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Pasamos del control de precios de Kicillof al control de salarios de Dujovne

Advertencia: ambas políticas atentan contra el crecimiento de largo plazo y nos sumergen aún más en el barro

16 marzo de 2018

Por Mariano Fernández Profesor del Departamento de Economía de la Universidad del CEMA

Bajo condiciones de transparencia en el mercado laboral, elemento inexistente en Argentina, el salario de cada sector se determina cuando el producto  marginal del trabajo se iguala al salario real. Este equilibrio surge de la coordinación de las demandas de los empresarios y de la elección entre ocio y consumo de los oferentes de trabajo, para explicarlo de manera sucinta.

Bajo paritarias libres, sin intervención del Estado y contratos plenamente flexibles, la inflación no debería reflejar un problema en el mercado laboral, puesto que los cambios en precios nominales se trasmitirían en forma automática a los salarios, no generando volatilidad del nivel de empleo más allá de su nivel natural o de equilibrio.

Argentina tiene un mercado laboral muy complejo debido a las regulaciones, impuestos y a prácticas donde se ha corporativizado el mecanismo de negociación salarial. Bajo el actual escenario de volatilidad inflacionaria, la intromisión del Gobierno, al tratar de establecer un marco de referencia a los reajustes salariales, determina un costo de eficiencia adicional que, intencionado o no, genera más conflicto que beneficio.

En este sentido, la defensa del techo del 15% en las paritarias es una recomendación en algunos casos, y en otros una medida que lisa y llanamente determinaría una caída del salario real, afectando el bolsillo de los trabajadores que verán que durante 2018 su capacidad de compra, medida en bienes, disminuirá.

Si bien las paritarias son libres, en el sector privado esto es una falacia puesto que las negociaciones salariales se realizan entre corporaciones (sindicatos por sector y empresarios por sector), sumado a la activa participación del Gobierno, por medio del Ministerio de Trabajo, sugiriendo, aconsejando y mediando en dicho proceso.

La creencia de las autoridades del Gobierno, de que la inflación se ubicará en torno a la meta del 15% establecida por el BCRA, es solo una fantasía sin sustento en la realidad. La falta de control de agregados monetarios, sumado al deterioro de la cuestión fiscal en términos del déficit financiero (que es el que realmente importa) determinan que la inflación esperada por los agentes supere ampliamente a los deseos del equipo económico.

Esta señal determinaría cuál sería el comportamiento de los precios en el futuro cercano. La persistencia de las autoridades a no considerar la cláusula gatillo sólo se explica como un intento de sostener el nivel de actividad que ya se ha debilitado.

Bajo este escenario surgen dos dudas sobre el comportamiento del Gobierno. En primer lugar sería infantil, por parte de las autoridades, creer que la inflación es generada por los salarios. La literatura es contundente al respecto y si realmente esto pasara por la mente de los funcionarios, habríamos  retornado a la antigüedad más remota.

En segundo lugar, la hipótesis que considero más razonable es que el Gobierno sabe que la discusión salarial no se relaciona con la inflación pero quiere sostener el nivel de actividad mediante una caída en los salarios reales.

Bajo este razonamiento, el Gobierno, al querer fijar un crecimiento salarial por debajo de la inflación, fantasea con disminuir el salario real elevando el nivel de actividad. Si los trabajadores aceptaran un salario real por debajo de la inflación, es decir por debajo de su productividad marginal, entonces el Gobierno podrá sostener transitoriamente el nivel de actividad a costa del bolsillo de los trabajadores (Gráfico 1).

Este mecanismo se basa en la misma matriz de pensamiento que aplicaba Kicillof en la administración anterior. El gobierno de Cristina Fernández de Kirchner pisaba los precios (precios controlados), permitiendo que los salarios reales subieran ficticiamente, haciéndole pagar el costo del descalabro monetario a las empresas. Por el contrario, este Gobierno pretende hacer el complemento de dicha política al hacer pagar el costo del desmanejo monetario a los asalariados. Ambas políticas dejan en claro la falta de compromiso de los gobiernos para tomar el toro por las astas y bajar el gasto público y la emisión, única causa del problema inflacionario.

La teoría de las expectativas racionales aplicada al mercado laboral nos explica que esta intención fantaseada por el Gobierno no es sostenible en el tiempo (“Long Term Contracts, Rational Expectations and the Optimal Money Supply Rule”, S. Fisher, JPE, V85, 1977) y hasta podría ser perjudicial para la eficiencia de la economía.

En primer lugar, los agentes económicos, ya sean empresarios, trabajadores o familias, toman sus decisiones económicas en términos de variables reales. El argumento de la ilusión monetaria no es sostenible y choca contra la racionalidad de los individuos, al considerar que puede engañarlos en forma sistemática.

En sociedades corporativizadas como la nuestra, y al quedar los trabajadores atrapados en contratos que no pueden negociar, sobreviene el conflicto a través de las corporaciones encargadas de negociar las recomposiciones salariales. Queda claro entonces que el único culpable de la conflictividad laboral que venimos enfrentando es el Gobierno, al querer imponer contratos (paritarias) por debajo de la inflación esperada.

Los asalariados, por medio de los que se sientan a las mesas de negociación con empresas y Gobierno, tratarán de recuperar el salario real perdido. Ello implica que la fantasía del Gobierno de poder elevar el nivel de actividad se traducirá solo en más conflicto. Es muy probable que a medida que se intensifiquen los mismos y aumenten los costos del bienestar, el Gobierno vaya cediendo o flexibilizando las cláusulas de ajuste salarial acorde con el crecimiento de los precios (Gráfico 2).

Sin embargo, si asumimos que el Gobierno no ceda ante los reclamos de recomposición salarial, la teoría de las expectativas racionales brinda otra solución de mercado, con terribles costos en términos de eficiencia.

Si los trabajadores no consiguieran recomponer su salario real, el ajuste se daría por productividad. En otras palabras, trabajarían las 40 horas semanales de su contrato de trabajo, pero dedicarían más tiempo, por decirlo de alguna manera, a tomar mate y comer bizcochitos.  Dada la inflexibilidad de los salarios a la baja, esto redundaría en una disminución del nivel de actividad real. Esta solución sería la más costosa y atentaría contra la intención del Gobierno de sostener el magro crecimiento alcanzado hasta el presente.

Lamentablemente, hemos pasado del control de precios de Kicillof al control de salarios de Dujovne. Ambas políticas atentan contra el crecimiento de largo plazo y nos sumergen aún más en el barro. Abrochen sus cinturones.

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