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Venezuela y el veto de las botas

26 febrero de 2019

Por Patricio Talavera Politólogo

Treinta días después de iniciada la “Operación Guaidó”, ya podemos verificar sus limitaciones y su bastante factible fracaso. Además de coyunturas adversas, existe un elemento histórico que no se puede menospreciar. En la inercialidad natural de la política en Venezuela, el Ejército fue un punto de referencia ineludible e irremplazable.

En Venezuela, las transiciones democráticas fueron moldeadas, e incluso planificadas, por el Ejército. En 1935, moría después de 27 años en el poder el dictador Juan Vicente Gómez. Su sucesor, contra el deseo de la familia gomecista, fue el general Eleazar López Contreras, ajeno a lo más conspicuo de la élite cortesana que rodeaba la finca del dictador en Maracay. Antes de ser nombrado ministro de Guerra (el puesto más influyente del país después del de Presidente), Gómez lo envió en 1928 como Jefe de Guarnición a Táchira, alejándolo y protegiéndolo de las conjuras recurrentes dentro y fuera del régimen gomecista. López Contreras era a Gómez lo que Manuel Avila Camacho era a Lázaro Cárdenas en México: la sucesión moderada. La contracara de un régimen que daba tres alternativas a los opositores: “O te vas a una embajada, a un ministerio o te tiro en 'La Rotunda'”, como advertía Gómez, sobre la tristemente célebre prisión del régimen.

Contreras, sin lazos con la familia de Gómez, encarnaba una idea más liberal de la sociedad: fue el primer Presidente que, al estilo de Roosevelt, hablaba por radio al país. Muerto Gómez, López Contreras se hizo nombrar por el Congreso gomecista presidente de Venezuela, iniciando la transición cuyo proyecto final fue la apertura gradual hasta llegar a elecciones libres en 1945. Sólo el colapso psicológico del heredero civil de la transición, Diógenes Escalante, lo impidió. Pero la transición de diez años fue cocinada en la comprensión de que no había gomecismo sin Gómez, con un control riguroso por parte del Ejército: antes de ser presidentes, López Contreras e Isaías Medina Angarita, militares, fueron ministros de Guerra.

En 1958, cuando el final de la dictadura del general Pérez Jiménez, la sublevación estudiantil que sirvió de prólogo a su caída el 23 de enero (fecha especialmente elegida por la oposición a Maduro), logró su objetivo cuando en la medianoche del día 22, la guarnición de Caracas le pidió el paso al costado al dictador, horas antes del levantamiento de la Escuela de Cadetes. “No voy a quedarme al precio de acribillar cadetes”, les dijo Pérez Jiménez a los suyos, antes de renunciar presionado por el ministro de Guerra (otra vez en la historia) y huir a República Dominicana. La transición fue capitaneada por el carismático almirante Wolfgang Larrazábal, que renunció para ser candidato, y ser derrotado frente a un eximio conocedor del tablero militar venezolano (y compañero del golpe de 1945) Rómulo Betancourt.

Betancourt ya había sido presidente 1945-46, artífice del golpe que hizo caer a Angarita. Como recordó siempre Arturo Uslar Pietri, todo el Ejército estaba con Angarita. ¿Qué falló? La guarnición de Caracas. Sin Caracas ni militares, no hay paraíso político en Venezuela. Bien lo supo Chávez, el cual relata en su crónica del golpe de 1992, que la pérdida de comunicación con los conspiradores en Caracas contra el gobierno de Carlos Andrés Pérez decidió la rendición. Por las mismas razones, mas atenuadas, había fracasado “La Noche de los Tanques” contra su antecesor, Jaime Lusinchi, en octubre de 1988.

La “militarización” de la política venezolana, un factor siempre presente (fueron militares los que moldearon al Estado moderno venezolano, Antonio Guzmán Blanco y Juan Vicente Gómez) se aceleró frente al deterioro de la IV República (1958-1999). La crisis económica crónica alentó la formación de grupos como el Movimiento Bolivariano 200 formado por Chávez y compañeros de Ejercito de él en 1982. La percepción de vulnerabilidad externa con Colombia con la sucesión de incidentes fronterizos de carácter militar en los 80 y 90 (Perijá, Cutufí, el Valle del Arauca, Cararabo) llevo a planes de “repotenciación militar” (gobierno Lusinchi, 1986) que sin solucionar problemas logísticos, sobredimensionaron el rol militar.

Esto llevó a invasiones abiertas de competencias por parte de militares, como el caso del incidente de Cararabo, en 1995, cuando el Ministerio de Defensa actuó como Cancillería frente a Colombia. Esto, y la nostalgia de un pasado glorioso bajo mando militar llevó en 1998 a una elección con tres candidatos militares: Hugo Chávez, el almirante Radamés Muñoz León y el general Oswaldo Sujú Raffo. La experiencia chavista implicó una expansión total y final de las Fuerzas Armadas, expandiendo su nomenclatura hasta alcanzar 2.000 generales, frente a los 900 que ostenta hoy, por ejemplo, Estados Unidos.

En conclusión, nada indica que, de producirse, esta transición sea distinta a los patrones del pasado. Sin la aquiescencia del Ejército, o como mínimo, la guarnición de Caracas, no existe posibilidad de cambio al statu quo. Y después de veinte años, el chavismo no será un actor eliminable, ni en el corto plazo ni con facilidad, de la Venezuela que viene.

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