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Grieta o acuerdo, esa es la cuestión

Carlos Leyba 29 diciembre de 2018

Por Carlos Leyba 

Al terminar este año hay que decir que, al menos, diciembre (el escenario tan temido) está terminando sin las manifestaciones dramáticas de descomposición social que antes habían ocurrido.

Los responsables de la asistencia social gubernamental la han ejecutado sin que la disconformidad de base, no superada por cierto, se halla convertido en desorden innombrable. Merece franco elogio.

Bien por Carolina Stanley y los que la acompañan en la gestión y bien por los líderes de los sectores marginados por haber reclamado a tiempo, por calmar urgencias y haber traducido en valores positivos las respuestas a los reclamos.

Sin eso no habría habido esta paz, agitada y controvertida, que es muy lejana al espíritu belicoso de la grieta que domina la cultura presente de los sectores medios urbanos.

Los unos (los que asisten), sin los otros (los que reclaman y traducen) habrían generado un vacío que la violencia podría haber ocupado. No ocurrió porque muchos trabajaron para que no ocurra.

Eso, con lo triste de la situación, es una suerte de éxito porque, de alguna manera, es una salida del escenario tan temido de conflictos.

Desde un lugar (oficialista) y desde el otro (opositor) en el espacio de lo social se ha demostrado una vez más que ? más allá de la crítica situación ? cuando se quiere y se sabe, se puede.

Las dos cosas, querer y saber, construyen. Generan más espacio cuando construyen puentes. Siempre.

A propósito de puentes, se editó “Los Humanistas Universitarios” (Eudeba) de José Zanca. Su autor reconstruye la vida de ese movimiento estudiantil (19501966) que disputó el gobierno de la universidad al reformismo.

El humanismo, todos los entrevistados lo reconocen, inspirado en la doctrina rectora del bien común, construyó puentes sólidos en la vida universitaria y su tiempo fue parte del período de mayor gloria de nuestra vida universitaria.

El “momento” del humanismo fue el acceso al rectorado de Julio H.G. Olivera, el gran maestro de los economistas argentinos de las últimas generaciones.

El libro en una serie de reportajes a los fundadores, gran parte de ellos formados en el humanismo cristiano, va descubriendo el contenido central que los movilizaba.

Los reporteados, cincuenta años después, no piensan de idéntica manera que entonces.

Pero, en todos, se rescata un hilo conductor que se resume en una cita que refiere Mario Marzana. Recuerda que Olivera, el rector del humanismo, le dijo: “Yo creo que efectivamente ese es el único criterio que debería existir para juzgar si un sistema económico es bueno o no, su eficacia social”.

La intensidad de la asistencia social, mal llamada política social, es, por tanto, la medida de la ineficacia social del sistema económico.

No es difícil comprender que, como explicó Mario Bunge, físico, filósofo y epistemólogo argentino, el desempleo genera, a través del funcionamiento de la economía, el déficit de las cuentas públicas.

Simple, el desempleo implica reducción de tributos respecto del pleno empleo y a la vez, reducción de la recaudación potencial. Implica aumento del gasto público para la compensación de las consecuencias sociales del desempleo.

Se lo llama “asistencia social” aunque definido por los orígenes debería denominarse “compensación por el fracaso económico”.

El desempleo es despilfarro de trabajo, más despilfarro de recursos materiales, si es que existe capacidad ociosa o excedentes capaces de convertirse en capacidad productiva excluidos del sistema económico.

La asistencia social, que calma los conflictos posibles, es el calmante de una enfermedad autoinfligida. No el remedio. Apenas el calmante que, usado de manera continuada, profundiza la enfermedad y además genera deformaciones imprevisibles. Lo estamos viendo.

La economía, sea la real o la financiera poco importa, genera el desempleo y éste la demanda de asistencia social que empuja al déficit y al desorden de las cuentas públicas.

La parálisis, la demora, de las inversiones de infraestructura configura el eje del desorden de las cuentas públicas.

Los administradores públicos custodian el funcionamiento de la infraestructura. La erosión o postergación de la misma, los torna superfluos. Lo que se espera del Estado no se produce.

Como consecuencia de la suma de ambos fenómenos (lo que no se produce desde el Estado y el despilfarro de los recursos ociosos) el déficit de las cuentas públicas (que es el primario, el financiero y el cuasi fiscal) refleja las dos caras de la ineficacia del sistema económico: no puede ocupar recursos existentes y genera la necesidad social de la asistencia; y no realiza las inversiones (educación, salud, seguridad, Justicia, infraestructura colectiva) que justifican su propia existencia.

No es así en todo el planeta, aunque en cada país los niveles de satisfacción o eficacia social son muy distintos. Nosotros no hemos sufrido este nivel de ineficacia social a lo largo de nuestra historia. Estos son nuestro años negros. El hecho es estadísticamente irrefutable.

Estamos aquí con un grado de ineficacia social (aumento de la pobreza y disminución o degradación de los bienes públicos) que obliga, en términos de Olivera, a sostener que atravesamos un problema sistémico de la mayor envergadura.

Se pueden discutir las causas, pero no se puede discutir el resultado. Con 20 millones y un poco más de argentinos, la primera encuesta de hogares de lo que sería el actual Indec arrojó, en 1974, 800.000 personas bajo la línea de pobreza. Es decir, 4% de la población. Podemos decir que, en este caso (el de la pobreza) el pasado hoy es un objetivo. Algo sencillamente espantoso. Pero real.

Hoy con 40 millones de argentinos y algo más, tenemos condenados en la pobreza a más de 13 millones de personas.

Eso representa casi un tercio de la población actual y registra que mientras la población se duplicó el número de pobres se multiplicó por 16.

Dicho de otra manera esta fábrica de pobres instalada hace más de 40 años ha logrado que la mitad del crecimiento de la población forme parte del ejército de la pobreza.

Pero como la pobreza es joven (50% en los menores de 14 años) en esta Argentina de hoy sobreviven en la pobreza.

Algunos economistas, que respeto mucho, repiten que Argentina disfruta de un “bono demográfico” propio de los pueblos en los que los jóvenes suman más que los que han pasado a la vida pasiva.

Los jóvenes del “bono demográfico real”, tienen en el pasivo de la pobreza a la mitad de los mismos. La pobreza es la carencia en el punto de partida y con el sistema educativo tal cual está planteado, es la carencia a lo largo de todo el proceso.

¿Cuánto sabemos del impacto de la pobreza, cuando no de la marginalidad urbana, sobre los resultados nefastos del promedio de la educación primaria? ¿Cómo podemos afirmar con tanta liviandad que la educación es la condición necesaria del progreso social, cuando la mitad de los educandos viven en las condiciones de la pobreza que, es obvio, le pone un freno, una hipoteca, una morsa que no hace mas que limitar todo el potencial de aprender de nada mas ni nada menos que la mitad de los potenciales educandos?

Un tercio de la población actual y a futuro la mitad de la población bajo carencias, implica un freno monumental, una hipoteca social de la que cualquier programa decente debería tener como objetivo central liberarnos.

Nada hay en el horizonte de la política que aliente la esperanza de un programa, de una propuesta que apunte al corazón del problema, no a sus resultados.

Conjugar la lucha contra el déficit fiscal como “el problema” o “la inflación” como “el problema” lleva a un cul de sac de la política económica.

Seguramente, mucho más tarde que lo previsto por los ejecutores del programa del FMI, la tasa de inflación podrá bajar y podrá reducirse el déficit fiscal.

Pero ambas estrategias, gobernadas por instrumentos muy primitivos (tijera de ciego, tasas de interés de fantasía, aplastamiento del tipo de cambio, etcétera), pueden tener “resultados” pero no podrán evitar las consecuencias que ya trepidan en el aparato económico y social.

Los niveles de actividad no tienen argumento de mediano plazo para mantenerse. Por ahora, suspensiones, más adelante más desempleo. Todo el tiempo aumento de la pobreza.

El humanismo universitario, esa construcción de puentes, fue dinamitada por el golpe militar encabezado por el General J. C. Onganía que derogó la Constitución, suprimió los partidos políticos e intervino la universidad, expulsando del país a muchos de sus cerebros más brillantes. En ese tiempo, gravoso para la vida social y democrática, las estructuras económicas básicas resistieron, aunque hubo un fuerte proceso de extranjerización de las empresas productivas.

Esa resistencia de las estructuras económicas básicas al golpe militar, permitió que la resistencia popular y la vocación dialoguistas de los partidos políticos tradicionales, desde el llano, reconquistaran el proceso democrático a través de un “Acuerdo de Coincidencias Programáticas de los partidos políticos y las organizaciones sociales y económicas”, que identificaba los objetivos y detallaba los instrumentos de una política transformadora. Ocurrió muchos años antes que el Pacto de la Moncloa. Como decía el poeta Francis Bacon, “lo nuevo es lo que se ha olvidado”.

La grieta dominante, alentada por el elenco íntimo de la Presidencia, pero no por todo Cambiemos y por el elenco íntimo de Cristina Kirchner, pero no por todo el peronismo, es lo viejo.

La grieta ha arremetido contra las ideas de aquel acuerdo: política de ingresos para aplacar la inflación, productividad para poder exportar y distribución para ampliar el mercado interno. Acuerdo que “detuvo radicalmente la espiral de precios y salarios (?) basada en un pacto social” (FMI,16/12/1974)

Para derogar la grieta es necesario un acuerdo para una economía con eficacia social.

“Mauricio o Cristina” son la continuidad de la grieta y de la ineficacia social.

El acuerdo de 2019 parirá el o la candidato.

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