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¿Podrá el Gobierno derrotar la inflación?

Eso requiere atacar tanto sus causas últimas como sus mecanismos de propagación

Héctor Rubini 19 julio de 2018

Por Héctor Rubini  Instituto de Investigación de la Facultad de Ciencias Económicas y Empresariales de la USAL

La inflación de junio no sorprendió al sector privado. Es de esperar que a partir de julio descienda progresivamente, pero ello requerirá el corte definitivo de los errores de diagnóstico y de pronóstico en que han incurrido las autoridades prácticamente desde el inicio de su gestión. La liberación de precios, del comercio exterior y de los flujos de capitales no fue acompañada por un programa de estabilización ni una estrategia de crecimiento claramente definida.

La elección fue la de priorizar el marketing electoral, más bien que la necesidad de incurrir en costos iniciales para sentar las bases de un sendero permanente de estabilidad y crecimiento. Fruto de esa visión equivocada fue la presión política sobre el BCRA para abandonar la disciplina monetaria del primer trimestre de 2016, y apostar a estabilizar la inflación observada y esperada sin orden fiscal ni rigor monetario. Se optó por un esquema improvisado de metas de inflación tratando de convencer a la sociedad de que una tasa de pases a 7 días puede controlar la formación de precios y de expectativas. A su vez, el Gobierno depositaba en el BCRA los dólares del endeudamiento público externo para no atrasar “demasiado” el tipo de cambio real. La emisión resultante se esterilizaba con la emisión de LEBAC. La mecánica, con objetivo electoralista, se mantuvo sin cambios hasta la crisis de mayo: aumentar el déficit fiscal, para sostener la demanda interna y ganar la elección legislativa de 2017. ¿Su financiamiento? Vía aumento de la deuda del Tesoro, la emisión de deuda del BCRA y la emisión de dinero. El desequilibrio era visible: exceso de demanda de bienes, exceso de oferta de dinero y de deuda del BCRA, y en un contexto de liberación de tarifas reprimidas en la administración anterior.

Con tarifazos recurrentes, era claro que el anuncio de metas de inflación tenía como objetivo fundamental el de desalentar los reclamos salariales. Además, la realidad fue mostrando mes tras mes que el supuesto poder “telepático” de esa tasa a 7 días sobre las expectativas inflacionarias era inexistente. Con dinero “pasivo” o “endógeno”, como lo admitía la anterior conducción del BCRA, el ancla para la inflación esperada y la observada no era ningún agregado monetario, ni las nada creíbles metas de inflación: en algunos trimestres eran los salarios, en otros el tipo de cambio.

El mecanismo de metas de inflación sin ajuste fiscal ni monetario se sostenía con financiamiento de inversores que aprovecharon el desarbitraje entre las elevadas tasas de las Lebac y el rendimiento de activos alternativos en moneda extranjera más la depreciación esperada del peso. El llamado “carry trade” dejó formidables ganancias hasta que en abril se pasó a aplicar el Impuesto a las Ganancias a la renta de esos activos. La salida de fondos no sorprendió. Lo que sorprendió fue la pasividad de las autoridades, y su improvisada reacción frente al creciente pánico entre inversores institucionales e individuales locales. Consumada la corrida, se fue al FMI para obtener dólares que calmen el apetito local por divisas, pero la crisis se cortó con el aporte de dos fondos privados del exterior y el cambio de funcionarios del BCRA para hacer lo que debió hacerse en la primera semana de mayo: duro apretón monetario y sustitución de deuda cuasifiscal del BCRA por deuda del Tesoro.

Los resultados habrá que verlos en un par de trimestres, pero la corrida cambiaria ha fortalecido al dólar como reserva de valor y unidad de cuenta. Revertir esto requerirá, como condición necesaria reducir el exceso de oferta de pesos y el exceso de demanda de dólares de la economía. La contracción de la oferta de dinero es condición sine qua non para estabilizar expectativas, dado que con exceso de oferta de dinero (y permanente) es imposible pensar que una tasa nominal de interés regulada “maneje” la inflación esperada y las tasas de mercado. Con el público huyendo de pesos a dólar, es más que obvio que sean las expectativas de inflación y de depreciación del peso las que determinen las tasas de mercado, no una tasa interbancaria nominal.

Esto es más que obvio cuando la cantidad de dinero venía creciendo sin freno alguno. Con la aceleración de junio la inflación acumulada en doce meses del IPC fue de 29,5%, pero inferior al incremento interanual de la base monetaria (promedio) a ese mes: 31,1%, superior al de mayo (30,8%), a su vez mayor al de abril (28,8%).

Si por la vía monetaria se va a combatir la inflación, debería revertirse la fuerte suba de la base monetaria hasta junio, concentrado en el fuerte aumento entre fin de octubre de 2017 y el pico de $ 1,2 billón al 21 de junio: $ 340.568 millones (+ 38,6% en poco más de 7 meses). Un objetivo razonable podría ser el de reducir el crecimiento de la base monetaria a 27% -meta/proyección de inflación para 2018- a 12 meses .de octubre del año pasado ($888.307 millones). La base promedio llegaría así a $ 1,128 billón, un 5,7% mayor al promedio de junio de este año, lo que significaría una fuerte desaceleración del crecimiento interanual que podría incluso reducirse en noviembre y diciembre.

Es posible pensar en otras alternativas, pero es claro que revertir el emisionismo heredado, es condición necesaria, al menos, para estabilizar expectativas. Entre el pico del 21 de junio y el lunes 16 de julio el BCRA absorbió base monetaria por casi $ 160.000 millones (-12,9% en tres semanas), al costo de suba de encajes y mayores tasas de interés. Imprescindible para frenar la dolarización de los ahorristas, pero quizás insuficiente para frenar la inflación.

Si algo queda en claro es que reducir la inflación requiere atacar tanto sus causas últimas como sus mecanismos de propagación. Y esto exige un diagnóstico realista y una actitud más transparente, abierta al diálogo y a la participación de voces diversas para minimizar errores de diagnóstico y de ejecución. La elección fue la de un set de metas de inflación sin fundamento alguno, y sin un riguroso régimen de “inflation targeting” factible, lo cual requiere desde el minuto cero un banco central 100% independiente. La realidad habló por sí sola: aun con errores de pronóstico, acertó más el sector privado que un pequeño grupo de funcionarios que se ufanaban de sus capacidades para domar la inflación sólo con una tasa interbancaria, y el BCRA registró una aguda pérdida de reservas que el anterior directorio no pudo (o no supo) controlar ni contando con el nivel récord histórico de reservas internacionales.

Claramente, el Gobierno debe cambiar, y pronto. Sin un diagnóstico realista, seguirá campeando la errada idea de que diseñar y aplicar políticas económicas es simplemente administrar estados de ánimo, como se observa desde diciembre de 2015. Los resultados están a la vista.

Ahora el Gobierno deberá ejecutar en poco más de un año lo que se negó a realizar en sus primeros meses de gestión: reducir el gasto público, desburocratizar el Estado, y reducir el stock (no sólo la tasa de crecimiento) de los pasivos monetarios y no monetarios del BCRA.

En un escenario electoral, con menor credibilidad y dolarización de ahorros (y neuronas), es una tarea que no la improvisación observada hasta la crisis de mayo. Ahora para decirlo en términos futbolísticos, la pelota está en el campo del Gobierno. Según como juegue se podrá vislumbrar en pocas semanas, si la economía apunta a retomar un sendero de menor inflación, y recuperación de la actividad y del empleo, o si nuevamente se estarán incubando las condiciones para un nuevo escenario de crisis.

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