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Venezuela y la radiografía de un país en llamas

28 enero de 2019

Por Sebastián Senlle Economista

La crisis de Venezuela ha escalado al tope de la atención en la agenda global. El régimen de Nicolás Maduro no deja de sorprender negativamente no sólo por sus abusos en materia institucional y la agresividad con que ha reprimido las manifestaciones en su contra sino también por sus horrendos “logros” en materia económica.

Sentada sobre las reservas de petróleo probadas más abundantes del mundo, Venezuela muestra indicadores que asustan. El PIB, según el Word Economic Outlook del FMI, lleva cinco años en baja, con caídas sucesivas del 16,5% en 2016, 14% en 2017 y 18% en 2018. Para tomar una dimensión, el 2018, percibido como muy negativo para Argentina, implicó una caída que rondaría 2,5%.

La inflación está absolutamente desbocada: pasó de 111% en 2015 a 254% en 2016, .1087% en 2017 y se convirtió en una hiperinflación superior al millón por ciento en 2018 (con cambio de denominación en la moneda y el bizarro intento de popularizar una criptomoneda local incluido). La pobreza alcanza ya al 87% de la población, cuando en 2014 era de 48,4%.

El ingreso de los venezolanos tuvo una caída casi inédita en la historia moderna. El PIB per cápita ya está debajo de los US$ 3.000 medido a precios corrientes (FMI: 2018). De ser uno de los países más ricos de la región en 2003, Venezuela pasó al último casillero de Sudamérica, exhibiendo la mitad del ingreso de Colombia, Ecuador, Perú o Paraguay, y un tercio del de Argentina y Brasil. Desde 2011, el ingreso per cápita a precios corrientes se ha reducido 71% y ya ha vuelto a niveles de comienzos de los '90. Es cierto que Argentina no tiene mucho sobre qué enorgullecerse al comparar la evolución de su ingreso frente al promedio mundial, con varias décadas de retroceso, pero lo de Venezuela, directamente, califica como trágico. El PIB, a precios corrientes, pasó de presentar casi el 10% del total sudamericano en 2008 a apenas el 2,67% tan solo una década después.

Dejando a un lado los escasos analistas, dirigentes o figuras públicas que aun se animan a defender o eximir de culpas al actual Gobierno, son muchos los que, especialmente desde el campo de la izquierda, intentan separar el desastre de la gestión de Maduro de lo que entienden como una experiencia exitosa de su antecesor, Hugo Chávez. La lectura, no obstante, es errada. Aun cuando la ineptitud del equipo de Maduro es sin dudas un factor relevante, las raíces de la crisis venezolana hay que buscarlas en “el socialismo del Siglo XXI” de Chávez.

En nombre de banderas de justicia social y soberanía económica, el chavismo se encargó de desmantelar la estructura productiva de Venezuela hasta volverla una economía completamente inviable. De acuerdo con estadísticas del FMI, el gasto público venezolano ha crecido de 28% del PIB en el 2000 a casi 40% en 2018. El gasto, claro, lejos estuvo de ponerse al servicio del desarrollo y se ha ido por los resquicios del asistencialismo, la ineficiencia y una corrupción galopante.

Respecto a este último punto, vale como muestra el índice de Percepción de Corrupción de Transparency International: en 1999, Venezuela se ubicaba en una posición intermedia (77°) pero con el chavismo, ya en 2009, había descendido al puesto 160°. Actualmente, se ubica 169° sobre 180 países, por debajo incluso de Haití y sólo encima de un puñado de países africanos y Corea del Norte. La presencia de una burocracia enorme, corrupta y llena de privilegios para “vender” es uno de los aspectos salientes del proceso.

Las estatizaciones masivas fueron otro punto clave. El chavismo estatizó casi la totalidad de la industria petrolera y aprovechó la suba del precio del petróleo durante la primera parte del Siglo XXI (cuando pasó de US$ 25 -WTI- en 1999 a casi US$ 145 en 2008) para construir su capital político, pero jamás pudo recomponerse de la baja que experimentó en el cambio de década, incluso aunque en 2018 el crudo recuperó cotización.

En los años de “éxito”, el chavismo estatizó más de 1.200 empresas, según un reporte de la Confederación Venezolana de Industriales, abarcando no sólo el sector petrolero sino también rubros tan variados como telefonía, siderurgia y alimentos. Con la burocracia estatal al mando, hoy el grueso de esas compañías están paralizadas o redujeron al mínimo su producción. A modo de ejemplo, Sidor (expropiada a Techint en 2008) pasó de producir 4,3 millones de toneladas en 2007 a apenas 272.000 en 2017: una baja del 93%.

Junto con los controles de precios cada vez más extendidos y la creciente presión fiscal, la inversión privada perdió cualquier tipo de incentivo y hacer negocios en Venezuela se transformó en una tarea de riesgo.  El último reporte de competitividad del Foro Económico Mundial la ubica entre las 10 economías menos competitivas del mundo, con puntajes especialmente bajos en ítems como calidad institucional (donde ocupa el último puesto) e infraestructura (117°).

Pero el problema no ha sido sólo el gasto, sino también su financiamiento. Venezuela ha ido incubando una situación fiscal calamitosa, que llevó el déficit al entorno del 30% del PIB. Una cifra inmanejable, más aún con los mercados de deuda voluntarios cerrados y sin líneas de contacto con los organismos multilaterales de crédito. A excepción de algunas ayudas de aliados geopolíticos como China o Rusia, el grueso del desbalance fiscal se ha financiado con emisión: mientras la demanda de dinero se iba en picada, el oficialismo aumentó exponencialmente la oferta de bolívares. A mayo de 2018, último reporte del Banco Central de Venezuela (BCV), la liquidez monetaria llevaba aumentado 4.060% en los 12 meses previos. En el camino, intentando contener la suba del tipo de cambio, el Gobierno se consumió las reservas del BCV, que pasaron de US$ 42.000 M en 2012 a US$ 8.000 M en la actualidad.

El chavismo perdió el superávit fiscal en 2004 y desde entonces fue empeorando sucesivamente el balance del sector público y cubriendo el diferencial con emisión (algo que el propio Presidente ha debido reconocer, amparándose en que “era necesario para financiar la misión socialista”), hasta acumular un déficit que a la muerte de Chávez ya alcanzaba 14% y que registró en 2017 y 2018 una marca superior a 30%. Aunque el Partido Socialista Unido de Venezuela (PSUV) se esmere en sostener los controles de precios e intente culpar a la avaricia del sector empresario por los aumentos, es imposible explicar la hiperinflación sin entender el calamitoso sendero fiscal recorrido. Si finalmente un nuevo Gobierno legítimo logra asumir, tendrá una titánica tarea para reordenar las cuentas públicas y requerirá inevitablemente de una cuantiosa asistencia internacional en la transición.

Cabe preguntarse, ante este panorama, cómo el chavismo se las ha ingeniado para conservar aún los “fierros” del poder. Sin dudas, la degradación institucional comenzada en la gestión de Chávez ha hecho su parte: el PSUV controla casi todos los resortes del Estado (Poder Judicial, incluido). También el grueso de los medios de comunicación responden al control oficial.

Pero además, está el factor militar. A diferencia del kirchnerismo, que tuvo siempre un tinte confrontativo con las FF.AA. y las de seguridad, el chavismo se recostó sobre los militares, a los que sumó a su “causa revolucionaria” para consolidarse en el poder. Hoy, las FF.AA. son el principal sostén de Maduro, en un escenario donde el grueso de la sociedad civil le ha dado definitivamente la espalda.

El asistencialismo es la otra pata que vino sosteniendo el modelo, forzando a una gran parte de la población a una dependencia directa de la ayuda estatal, distribuida por la profusa y capilar red partidaria del PSUV. Casi 17 millones de personas reciben asistencia a través de unos 18 programas, usando el llamado “Carnet de la Patria”. En tanto, el último reporte publicado por el Instituto Nacional de Estadísticas (INE) para el mercado laboral data de comienzos de 2016 y reflejaba que, desde 2008, el empleo público había crecido 40% (hasta superar los 2,7 millones de trabajadores), contra sólo 13% de crecimiento del empleo privado. Cabe suponer que la fuerte caída del PIB ocurrida desde entonces no ha hecho más que empeorar esta ecuación.

Venezuela se debate hoy entre la continuidad de un régimen que ha puesto al país en llamas o una vuelta a la democracia con el llamado a elecciones libres. Lo que resulta fundamental notar es que no llega a este presente sólo por la ineptitud de un gobernante, sino como consecuencia de años de desmanejos serios en una economía gestionada a contramano del mundo.

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