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La corrupción y las víctimas

Hace muchos años que la idea del Estado enfermo y corrupto ocupa un lugar destacado en el análisis de la realidad nacional

Carlos Leyba 10 agosto de 2018

Por Carlos Leyba

Las precisiones del prestigioso penalista Alejandro Carrió pusieron todo en claro: hablamos de delitos. Incomodidad en el estudio de Terapia de Noticias de LN+. Sus periodistas parecían esperar la confirmación del discurso de las “víctimas extorsionadas” de Angelo Calcaterra.

El dijo que no había habido arreglo de obras públicas, coimas, sobreprecios. No. Impolutos. La versión de Angelo fue que Roberto Baratta lo apretaba para que ponga plata para las elecciones. El era víctima de extorsión. G. Chesterton dijo que la extorsión supone otro delito que es el que funda la extorsión. Dos delitos.

Carrió aclaró que para que se le otorgue la calidad de arrepentido, el declarante debe reconocer la autoría o la complicidad en los delitos tratados en la causa. Cohecho, administración fraudulenta, lavado de dinero. Poner plata para la campaña puede que sea delito, que la presión también lo sea, pero nada tiene que ver con los cuadernos.

Calcaterra, dado que fue declarado arrepentido, según Carrió, debió haber confesado ser autor o cómplice de uno de los delitos de la causa de los cuadernos.

Pero a la opinión pública le ofreció la versión de la víctima, un hombre presionado que accedió a poner un dinero para la campaña electoral.

Habría allí un delito electoral y, aunque cueste creerlo, si así hubiera sido, tendríamos el certificado, otorgado por parte del sucesor del grupo Macri, de buena conducta a los funcionarios que, como Baratta, no recibían dinero a cambio de favores (pagos o sobreprecios) a los empresarios proveedores de la obra pública. Delito electoral, obras públicas impolutas.

Según Calcaterra, los cuadernos son la historia de la presión de algunos funcionarios para lograr recursos para la campaña. Nada de coima, sobreprecio, favoritismo.

Como las palabras no son inocentes deberíamos preguntarnos por qué la insistencia en el uso de la palabra corrupción en lugar de usar una más llana como lo es coima o una más precisa como lo es cohecho.

Corrupción tiene la carga, derivada de la figura del Código Penal, del abuso del poderoso sobre el débil. Figura que no se compadece con un delito que requiere de la complicidad activa de dos actores que, en el hecho, tienen la misma responsabilidad.

En la figura de la corrupción, el delito consiste en el abuso de uno de los actores a pesar de la negativa del otro. No hay inocencia en la elección de las palabras. La idea es instalar “el abuso” del poderoso y no la complicidad de ambos.

La traducción mediática es que “la política”, que es la que se hace cargo del Estado, se abusa del privado “obligándolo” a pagar. ¿A cambio de qué?

Siendo culpables el uno y el otro, no cabe duda que moralmente es infinitamente más condenable la conducta del administrador público que la del interés privado. Sin la decisión del administrador público el delito no habría ocurrido: él tiene el poder del pasa o no pasa.

La primera cuestión pública es el acierto (o no) de toda decisión pública. Es decir, por definición los recursos públicos son escasos, si la decisión pública es o no una prioridad.

Por ejemplo en la lista de las no prioridades están la represa Cordón Cliff La Barrancosa, el felizmente frustrado tren bala a Rosario que pararía en la puerta del casino de esa ciudad o, por ejemplo, el reemplazo de la autopista Illia por otra igual o las veredas blancas de la Avenida Santa Fe. No son tiempos de estética sino de ética.

Ninguna de esas son prioridades si imaginamos un programa de inversiones públicas que priorice las necesidades en términos de rentabilidad social. Hace años que el Estado sin plan es un Estado sin prioridades y un Estado sin prioridades es uno que se somete a las prioridades de otro y ese otro es un interés menor, no del bien común y, tal vez, privado.

Cuando una decisión pública, una obra, no es prioritaria estamos ante un problema moral: asignar recursos públicos a lo que no es prioridad.

Obras que no deberían realizarse por no pasar el test de la prioridad pueden haber sido decididas con la mayor honestidad o bien haber sido materia de cohecho.

El caso de que esas decisiones hayan implicado “cohecho” traen dos problemas: el primero la estafa de la función pública, la coima y el segundo, la alteración del orden de prioridades, que es un elemento central de la administración de la cosa pública.

Es probable que todas las decisiones públicas discutibles, las que no pasarían el test de la prioridad, se hayan tomado bajo la existencia de cohecho: la coima le habría dado paso a ocupar un lugar privilegiado: la contribución.

Pero bien puede ser que en las obras prioritarias también se produzca cohecho. La decisión del proyecto o la obra es correcta, cumple todos los requisitos, pero en lugar de ser llevada a cabo de acuerdo a normas, se eligen insumos, servicios, empresarios, etcétera, en función de “coimas”.

Cuando se trata de obra pública, en cualquiera de sus formas, el cohecho, la coima, se trata de lo que podemos llamar “la corrupción barata”.

Es barata porque quien paga la coima es el mismo Estado. Sí. ¿Cómo? Mediante el “sobreprecio” en cualquiera de las formas posibles.

Una primera impresión es que la mayor parte de los episodios de los cuadernos responderían a la “corrupción barata”. No por el apellido de uno de los supuestamente involucrados, sino por el hecho que “las coimas” forman parte del costo que, para el Estado, tiene la obra pública. Barata para el privado que se benefician pero no la paga de su bolsillo y cara para la sociedad que paga más de lo que una obra vale aunque la obra valga la pena de ser hecha.

La “corrupción barata” es casi una exclusividad de “los concesionarios del Estado”. Hay corrupciones “caras”. En las “caras” el Estado (la sociedad) no “paga la cuenta”. El particular “beneficiado” pagará a su costo. La corrupción cara (porque la paga el particular) muchas veces es la que se disfraza de “gestión”.

En el Estado enfermo, aun con derecho obvio, se producen trabas administrativas en el tiempo y en la forma y en esas condiciones aparece el “facilitador”, el “consultor” que tiene “lo que hay que tener” para saltar, sortear, las barreras artificiales.

Recuerdo, al respecto, que una muy afamada consultora que le explicaba a sus clientes que los millonarios honorarios que cobraba se debían a que a ellos (los “consultores”) “les correspondía participar de las utilidades” de aquello que resultaría de la gestión que, en un Estado sano, sería un trámite ingresado por mesa de entradas. ¿ O no? De esas “utilidades” seguramente también habría de participar el funcionario que tomaba la decisión.

El Estado enfermo ha corrompido las áreas de controles y regulaciones. Y ha generado “consultores especializados” que “sortean” las barreras mediante “coimas” ocultas.

Hace muchos años que la idea del Estado enfermo y corrupto, de la coima y el cohecho, ocupa un lugar destacado en el análisis de la realidad nacional.

Hay un Estado fallido en la infraestructura económica y social; hay un Estado fallido en la educación que vive un espantoso retroceso si nos atenemos a los resultados en todos sus niveles; lo hay en la salud pública.

Un Estado que nos hace ciudadanos a la defensiva del Estado fallido en materia de seguridad y de Justicia.

La salud del Estado se refleja en la salud de los bienes públicos que ofrece. “Por sus frutos los conoceréis”.

Carlos Menem, nadie puede ni debe olvidar la afirmación “robo para la Corona”, inauguró un capítulo impensado en esta saga de “la corrupción” en la Argentina contemporánea.

El capítulo de la venta de los bienes del Estado, acumulados durante generaciones, e inclusive la venta de los privilegios y de los bienes custodiados por el Estado, se inicia con Menem. De esas transferencias millonarias nada quedó, nada relevante, en poder del sector público, ni en la caja. Pero en ese proceso se generaron gran parte de las hoy mayores fortunas argentinas.

¿Cuántos apellidos, asociados a las “concesiones”, son parte de las fortunas súbitas que hoy dominan el escenario nacional? Fortunas súbitas asociadas a la pobreza del Estado. Pobreza en todas las dimensiones.

Desde Menem, “la corrupción barata ha dado lugar a nuevos protagonistas”. Protagonistas hasta ahora condenados en las palabras, pero no por la Justicia y que han logrado ausencia de condena pública. Demasiado silencio.

Menem fue un punto de inflexión. Una gigantesca transferencia, generada mediante la entrega de bienes y áreas públicas, de riqueza y poder político.

En ese proceso llamado “robo para la Corona” se forjó (empresas, servicios, bancos, entre otros) la “nueva oligarquía de los concesionarios” que se potenció durante el kirchnerismo confirmando a los que estaban y agregando otros, inicialmente “propios”, en los rubros anteriores y desarrollando otros rubros, como en particular, el juego.

Allí donde estuvo el Estado, fundado en múltiples razones, ahora se ha constituido en la práctica una “nueva oligarquía” tan poderosa como peligrosa.

La cuestión de los cuadernos la ha puesto en la vitrina. Ahí están. Y la Justicia, si Dios quiere, el viento santo sopla, por ahí hace Justicia a tiempo y en forma.

Pero en realidad nada desaparece hasta que se lo reemplaza, decía August Comte, y eso implica la necesidad imperiosa de reemplazar el dominio que sobre el Estado y la política ha construido la “oligarquía de los concesionarios”.

Sus intereses están absolutamente disociados del proceso productivo transable y su vinculación permanente con la Administración fuerza decisiones que, adecuadamente ponderadas, se contraponen al bien común. Piense en las cuestión de las concesiones energéticas como botón de muestra.

Quizá esta ola sanadora reinstale la sencilla idea de que el Estado es el agente del bien común y que ese bien no puede realizarse sin un plan, que su supone largo plazo y consenso, que es la única, única, manera de ver la ética en acción. Bloqueo efectivo de la corrupción para que la sociedad deje de ser la víctima.

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