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Ilusiones fiscales: el déficit no caerá como se pretende

31 enero de 2017

por Pablo Mira (*)

Varios macroeconomistas viven con especial intensidad la política fiscal, otorgándoles en ocasiones poderes asombrosos sobre algunas variables, y al mismo tiempo inefectividad sobre otras. Las cuestiones fiscales se han vuelto un arma discursiva poderosa en todo el mundo, y Argentina no es la excepción.

De un lado, están los que proponen la “solución fiscal” como remedio genérico para todos nuestros males. Su mantra es que debe bregarse por presupuestos equilibrados. Los menos moderados apuntan incluso al déficit fiscal sostenido como fuente primordial de nuestro atraso económico. Del otro lado, están los defensores de una estrategia de déficit permanente para expandir la demanda agregada, crecer y desarrollarse. Pero hay que proceder cuidadosamente porque el análisis de las cuentas públicas y sus consecuencias está repleto de mitos, facilismos e ilusiones. Veamos algunos de ellos.

Los detalles

Los preocupados por el equilibrio demuestran un gusto particular (y agregaría, bastante natural) por pensar las cuentas públicas como equivalentes a las de una familia. La percepción es que una familia endeudada significa una familia con problemas, de modo que urge corregir esta situación. Sin embargo, la metáfora es inadecuada. A diferencia de lo que ocurre en el hogar, para el Estado gastar más tiene en parte el efecto de inducir más ingresos. Además, el financiamiento del déficit involucra la creación de instrumentos de deuda que el sector privado podría estar demandando con avidez.

Tampoco hay que esperar milagros de la acción del gasto público. Si bien es cierto que al aumentar el gasto se estimula la economía y la recaudación crece, es muy poco probable que una política de expansión del gasto termine reduciendo el déficit. Aun así, es importante tener en cuenta este efecto cuando se ensaya un ajuste fiscal, porque parte del mismo se perderá bajo la forma de menor actividad e ingresos fiscales. Esto es exactamente lo que le pasó a la periferia europea en los últimos años.

En un extremo, los halcones fiscales tienden a atribuir al gasto público todos nuestros males. Se trata de un blanco cómodo: es mucho más fácil echarle la culpa a “lo que es de todos” que identificar algún sector en particular para perjudicar. Solicitar ajustes fiscales agresivos también es una estrategia retórica conveniente porque se sabe un objetivo inalcanzable en el corto plazo. Así, la teoría no se puede refutar, y el agorero termina teniendo la razón, por omisión.

A los números?

Es por eso que a la hora de identificar gastos específicos a recortar muchos se hacen los distraídos. En Argentina, una revisión rápida de las erogaciones de la Administración Nacional muestra que la parte del león del gasto público es difícil de someter a una corrección súbita. El 40% son jubilaciones, el 15% son salarios, el 10% son intereses de la deuda, el 10% es inversión pública y el 6% asistencia social. Esto ya suma algo más del 80% del gasto total, pero nadie dice en voz alta cuál es de estos rubros debe ser afectado para reducir el déficit.

Hay 15% que podría considerarse “atacable”, que incluye subsidios a servicios públicos y financiamiento de empresas públicas, pero la contrapartida requiere seguir incrementado las tarifas y el malhumor social. Se puede pasar el lápiz rojo sobre gastos menores, pero lo cierto es que el costo social y político aun de los rubros menos relevantes suman, y al final casi nadie quiere ceder.

Eso no quiere decir que el déficit fiscal local nunca se reduzca. El déficit en Argentina cae, básicamente, con las crisis profundas (aunque no con las recesiones). En 2002, la explosión de la convertibilidad significó una caída del gasto público en términos reales de algo más del 15%, eliminando de un plumazo el resultado negativo.

Tres aspectos resultaron decisivos en esta dinámica. Primero, en una crisis tan violenta como esa, la capacidad política para los reclamos se pulveriza. Segundo, el déficit bajó en términos reales por un golpe inflacionario luego de muchos años de estabilidad de precios, lo que indujo algún grado de “ilusión monetaria” que suavizó las demandas. Y tercero, Argentina declaró el default, lo que redujo las necesidades de financiamiento.

Otro mito es que los gobiernos promercado son fiscalmente más sobrios. Durante la convertibilidad el déficit fiscal aumentó sin pausa, aunque fue parcialmente compensado por ingresos de una sola vez provenientes de las privatizaciones. Durante la gestión de José A. Martínez de Hoz, ocurrió exactamente lo mismo. La prudencia fiscal no depende de la posición ideológica y/o política de los gobernantes, sino de la estructura de intereses que hay por detrás de los receptores del gasto público y de los que pagan los impuestos.

Así, lo que seguramente observaremos en los próximos años difícilmente sea una contracción del gasto, sino una búsqueda sostenida de financiamiento, y tal vez nuevos impuestos y moratorias. No quiero decir que esto sea necesariamente negativo: mi posición es que el sector público debe tener un rol preponderante en la economía, promoviendo una redistribución eficaz de los ingresos en un país que es todavía muy injusto.

Pero debemos estar al tanto de las ilusiones fiscales, para evitar crear expectativas equivocadas. En los próximos años el déficit fiscal difícilmente se reduzca en línea con lo promocionado. Y aun cuando esto sucediera, es absurdo pensar que esto resolvería mágicamente los proverbiales dilemas estructurales que históricamente hemos sufrido.

(*) Economista

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