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Acerca de la inflación

El rol de los prejuicios

21 diciembre de 2013

(Columna de Miguel Polanski)

Aunque la mayor parte de los opinantes y estudiosos se afanen en declarar que los guía el juicio independiente en su análisis, lo cierto es que el peso de las ideologías y los intereses materiales se esconde casi siempre detrás de los discursos y los escritos, sobre todo aquellos vinculados a la política económica. Y no está mal que así suceda porque, en definitiva, como lo sentenció en su oportunidad el tan mentado filósofo, cada uno es uno mismo y sus circunstancias.

Pero lo que también es cierto y merece el mayor de los reparos es apelar a un supuesto juicio independiente y pretender deformar la realidad de los hechos, tratando de adaptarlos o encajarlos dentro de los estrechos márgenes que encierra el dogma o el interés que se defiende. Ninguna persona salvo que medie un inconfesable propósito político o un negocio en ciernes que de ello depende, puede sostener la inexistencia de un proceso inflacionario que lleva ya siete años, lapso en el cual los precios de los bienes y servicios aumentaron en más de 350%.

El problema central acerca de la cuestión inflacionaria no tiene que ver con la discusión acerca de su correcta medición o de la incorporación o quita de algunos productos dentro de una canasta que se toma como base para calcular la variación de los precios a lo largo del tiempo. El problema central es tomar conciencia del grave daño al que ha sido sometido la mayor parte de la población, en particular los sectores más vulnerables, debido al ocultamiento y la negación del continuo aumento de los precios.

A la larga?

Cualquiera sea el nombre con el que se quiera denominar o disfrazar este proceso, ninguno podrá esquivar el juicio posterior que demostrará su culpabilidad como principal responsable de los desórdenes, asaltos, saqueos y crímenes registrados en los últimos días, estos sí ocultos tras una reivindicación salarial que podría ser legítima pero que debería haberse discutido y solucionado en otros ámbitos. Ninguna duda cabe que los desórdenes no fueron espontáneos sino planificados con el objetivo concreto de generar el caos que se requiere para desestabilizar autoridades legítimamente constituidas en los tres niveles de gobierno.

Pero esa planificación y el intento posterior hubieran fallado o se habrían minimizado de no mediar un contexto donde la inflación condujo a la inequidad y la exclusión, que se han instalado como dato insoslayable que define el estado de nuestra sociedad. Y este cuadro es advertible para cualquiera que quiera verlo, aunque no haya prestado atención ni se haya enterado de los dichos de Barack Obama. Es advertible porque se ha llegado a un punto largamente prenunciado, en el que la inflación ya no perdona ni siquiera a los que se creían a salvo de su poder destructor porque el aumento de sus ingresos crecía a la par de los aumentos de precios.

El fenómeno inflacionario ha sido estudiado e investigado en todo el mundo y en todo el mundo se ha llegado a la misma conclusión: sus consecuencias son devastadoras y ni siquiera sirve para promover un crecimiento sostenible o generar una mejor distribución del ingreso. Claro está, excepto para los gobiernos que vía emisión monetaria pueden por este medio aumentar sus ingresos y licuar los salarios. No se trata de hipótesis o teorías vinculadas a determinadas orientaciones políticas o intereses de sectores económicas. Son hechos concretos verificables.

El rol de los prejuicios

El Gobierno cree que una marcha atrás destinada a rectificar el rumbo implicaría una grave derrota política. Pero no toma en cuenta que un costo mucho mayor tendrá que afrontar si no resuelve de manera efectiva la espiral ascendente de precios a los que ningún aumento de salarios podrá alcanzar. Y esto no es pensar en forma negativa sobre nuestro futuro inmediato, sino pensar en forma realista.

Si existiera un procedimiento para aumentar indefinidamente los salarios manteniendo congelados los precios sin consecuencias secundarias sobre la producción y la inversión, el sistema ya habría sido puesto en práctica hace mucho tiempo en casi todo el mundo. Más aún, la única posibilidad de alcanzar una estabilidad razonable que no deteriore el poder adquisitivo de los salarios durante un tiempo prudencial es a partir de un acuerdo en el que explícitamente se reconoce el problema y se encara un plan integral en el cual todas las partes aceptan renunciar a aquellas acciones que promueven de manera directa o indirecta un aumento en los precios por arriba de los que resulten necesarios en la etapa inicial destinada a reestablecer el equilibrio de los precios relativos.

El camino explícito tendiente a recomponer el necesario equilibrio en los precios relativos fundamentales de la economía constituye un requisito insoslayable para torcer el rumbo de la inercia inflacionaria y sus expectativas. Este proceso puede ser llevado a cabo sin un grave costo social ni aumentando el nivel de desocupación si se procede tomando las medidas adecuadas en los momentos oportunos. Requiere, eso sí, renunciar a ciertas actitudes que no benefician el proceso de convergencia al que deben someterse los actores que tendrán que soportar el mayor peso en su adecuación al nuevo escenario.

El obstáculo mayor que parece existir para restablecer un proceso de crecimiento sostenible aparece hoy escondido detrás del prejuicio ideológico y los intereses económicos que se benefician con la suba de la inflación, la creciente dependencia de la importación de energía y el aprovechamiento de los precios relativos distorsionados. No advertirlo conducirá a profundizar la brecha de la inequidad económica abierta en el pasado como consecuencia de haber elegido un camino equivocado.

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