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Sobre inflación y pobreza

La cadena causal es alta inflación, baja inversión, bajo crecimiento, aumento de la pobreza

18 septiembre de 2017

Por Jorge Bertolino Economista

Las últimas mediciones estadísticas dan cuenta de la existencia en nuestro país de niveles de pobreza de aproximadamente 32%, 6 puntos mayor en comparación con los existentes a fines del Gobierno anterior. Es lícito preguntarse si la responsabilidad de este incremento recae en el Gobierno actual u obedece a lo que suele denominarse “la herencia recibida”.

En primer lugar, el 26% anterior es igualmente trágico teniendo en cuenta la enorme cantidad de recursos naturales y humanos de la economía argentina. En segundo término, los números actuales sinceran una situación existente, que las estadísticas oficiales no reflejaban cabalmente. Por un lado, las mediciones de años anteriores están sospechadas de haber sido corregidas indebidamente a la baja y, por el otro, en la última década se disimuló con asistencialismo una dura realidad: nuestro país no crece en términos per capita desde hace cuarenta años.

Un estudio reciente muestra que, en los últimos diez años, en los que los precios de las materias primas fueron muy superiores a los que rigieron en décadas anteriores, la mayoría de los países de Sudamérica, excepto el nuestro, redujeron significativamente sus niveles de pobreza. Entre ellos, Chile, Colombia, Bolivia, Perú, Paraguay y Uruguay. La reducción osciló entre 35% y 70%.

Estructura y tiempo

La pobreza en nuestro país es estructural. Se fue gestando y acumulando año tras año y capa tras capa como consecuencia de políticas irresponsables por parte de todos los gobiernos que se fueron sucediendo en el poder en los últimos setenta años.

Es lícito preguntarse si la responsabilidad de este incremento recae en el Gobierno actual u obedece a lo que suele denominarse “la herencia recibida”

Entre 1880 y 1940, Argentina estuvo siempre entre los diez ingresos per capita más altos del mundo. Hoy, según el FMI, estamos en el puesto 73.

Hasta la década del '40 nuestra inflación fue similar a la del resto del mundo y nunca pasó del 10% anual. Hubo años de menos del 5%  y también años de deflación, pero, desde entonces, comenzó a crecer y a alejarse de los estándares internacionales. Nuestra clase dirigente había decidido que la emisión de dinero no era inflacionaria sino “un lubricante útil para la economía”. Como consecuencia de ello, comenzó nuestra prolongada historia inflacionaria que todavía hoy, setenta años más tarde, estamos padeciendo con intensidad. Pero la inflación no viene sola sino que es acompañada por un ejército de pobres. Como consecuencia de esto somos campeones mundiales de inflación y también campeones mundiales de pobreza.

Veamos la relación entre ambas variables.

La inflación ahuyenta la inversión, ya que ésta necesita estabilidad de precios para que el cálculo económico sea posible. Sin éste, se dificulta seriamente la estimación de la rentabilidad de los diferentes proyectos de inversión, debido a la volatilidad de los precios, salarios y tipo de cambio que genera la inflación.

Con baja inversión no hay crecimiento, ya que se necesita un monto mínimo de ella para reemplazar la depreciación del stock de capital existente. Es habitual en regímenes de alta inflación que la inversión bruta no supere a la tasa de depreciación, reduciéndose paulatinamente la capacidad productiva.

Como la población aumenta 1% anual, se dispone de un nivel de ingreso similar, que debe ser distribuido entre un mayor número de personas. Es lo que los economistas llamamos estancamiento: crecimiento cero en términos per capita.

La cadena causal es alta inflación, baja inversión, bajo crecimiento, aumento de la pobreza. La inflación infaliblementr es una fábrica de pobres.

Las prioridades

Para acabar con la pobreza hay que acabar con la inflación. Es necesario un gran esfuerzo. Hay un costo social a pagar, pero infinitamente más alto es el costo de no hacerlo, permitiendo que continúe la dinámica empobrecedora que desde hace muchos años nos frustra como ciudadanos y también como sociedad.

Un estudio reciente muestra que, en los últimos diez años, en los que los precios de las materias primas fueron muy superiores a los que rigieron en décadas anteriores, la mayoría de los países de Sudamérica, excepto el nuestro, redujeron significativamente sus niveles de pobreza

El Gobierno actual, con su impronta de cambios nos ofrece una oportunidad de romper con ese esquema maligno que nos tiene aprisionados desde hace tanto tiempo. Pero no hay certeza de que no se produzca el cambio de sistema a mitad de camino, por la impaciencia y el cortoplacismo que siempre nos caracterizaron como sociedad, y que constituyen la génesis de la alta inflación. Es necesario moderar inteligentemente nuestras demandas para generar ahorro, que luego se traduce en inversión y que, por último, genera producción, empleo y salario. Nos cuesta entender, a nivel colectivo, que por más esfuerzo asistencialista y redistributivo que hagamos, si no hay más producción, no hay como repartir más a cada uno.

En varios de los países que dejaron de ser pobres en los últimos cuarenta o cincuenta años y hoy son modelos exitosos de economías prósperas, existió la ventaja de que su población tenía clara su situación de pobreza,  aceptando resignadamente esforzarse y trabajar pensando en sus hijos y sus nietos. Como guiados por una mano invisible, tras muchos años de crecimiento sostenido, hoy los niveles de ingreso son diez o veinte veces más altos que unas pocas décadas atrás.

Nosotros tenemos la desgracia de creernos ricos y, por eso, somos impacientes. Las recetas mágicas y el facilismo son producto de esta impaciencia.

La pobreza es hija de la inflación, y la inflación es hija del facilismo. Bajar la inflación duele, pero más duele la pobreza. Esto no significa que el Gobierno actual esté haciendo todo bien en la lucha contra la inflación. Aquí sostenemos que se está poniendo todo el peso en la política monetaria, y se está siendo excesivamente  gradualista en el aspecto fiscal. Se está pagando un costo demasiado alto por falta de audacia y exceso de confianza en la política monetaria.

Algunas ideas

Hay otro camino, ligeramente diferente.

Luego de que en la última década se perdieran US$ 40.000 millones de reservas, la apertura del cepo, la liberación del tipo de cambio, el arreglo con los holdauts y la disminución de los subsidios a los servicios públicos fueron medidas necesarias pero no suficientes  para generar una rápida oleada de inversiones que contrarrestara la baja del consumo que inexorablemente se produce cuando se devalúa. Esto ocurre porque una parte importante de los sueldos y salarios se gasta en alimentos, cuyo precio está ligado directamente con el tipo de cambio. Mientras más bajo éste, más bajo el precio de los primeros. Este es el motivo por el cual el atraso cambiario le gusta tanto a la gente: se genera una sensación de bienestar, mientras dura, debido a que los salarios compran más cosas mientras más barato es el dólar.

Para acabar con la pobreza hay que acabar con la inflación. Es necesario un gran esfuerzo. Hay un costo social a pagar, pero infinitamente más alto es el costo de no hacerlo

El shock de expectativas que el Gobierno esperaba redujera el efecto recesivo de la devaluación no se produjo ?ni se producirá? porque la economía argentina no es viable con la presión impositiva actual. Sólo el campo, con sus ventajas naturales, la agroindustria y algunas pocas empresas industriales grandes, ubicadas en la frontera tecnológica internacional son suficientemente rentables con el costo argentino actual. Para reducir significativamente la pobreza, es necesario duplicar rápidamente el ingreso per capita. Pero con las reglas actuales, éste se duplicaría en 35 años. Creciendo 3% anual, esto es lo que los fríos números indican. En cambio, con un crecimiento del 8% anual, este ingreso se duplicaría en sólo diez años.

Para bajar rápidamente el costo argentino y provocar un shock de inversiones que permita crecer sostenidamente 8% es necesario bajar significativamente la presión fiscal. Hay que eliminar el Impuesto Al Cheque, Ingresos Brutos provinciales, los aportes patronales sobre los salarios y todos los impuestos que gravan la electricidad, el gas y los combustibles. También es necesario reducir el Impuesto a las Ganancias de las empresas al 25%.

No debe temerse la pérdida de recaudación que teóricamente se generaría, ya que la curva de Laffer permite predecir que, si la hubiera, sería transitoria y fácilmente financiable con recursos que podrían proveer organismos financieros internacionales con tasas de interés cercanas a cero. La curva mencionada pronostica que la recaudación no baja ante la reducción de la presión fiscal si la economía se encuentra gravada por encima del punto de máxima recaudación. A medida que se incrementan las alícuotas, predice, aumenta la recaudación. Pero en un cierto punto, ésta se hace máxima, indicando que a partir de allí, todo incremento de impuestos reduce los ingresos fiscales porque se pierde actividad y se genera informalidad y evasión. Es bastante obvio que la economía argentina ha superado largamente este punto de máxima tolerancia impositiva.

Consensos

Este programa debería consensuarse con los gobernadores, los sindicatos y los empresarios, y aplicarse secuencialmente, mediante un cronograma periódico. Por ejemplo, 40% instantáneamente y 20% anual en los tres años siguientes.

Si, conjuntamente, el Gobierno y los actores mencionados garantizaran públicamente que, en adelante, será política de Estado mantener bajas alícuotas para alentar la inversión y el crecimiento, se desataría un proceso inversor de magnitudes extraordinarias para aprovechar las ventajas que, esta vez sí, ofrecería la economía.

Luego de que en la última década se perdieran US$ 40.000 millones de reservas, la apertura del cepo, la liberación del tipo de cambio, el arreglo con los holdauts y la disminución de los subsidios a los servicios públicos fueron medidas necesarias pero no suficientes  para generar una rápida oleada de inversiones que contrarrestara la baja del consumo

La importante disminución de los costos de las empresas introduciría presiones deflacionarias y,  como paralelamente aumentaría significativamente la demanda de dinero, por expectativas de menor inflación y mayor actividad, la tarea del BCRA se vería simplificada, convergiéndose genuinamente a un sendero de mucha más baja inflación. Ya no sería necesario el rigor de las inusualmente altas tasas de interés, las que descenderían rápidamente, iniciando una nueva ronda de estímulo a la inversión productiva.

Como podrá observarse, las medidas aquí propuestas están dirigidas a disminuir los costos, aumentando la rentabilidad empresaria, único motor de la producción y el empleo en la economía capitalista actual.

El tipo de cambio real para los sectores exportadores aumentaría fuertemente, ya que puede estimarse como el cociente entre los precios internacionales (convertidos a moneda nacional) y los costos internos. La baja de estos últimos, al disminuir el denominador de la ecuación, elevarían el resultado final, alentando las exportaciones y desalentando las importaciones, sin necesidad de ajustes nominales del valor de la divisa.

La alternativa gradualista de bajar los impuestos solamente después de que aumente la recaudación, para no desfinanciar al Estado, se parece al perro persiguiendo su cola. Es obvio que nunca la alcanzará. Si bien la miopía argentina es famosa en el mundo entero, es hora de cambiar la historia, abandonar la libreta del almacenero del hipergradualismo y dar un salto de fe. Será entonces cuando en el mundo se hable del “milagro argentino” y los países menos exitosos aspiren a crecer a “tasas argentinas”, parafraseando al “crecimiento a tasas chinas” que estuvo de moda citar en las últimas décadas.

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