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De las metas de inflación a las metas fiscales

El abandono del programa plurianual de desmonetización del déficit fiscal y la creación de un mercado de bonos en moneda local son necesidades sistémicas

15 febrero de 2018

Por Juan Matías de Lucchi Estudiante PhD in Economics (The New School) y ex asesor del BCRA

Desde el inicio, el BCRA se ha trazado dos objetivos operativos. Por un lado, el control de la tasa de interés nominal de corto plazo, para lo cual recurrió a un permanente cambio de instrumentos (la última novedad es la Leliq a 7 días). Por otro lado, la “desmonetización” del déficit fiscal, para lo cual estableció un programa plurianual de reducción de adelantos transitorios y transferencias de utilidades al Tesoro Nacional. Mientras que el primer objetivo indujo una expansión de la deuda en pesos del BCRA (Lebac y pases netos), el segundo implicó una expansión de la deuda (innecesariamente) denominada en dólares del Tesoro. Llamativamente, las implicancias del segundo objetivo han sido menos debatidas que las del primero.

Dado que el flujo de adelantos y transferencias se redujo del 2,7% del PIB en 2015 al 1,7% en 2017, el Gobierno no tuvo otra opción que recurrir a los mercados para cubrir el “gradualismo” fiscal. El problema de fondo es que lo hizo emitiendo contratos en dólares, por elección y no porque hubiese algún impedimento para hacerlo en pesos (el llamado “pecado original”). De acuerdo a los últimos datos de junio de 2017, el stock de deuda pública en moneda extranjera con terceros (“la deuda”) alcanzó los U$S 135.000 millones, un incremento de 85% respecto de diciembre de 2015. Si a su vez tomamos en cuenta las ultimas colocaciones de enero ya se habría superado el simbólico nivel de diciembre de 2001. En cuanto a los indicadores de sustentabilidad, las perspectivas son mas preocupantes: en tan solo 18 meses la deuda pasó del 14% al 24% del PIB y del 129% al 231% de las exportaciones.

Para los desprevenidos, vale siempre la siguiente aclaración: los países desarrollados como el Reino Unido, Canadá, Estados Unidos o Japón que registran deudas entre el 90% y 250% del PIB no son, en absoluto, una base de comparación. Estos países emiten bonos soberanos libres de riesgo porque están denominados en sus respectivas monedas locales que, a su vez, forman parte de la canasta de monedas internacionales. En Estados Unidos, el techo de la deuda publica es un fenómeno netamente político que se dirime en el Congreso. En Argentina, la deuda ha sido siempre un fenómeno externo que, en última instancia, se define en las bóvedas del BCRA. Recuérdese que la cesación de pagos de 2001 se declaró con tan “solo” una deuda del 50% del PIB.

A diferencia de la década del '90, donde las economías latinoamericanas se insertaban al mercado internacional endeudándose en dólares y administrando el tipo de cambio, durante los últimos quince años predominó el endeudamiento en moneda local y la flotación cambiaria. Sin embargo, aquí, Argentina fue una excepción (como reporta el BIS) pues pasó del endeudamiento intraestatal y los controles cambiarios al retorno del endeudamiento en dólares pero en un contexto volatilidad cambiaria (deuda al estilo de los '90 pero sin convertibilidad).

Este nuevo esquema está comprometiendo seriamente la estabilidad financiera y el crecimiento económico. En primer lugar, preocupa lo obvio: el descalce de monedas y la eventualidad de una crisis de solvencia externa, especialmente, si tomamos en cuenta la preocupante dinámica de la cuenta corriente. Sin embargo, también emergen otros interrogantes: si el déficit financiero continúa empeorando, no solo por la corrección de los bonos del Tesoro de EE.UU. a diez años y el aumento del riesgo país sino también por la devaluación del peso que incrementa la carga de intereses y vencimientos, es posible que el Gobierno se vea forzado a cumplir sus obligaciones externas a expensas del gasto primario (obras publicas, por ejemplo), es decir, limitando los factores que han estado empujando la actividad económica.

El patrón de financiamiento de los últimos dos años, tanto a nivel nacional como provincial, se ha convertido ahora en un condicionante de la política fiscal. Por esta razón, da la sensación de que la intervención del Poder Ejecutivo en el BCRA ha sido impulsada más por motivos fiscales que monetarios. La desinflación habría dejado de ser la prioridad frente a la fatiga del endeudamiento externo. Sin embargo, aunque la baja de tasas podría estar preparando el terreno para que Tesoro inicie un ciclo de endeudamiento en pesos (ya habría arrancado con los recientes bonos con “cláusula gatillo”) de nada serviría si la devaluación del peso se acelera. Nótese que frente a la inactividad del BCRA en el mercado de cambios el Banco de la Nación ha tomado su lugar.

El segundo objetivo operativo ha sido inapropiado y contraproducente en materia antiinflacionaria tanto desde una visión ortodoxa (monetarista) como heterodoxa (estructuralista). El efecto monetario total del déficit fiscal continúa en el orden del 4% del PIB. La diferencia es que ahora la emisión es mayormente por la compra de los dólares financieros del Tesoro. De todas maneras, afortunadamente, cada vez hay más consenso de que la inflación no responde a un exceso de demanda agregada (“la inflación es siempre un fenómeno monetario”) sino que está asociada a la dinámica de los costos de producción (salarios, tarifas y dólar). Siendo así, especialmente en un contexto internacional de incertidumbre, lo que debería reinar es el pragmatismo político por sobre la ideología económica. En este sentido, el abandono del programa plurianual y la creación de un mercado de bonos en moneda local se presentan hoy como necesidades sistémicas. Estas medidas, bien coordinadas, no solo retomarían la agenda de la sustentabilidad externa y aliviarían el déficit financiero del gobierno sino que también permitirían recalibrar la tasa de interés (y el tipo de cambio) en función de objetivos antiinflacionarios.

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