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La confusa reinserción de Argentina en el mundo

Hoy, la cocina de la política exterior es un ineficiente andamiaje de cubículos situados en la Casa Rosada

03 julio de 2018

Por Jorge Riaboi Diplomático y periodista

Hasta el momento, la deseable reinserción del país en el mundo está compuesta por muchas generalidades y acciones que requieren una explicación de mayor racionalidad política y profesional. Quizás por ello sea una buena oportunidad para usar la probeta del análisis con la finalidad de entender algunas coloridas expresiones del Gobierno de Mauricio Macri.

Hubo épocas en que la Cancillería tenía y ejercía responsabilidades monopólicas y primarias en estos menesteres. Fueron ciclos en los que se dedicaba a formular, coordinar, ejecutar y conducir la política exterior. Podía y quizás aún puede descansar en un plantel en el que nunca faltaron cuadros con sólido entendimiento de la realidad local y mundial; tenía y tiene genuina preparación para negociar temas de alta complejidad técnica y logró, y aún está en condiciones de lograr, un obvio liderazgo para insertar al país como interlocutor creíble de algunos debates y procesos relevantes a escala global, regional y bilateral.

Con esa mochila, Argentina fue siempre vista como un miembro de interés sistémico en numerosos organismos multilaterales y foros regionales. Sus representantes solían dar la sensación de estar bastante conectados y ser consistentes en la defensa y postulación de sus intereses. Y aunque hoy subsisten los ecos de tan singular patrimonio, no está claro si subsiste la voluntad o el deseo político de aprovechar con inteligencia esos recursos humanos. En semejantes incertidumbre una parte del capital queda apoltronado en el banco de suplentes o entretenido en proyectos que son de dudosa viabilidad o sustancia. Ello crea un problema que no resulta ajeno a la sempiterna tendencia de confundir importancia con figuración, un escenario que despierta el apetito de los grandes vendedores de humo. También, como sucedió en el subgabinete económico o de ministerios del ramo, el papel de coordinación se asemeja al de un teatro de creación colectiva, en el que las funciones de cada actor no dependen de sus méritos ni de su autoridad funcional, sino de las reacciones hepáticas del director.

Hay ejemplos por doquier que ilustran el punto. La innecesaria postulación de Buenos Aires como sede de la última y fracasada Conferencia Ministerial de la OMC (realizada en diciembre de 2017), siquiera le prodigó al país sus quince minutos de gloria. Argentina se convirtió en el gordo que presta la quinta de fin de semana para un carísimo y ridículo partido de futbol entre nostálgicos cincuentones, sin agregar un ápice a la fundada lucha por preservar el estratégico papel de esa Organización o por sumar puntos al prestigio e influencia nacional. Los que conocían y advirtieron sobre los riesgos de asociarse a tal escenario, no fueron escuchados. Se impusieron una vez más los artífices de la figuración con acceso al oído presidencial y el gorro frigio debió hacerse cargo del gasto.

Lo cierto es que hoy la cocina de la política exterior es un ineficiente andamiaje de cubículos situados en la Casa Rosada y en diversos despachos del gabinete nacional que exhiben, por decir lo menos, precarios conocimientos de los temas y carecen de los reflejos exigidos para impulsar un capítulo tan vital de las actividades del gobierno y del Estado. Así se explica la rápida e ineficaz elección de lo que se debió hacer en el debate global sobre el status de economía de mercado de China; las ansiedad y confusión con las que se encararon las sucesivas disputas con Estados Unidos sobre biodiésel, acero y aluminio, o el eterno problema de los accesos comerciales en materia de carnes y limones algo que, vale la pena recordar, sólo supone mayor ganancia simbólica que valor económico. Pero todo suma y en política exterior nadie tiene derecho a regalar los intereses ganados y legítimos del país.

Otro de los síntomas de despiste en la gesta de reinserción mundial, estuvo presente en las declaraciones de uno de los enviados presidenciales con funciones en Washington, quien acaba de sostener “que la política proteccionista de (Donald) Trump no está dirigida a Argentina”. ¿Es realmente así embajador? ¿Es cierto que cuando un gobierno con fuerte incidencia en la economía del planeta declara una estúpida y ruinosa guerra comercial que ya produjo tangibles e importantes represalias y ocasiona el cierre de mercados, lo que desaloja o desvía voluminosas producciones hacia otros destinos, éstas no se habrán de desviar, inexorablemente, a las plazas mundiales receptivas a precios inferiores (con dumping o sin él) haciendo estragos en todas partes?. ¿Es que Argentina será inmune a la recesión de origen comercial que pronostican en estas horas, con buen fundamento, los infatigables gurúes de Wall Street y hace cuatro años pronosticamos por escrito los que vimos venir estos conflictos? ¿Es que nadie entiende que esta es una versión ampliada de lo que ya pasó en los albores de la Segunda Guerra Mundial?

El canciller Jorge Faurie también nos regaló su innovación lingüística. Según la crónica del periodismo habría dicho, en el marco de una charla rotaria, que el Acuerdo birregional entre la Unión Europea y el Mercosur se hallaba en una “etapa finalísima”. Al margen de que no es fácil captar la diferencia entre el concepto de etapa final y etapa finalísima, quienes siguen estos temas no ignoran que siempre se destacó que la negociación en curso desembocaría en una “versión política” de un Acuerdo (con insumos) de Libre Comercio cualquiera sea el nombre “final” del texto. O sea que el proceso mantiene una secuencia análoga a la ya vista en el caso del Acuerdo Económico y Comercial Global (una curiosa y tarzanesca traducción al castellano de Comprehensive Economic and Trade Agreement o CETA) suscripto a nivel de Jefes de Estado y de Gobierno entre Canadá y la Unión Europea (UE).

Tras aprobarse el texto “político” del CETA, las partes necesitaron más de cinco años para convertir las disposiciones originales en reglas vinculantes de carácter legal, para recién llegar a la aprobación del texto final-final entre los Estados Miembros y el Gobierno de Ottawa. En medio de todo esto, la UE también debió resolver cuáles eran los compromisos que podía aplicar la Comisión de la UE y cuáles los capítulos no delegados a Bruselas tenían que ser aprobados y activados por los Estados Miembros. En la etapa recontrafinalísima del CETA, el tratado quedó en el aire muchas horas por la renuencia de una región belga a suscribirlo y, ahora, tras la firma, se observan nuevos reparos en la etapa de ratificación por parte del heterodoxo gobierno italiano que llegó al poder tras las últimas elecciones. Por lo expuesto, el Canciller debería estudiar dos cosas: a) cómo llamar a cada una de las siguientes etapas de la negociación, aprobación y ratificación; y b) con qué sorpresa saltarán al ruedo los distintos Estados Miembros de la UE (quienes nunca desilusionan cuando se trata de creatividad proteccionista).

Todo ello sin hurgar demasiado en cómo fueron quedando los textos actuales del proyecto de Acuerdo Mercosur-UE en lo que respecta al debate central sobre Proteccionismo Regulatorio, en momentos en que el Europarlamento patrocina un concepto devastador de sustitución de importaciones en materia de sustancias proteicas (el complejo sojero y otros productos de igual uso) y cómo quedó el balance de nuestros intereses ofensivos y defensivos en materia de acceso a los mercados. El Gobierno Nacional debería haber entendido que la capacidad de movilizar la pesada maquinaria de decisión de la UE, una vez que se aprobó un texto con faltantes o errores, el deseo de enmendarlos no resultará complejo. Sólo será imposible.

La presidencia de Macri tampoco consiguió, lo que es normal, que avance con trámite urgente o tratamiento especial las negociaciones de membresía en la OCDE. Aun si ello se aprobara, lo que está contemplado dentro de las opciones, esa luz verde no supondría haber ingresado a la etapa “finalísima”, porque sólo es una especie de punto de largada y no de llegada a la membresía. Hay dos cosas que el sector oficial no aclaró: si el Gobierno admira la sabiduría de las “buenas prácticas OCDE” ¿para qué desea contar al galope con la auditoría de un grupo de países que las incumplen?. ¿O no saben que la OCDE no puede convalidar el proteccionismo ni las mañas mercantilistas del Gobierno de Trump, así como las tesis agrícolas de la mayor parte de sus restantes miembros fundadores y no tan fundadores? A casi dos tercios de transcurrido el mandato del ingeniero Macri, ¿en qué escalón se ubica el proceso global de reinserción de la Argentina en el mundo? No sea cosa que el relato deba insertarse en la etapa “finalísima” y los ineptos analistas sigamos pensando como miembros de un país que aún no superó la pubertad negociadora.

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