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El núcleo duro de la desigualdad

Las distintas facetas

03 julio de 2013

(Columna de Jorge Paz, economista, investigador del CONICET y director del IELDE)

En el último decenio la economía se recuperó y creció considerablemente. Hacia fines del 2004 se había alcanzado el nivel del pico de actividad de 1998. A partir de allí y hasta el 2010, el crecimiento fue ostensible. A la par del aumento del PIB per capita, aumentó el gasto público en general, pero muy especialmente el gasto social, es decir, aquel gasto destinado a educación, salud y seguridad social.

Así, el crecimiento económico que empujaba la demanda de bienes y trabajo al alza, y con ello el salario de los trabajadores, era acompañado por un gasto público orientado a la integración de los sectores más refractarios al cambio, es decir, de aquellos que en el declive económico y en la posterior crisis predevaluatoria eran los más vulnerables. El carácter complementario del gasto público al crecimiento se reflejó en la multiplicidad de políticas y programas, aprovechando en cierta forma los frutos del progreso económico. Se pusieron en marcha programas tales como Jefes de Hogar (luego Familias para la Inclusión Social y Seguro de Capacitación y Empleo), y tantos otros menores, que precedieron a la actual Asignación Universal por Hijo para la Protección Social, el programa de transferencias condicionadas quizá más ambicioso que se haya conocido jamás en el país. Acompañaron a éstos otros educativos, sanitarios y laborales, orientados estos últimos a aumentar la incidencia de la registración del trabajo.

Mientras todo esto pasaba se crearon también leyes orientadas tanto a atraer y mantener a los jóvenes en el sistema educativo (Ley de Educación Nacional Nº 26.206) y se fortalecieron instituciones clave para un funcionamiento coherente del mercado laboral, como el Salario Mínimo, Vital y Móvil. Se promovió la reforma del Sistema Previsional, lo que hizo posible que miles de adultos mayores que estaban fuera de la estructura pudieran acceder al beneficio jubilatorio, corrigiendo en cierto sentido algunas fallas históricas del mercado de trabajo.

¿Y la desigualdad?

La desigualdad económica declinó ante este ataque frontal y directo. Todos los indicadores de esta dimensión de la vida económica muestran exactamente lo mismo: una caída fuerte y significativa. Cabe aclarar que para muchos esto es bueno, pero para otros no tanto. El debate acerca del rol de la desigualdad en el crecimiento económico es un debate abierto y sin ganadores en el análisis económico.

Sin embargo, hay algunas brechas económicas que no lograron cerrarse en todo este proceso. Si bien en economía hay una verdad difícil de rebatir (el crecimiento todo lo cura), no parece ser este el caso y, lo que es más preocupante aún, no es el caso a pesar de que el crecimiento estuvo acompañado de una agresiva (en el buen sentido) política de inclusión social. Este núcleo duro de la desigualdad, o desigualdad persistente, que se manifiesta entre grupos o entre sectores de la población no es, curiosamente, el objeto central de ninguna de las plataformas electorales actuales, a pesar de su importancia relativa.

El núcleo duro

Cuando hablamos de núcleo duro de la desigualdad queremos referirnos principalmente a la desigualdad de resultados, a la desigualdad de acceso a determinados mercados y, principalmente, de ingresos provenientes del mercado de trabajo. Hay una multiplicidad de brechas imposibles de cubrir en este espacio (y, muy probablemente, el lector podrá listar tantas, o aún más, que las propuestas en este artículo), pero creemos que las siguientes resultan cuanto menos muy ilustrativas: la brecha de actividad económica y de ingresos entre hombres y mujeres; del acceso al empleo entre jóvenes y adultos; de ingresos entre trabajadores registrados y no registrados en la seguridad social y de los ingresos entre trabajadores que residen en provincias diferentes dentro del país.

Una mirada rápida a las disparidades de resultados en estos aspectos permite pintar un panorama de la situación actual y también abre el abanico a una serie de explicaciones posibles acerca de su existencia.

No obstante, como se verá al final de esta nota, controlando los efectos de todas las explicaciones dadas, aparece nuevamente el núcleo duro, nuevamente la desigualdad persistente y nuevamente la pregunta de por qué no desciende la desigualdad.

Panorama general

Primero, se planteará el problema en términos coloquiales y luego más directamente los números: hay más hombres que mujeres en el mercado de trabajo y el desempleo juvenil supera ampliamente el desempleo adulto (desigualdad de acceso al mercado de trabajo). Los hombres asalariados perciben una remuneración marcadamente mayor que las mujeres y los salarios de los trabajadores no registrados es significativamente menor que el correspondiente a los asalariados registrados (a pesar de la ausencia de “cargas” sociales entre los primeros). Por último, el salario promedio de un trabajador que reside en la patagonia más que triplica el de otro que reside en el Noreste y/o el Noroeste.

De cada 100 activos, 60 son varones y 40 mujeres; la tasa de desocupación de los jóvenes entre 18 y 24 años es del 18,7% frente al 5,4% de los comprendidos entre los 25 y 59 años de edad; los hombres ganan un salario 13% más elevado que el de las mujeres (en realidad esta disparidad es más amplia, como se verá enseguida); un asalariado registrado percibe una remuneración 95% más elevada que un asalariado no registrado y el ingreso monetario promedio de un asalariado en Tierra del Fuego es 205% más elevado que el de un asalariado en Chaco.

Además de haberse naturalizado, estas disparidades parecen haberse cristalizado en la economía argentina. Están instaladas en la realidad y, al parecer, llegaron para quedarse. Lo que resulta curioso es que nadie se detenga a reflexionar sobre las mismas y a proponer aunque más no sea una explicación sobre su existencia y persistencia.

Una explicación posible

Se podría argumentar que las disparidades en el acceso a determinados mercados, como el de trabajo, y de remuneraciones también, reflejan diferencias de productividad: entre hombres y mujeres, entre jóvenes y adultos, entre trabajadores registrados y no registrados, entre provincias. Si bien es muy difícil ponerse de acuerdo en estos temas, porque difícil es medir la productividad de los trabajadores, pueden ensayarse algunas maneras de controlar, al menos en parte, estos efectos que han ideado los economistas hace ya algunos años. Así, se podría argumentar que los trabajadores no registrados ganan menos que sus pares registrados porque tienen una educación más baja (la educación sería como una proxy de la productividad), porque son más jóvenes (se dice que los jóvenes usan la vía de la informalidad para acceder al mercado laboral) y tienen por ello menos experiencia, porque ocupan posiciones laborales menos cualificadas (otro indicador de productividad) y porque residen en provincias más pobres y menos competitivas en términos laborales. Otro tanto puede decirse de por qué las mujeres ganan menos que los hombres: trabajan menos horas (porque usan su tiempo para atender cuestiones del hogar), ocupan posiciones laborales con menor responsabilidad (arriesgan menos porque apuestan al hogar más que al trabajo), etcétera.

Habiendo controlado todas estas diferencias, lo que queda es sorprendente: los hombres ganan un salario 25% más alto que las mujeres a igualdad de condiciones, y los salarios de los trabajadores registrados se sitúan 47% por sobre de sus pares no registrados. Los salarios en las provincias en 2012 mostraban las disparidades que aparecen en el gráfico (allí, la región Pampeana fue usada como categoría de base para la comparación). Podrían hacerse muchos otros ajustes a los datos, pero los realizados aquí resultan lo suficientemente sugestivos para plantearse preguntas relevantes.

¿A qué se deben estas disparidades? ¿Por qué, si el crecimiento económico todo lo puede, no pudo cerrar más estas distancias económicas? ¿Por qué la política social y laboral implementada por el Gobierno no resultó en una eliminación total de estas desigualdades? ¿Es deseable que existan estas brechas y, por ende, nadie las discute?

Todo lo antedicho adquiere una relevancia mayor en la medida en que el crecimiento ha menguado y las perspectivas para los próximos años no resultan del todo halagüeñas. Viene muy bien aquí evocar una frase del sociólogo francés François Dubet: “?la puesta en práctica de una política resulta siempre inferior a sus principios, en especial cuando desaparece el fuerte crecimiento económico que requiere para su despliegue”.

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