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Los Programas de Transferencias Condicionadas

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14 noviembre de 2014

signación Universal por Hijo, Bolsa Familia, Chile Solidario, Familias en Acción y Bono de Desarrollo Humano son algunos de los nombres dados a los Programas de Transferencias Monetarias Condicionadas (PTC) en diferentes países de América Latina. Estos programas nacieron hacia mediados de los años '90 en México (por iniciativa del economista Santiago Levy) con el doble propósito de mitigar los niveles de pobreza inmediatos y de reducir la insuficiencia de ingresos de mediano y largo plazos a través de inversiones concretas en capital humano: educación y salud para los más chicos.

Resulta oportuno ahora preguntarse cuán eficaces son o fueron estos programas, muchos de los cuales y con diferentes nombres, han cumplido la mayoría de edad. ¿Lograron sus objetivos fundacionales? No basta conformarse diciendo que tuvieron que ver con los procesos de reducción de la pobreza y de la desigualdad del último decenio. La exploración de simples características de su diseño permite formarse una idea de la situación actual y las perspectivas a mediano y largo plazos.

Algunos números

Actualmente se estima que son más de 120 millones los beneficiarias de los PTC en América Latina. El programa más importante de la región es el de Brasil que transfiere dinero a casi 53 millones de personas, seguido de cerca por el mexicano Oportunidades, que llega a 28 millones. En la Argentina actual, el PTC más grande es la AUH que tiene una cobertura aproximada de 3,5 millones de beneficiarios con un gasto estimado de $16.000 millones anuales.

Estos números dejan al descubierto un aspecto central de los PTC: absorben muchísimo dinero público y demandan un gran esfuerzo en términos de recaudación no siempre sostenible; en especial en momentos en que, como en Argentina, las presiones inflacionarias hacen cuestionar otras formas de financiamiento.

Las premisas

Una manera posible de evaluar la eficacia de los PTC consiste en estimar sus efectos inmediatos sobre los resultados más directos que pretenden lograr. Apreciar, por ejemplo, en qué medida los beneficios de las transferencias permiten a los hogares mantenerse por sobre los umbrales o líneas de pobreza; o en cuánto alteran la tasa de asistencia escolar de niñas, niños y adolescentes y la cobertura de los programas de vacunación obligatorios. Si bien el primer objetivo no es explícito, debería lograrse, mientras que los dos últimos aspectos forman parte de la condicionalidades de los programas y, con ello, de los requisitos que deben cumplir sí o sí los beneficiarios.

Pero que quede claro que esos aspectos son los menos importantes en términos de objetivos estratégicos. Justamente la diferencia de los PTC, comparados con los programas puramente asistenciales, son los objetivos de más largo alcance que los justifican. Si estos programas tienen amplias chances de alterar para bien la distribución de las oportunidades mejorando la salud y la educación de los futuros trabajadores, entonces los Estados nacionales no estarían gastando sino invirtiendo en capacidades humanas. Y eso sería socialmente bueno.

Problemas

Pero esa es precisamente una de las principales debilidades de los PTC. Los resultados de la inversión están lejos de la certeza. Adjudicar a éstos mecanismos la reducción de la pobreza y la desigualdad regional es un grave error. Para que el programa tenga resultados de largo alcance se requiere un crecimiento económico importante que permita absorber el capital humano acrecentado por las inversiones, si es que dicho capital humano tiene la calidad suficiente (tema que también está en discusión después de conocidos los resultados de las pruebas PISA).

Es que todo el andamiaje está apoyado en buena medida en una creencia (la mayor educación y salud equivale a mayor productividad), y no en evidencia empírica robusta. Es claro que de no cumplirse otras condiciones bajo las cuales la mayor educación y la mejor salud puedan ser transformadas en ganancias de productividad, el resultado de esta invención latinoamericana podría ser sólo una inflación de credenciales educativas y sanitarias. Es decir que en el futuro podríamos llegar a ser igualmente pobres, aunque más sanos y educados.

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