevados aranceles, sin abandonar al mismo tiempo el reclamo de las deudas de guerra por parte de los aliados europeos, objetivos claramente contradictorios. El país se centró en su desarrollo interno, sustentado en una fuerte promoción empresaria impulsada por medidas desregulatorias, impositivas, y crediticias que permitieron la expansión industrial, afianzar avances tecnológicos y estimular los mercados. La relación de intercambio con los Aliados europeos se había ya desarticulado al pasar EE.UU. de ser deudores por U$S 3.700 millones (1914) a convertirse en acreedores por U$S 12.500 millones (1919), de los cuales U$S 10.000 millones (equivalentes a U$S 146.320 millones de 2017) derivaban de gastos de guerra incurridos por el Reino Unido, Francia e Italia. Al imponer a la Europa devastada la pesada carga de retornar al patrón oro, EE.UU. soslayó que abrían la oportunidad para aquellos países que habían devaluado de inundar su mercado con importaciones a bajo costo, alternativa no contemplada. Así, los países europeos se veían imposibilitados de obtener ingresos genuinos en dólares para satisfacer el servicio de sus mayores obligaciones en dicha moneda. Contrariamente, EE.UU. -única potencia beligerante incólume y en crecimiento- surgía como nuevo líder económico internacional hasta concentrar 46% del PIB mundial en 1929. Por su parte, los países europeos -que previo a la PGM abastecían 50% de las importaciones de EE.UU.- redujeron su participación al 30%, sin lograr captar nuevos destinos para sus exportaciones dada la industrialización forzada generada por el conflicto en muchas regiones. La escasez de dólares impedía así a los aliados europeos -y a la propia Alemania- mantener el circuito de pagos, situación agravada por la política comercial de los EE.UU. que les impedía el acceso a su mercado.

En efecto, la liberalización del comercio vía reducción de aranceles, iniciada por la Underwood-Simmons Revenue Act de 1913 durante el Gobierno demócrata de Wilson fue abandonada, retomándose bajo Harding, en 1920, la tradición proteccionista republicana. Así, en 1921 se aprueba la Emergency Tariff Act destinada a sostener la producción y ocupación domésticas, seguida en 1922 por la Fordney-McCumber Act que elevó los aranceles promedio al 35%. Esta norma, que pretendía brindar protección al agro con motivo de la sobreproducción mundial y consecuente caída de precios motivada por la recuperación de la agricultura europea, terminó extendiéndose a vastos sectores industriales.

Culminando este ciclo, el Congreso de EE.UU. aprobó la Smoot Hawley Act de 1930, que llevó el promedio arancelario próximo a 50% -máximo nivel en un siglo- con el consiguiente incremento de precios internos. Símbolo de la política de “arruinar a tu vecino” (beggar-thy-neighbor, en inglés), la propuesta motivó que más de mil prestigiosos economistas suscribieran una carta a Hoover advirtiendo que tal medida dañaría el comercio mundial, impediría el cobro de la deuda, provocaría retaliaciones y empañaría las relaciones internacionales. Así, durante la denominada Gran Depresión, el comercio mundial se redujo 25% en volumen y 40% en valor, respondiendo la mitad de dicha retracción a las barreras comerciales y arancelarias provocadas por las retaliaciones, impulsando inclusive al Reino Unido -en la Conferencia del Imperio Británico de Ottawa en 1932- a abandonar el patrón oro y establecer una zona de preferencias arancelarias imperiales con sus dominios y colonias, que excluía a terceros socios comerciales.

Recién la elección del demócrata Franklin Roosevelt en 1932 contempló un enfoque renovador dirigido a minimizar la conflictividad comercial, al adoptarse la Reciprocal Trade Agreement Act de 1934 -antecedente del posterior Acuerdo General sobre Aranceles y Comercio (GATT)- por la cual el Congreso delegó en el Ejecutivo la capacidad de negociar bilateralmente con terceros países reducciones de hasta 50% de los aranceles bajo un mandato renovable, iniciándose una etapa totalmente novedosa en la política comercial de EE.UU.

Como la experiencia indica, las guerras comerciales se combinan usualmente con guerras de monedas, ya que elevados aranceles impulsan a los afectados a intentar superarlos por vía de devaluaciones competitivas. A la luz de la guerra comercial desatada por el Gobierno de Donald Trump contra China en los últimos meses, así como de las recientes sanciones arancelarias impuestas por motivos no comerciales a un aliado estratégico como Turquía -que afectan la capacidad de pago de sus obligaciones, al igual que su estabilidad monetaria- cabe preguntarse si EE.UU. ha incorporado plenamente las lecciones de su propia historia.

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