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El sistema bancario

El gran ausente de la última década

24 enero de 2014

(Columna de Ricardo Bebczuk, profesor titular de Política Económica II en la Facultad de Ciencias Económicas de la Universidad Nacional de La Plata)

En esta última década los analistas han identificado una larga serie de motores y frenos del crecimiento económico en la Argentina. Para sorpresa de muchos, en esa extensa lista no figura el sistema bancario. Esta omisión está plenamente justificada. La cruda realidad de los números indica que el sistema bancario argentino se ha contraído hasta niveles irrisorios y que su contribución al proceso de inversión es insignificante.

La relación de crédito a PIB, una popular medida de profundidad financiera, ha oscilado en torno al 15% desde 2003, muy por debajo del promedio de los países más ricos (160% del PIB) y, todavía más inquietante, del resto de América Latina (40%) y de los países más pobres del mundo (20%).

El motivo de este proceso de desintermediación financiera no es difícil de entrever: por experiencia, los argentinos nos sentimos más seguros comprando dólares y propiedades que sometiéndonos a un considerable riesgo de confiscación vía devaluaciones, defaults y corralitos. Este es un problema estructural y no exclusivo de esta administración, ya que incluso en el apogeo de la convertibilidad no se logró perforar el modesto techo del 25% de crédito a PIB (aunque el deterioro macroinstitucional de los últimos tiempos ha reforzado la caída). La incertidumbre ha conspirado tanto contra la oferta de crédito como contra la demanda de las empresas. En un ambiente inflacionario y con fuertes e imprevisibles cambios en precios relativos, los bancos prefieren refugiarse en altos colchones de liquidez y títulos públicos, y las empresas buscan eludir el potencial riesgo de quiebra manteniendo bajos niveles de apalancamiento.

Como resultado, en la actualidad, por cada 100 pesos de recursos disponibles (pasivos), los bancos destinan sólo 25 pesos al crédito empresarial. Producto en parte de esta retracción del sistema, apenas un 5% de la inversión empresaria en la Argentina en esta década ha sido financiada con préstamos bancarios. ¿De dónde salió el 95% restante? Principalmente de la reinversión de ganancias.

La Argentina es un típico ejemplo de “recuperación sin crédito”. Este bajo aporte del crédito a la inversión no es inusual alrededor del mundo, tanto en economías ricas como pobres, pero la Argentina, como en otras cuestiones, se distingue por ser un caso extremo.

Tras haber pintado este lúgubre cuadro, uno podría pensar que el sistema financiero argentino vive una desgarradora agonía. Nada más lejos de ello. La rentabilidad sobre patrimonio (ROE), que llegaba al 3% en promedio para la convertibilidad, ha saltado en la actualidad al 26%. En un mercado financiero mucho más profundo y dedicado al crédito productivo como el chileno, esa rentabilidad es del 15%. Aunque la sostenibilidad del sistema demanda una rentabilidad positiva, los valores actuales parecen elevados a la luz de los riesgos asumidos y del impacto social del sistema.

Pero sabemos que la contracara de esas ganancias bancarias es un mayor costo de intermediación a cargo de empresas y familias. Un reflejo de ello es el oneroso spread o brecha entre el costo de captación de los depósitos y la tasa de interés de los préstamos, que se mueve entre un mínimo de 8% para las hipotecas a un máximo de 25% para los préstamos personales y las tarjetas de crédito. Desde un modelo que pregona el desarrollo productivo y la igualdad social por sobre la especulación financiera, estos datos dejan un decepcionante sabor amargo.

De tiempo en tiempo, y sin ninguna estrategia clara, el Gobierno ha intentado remediar la desconexión entre el sistema bancario y el crecimiento. Con este fin se han lanzado diversas iniciativas para direccionar el crédito a la actividad productiva, incluyendo la reforma de la Carta Orgánica del Banco Central. En los hechos, estas intermitentes reacciones no han producido ningún efecto real y, dada la naturaleza de esas intervenciones, es probable que hayan generado nuevas distorsiones.

Es más, el instrumento de intervención más directo, la banca pública, muestra un comportamiento muy similar al de la banca privada en lo que respecta a rentabilidad y políticas crediticias. La banca pública concentra el 38% de los activos del sistema, por lo que podría jugar un rol determinante para modificar el actual estado de cosas en el sistema financiero. Para dar una idea del discutible desempeño relativo de la banca pública, vale la pena citar un par de indicadores: (1) El ROE del Banco Nación es del 30%, contra el 26% promedio del sistema; (2) La entidad estatal presta al sector privado un mero 27% de sus activos, frente al 49% del sistema; y (3) Para la banca pública en su conjunto, el 4% de los deudores recibe nada menos que el 80% de los préstamos privados, un grado de concentración semejante al de la banca privada y sin duda reñido con una asignación más equitativa del crédito.

¿Qué podemos esperar para el 2014? La nota positiva es que el bajo nivel de intermediación y la alta rentabilidad y capitalización seguirán escudando al sistema del riesgo de crisis. Pero si la ilusión es contar con un sistema financiero procrecimiento, no es aconsejable abrigar demasiadas esperanzas. Si no se logró ese objetivo durante la bonanza del 2003-2011, mucho menos se conseguirá durante un fin de ciclo político y económico plagado de interrogantes sin respuesta.

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