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Un plan nacional de desarrollo

¿El tercer ciclo del Siglo XXI?

03 septiembre de 2013

(José Anchorena y Juan Cruz López Barrios, director de Desarrollo Económico

y economista, respectivamente, de la Fundación Pensar)

Más allá de que se empiece a cerrar un ciclo político en estos días, una nueva etapa comenzará en lo que respecta a política económica en la Argentina. El primer ciclo del milenio se definió con Eduardo Duhalde en seguida después de la caída de la convertibilidad, con gran devaluación, superávit fiscal y congelamiento de tarifas. Se hizo política económica keynesiana clásica: se expandió la oferta monetaria, aumentó paulatinamente el gasto sin llegar a déficit por los grandes superávit que implicó la megadevaluación y se intervino en mercados clave, como el energético, el de transporte y de otros servicios públicos. Todo ello impulsó la demanda agregada, lo que hizo que la Argentina saliera rápidamente de una profunda recesión y se recuperara de la crisis. Al mismo tiempo, estas políticas se complementaban con la gran capacidad instalada en los '90 en agroindustria, en telecomunicaciones, en reconversión productiva y en energía para aprovechar las oportunidades que el resto del mundo empezaba a generar: las exportaciones aumentaron drásticamente tanto por precio como por cantidad.

El comienzo del segundo ciclo de política económica del milenio puede fecharse, simbólicamente, con la intervención del Indec. Como suele suceder (lo mismo pasó con varias políticas de los '90), la situación argentina había cambiado pero los hacedores de política no pudieron cambiar de receta. Ya recuperada la actividad, con niveles de desempleo, pobreza y desigualdad mucho menores que durante la crisis (aunque semejantes a los '90), persistieron en políticas expansionistas, lo que llevó a la inflación persistente y la consecuente pérdida de competitividad, el déficit fiscal y las crecientes distorsiones en industrias y servicios clave. Para permitir que la economía no se frene en seco nuevamente (a través de expectativas), se necesitaron políticas que mitigaronn esos efectos: cepo a las importaciones y al dólar, aumento de impuestos incluyendo la reestatización de los fondos de pensión, incremento de subsidios económicos, estatización de YPF, etcétera.

Por supuesto, cada una de estas medidas compró tiempo, pero no solucionó los problemas de fondo: la política expansionista sin más. La consecuencia fue que las políticas expansivas ya no tienen tracción: la expansión monetaria se traslada a precios más rápidamente; la expansión fiscal financiada con carga tributaria desalienta fuertemente a la producción y al consumo; la inflación y el cepo destruyeron el ahorro; la imprevisibilidad y confiscación destruyeron la inversión y las empresas proveedoras de servicios públicos y energéticos no confían lo suficiente como para invertir. El tan temido parate llegó aún con políticas expansivas. Evidentemente, en enero de 2007 la economía argentina perdió el rumbo una vez más.

Las consecuencias económicas y sociales de esa pérdida de rumbo hubieran sido peores si el mundo no hubiera ayudado tanto: en 2008 y 2011 se alcanzaron picos récord en los precios de las exportaciones argentinas. Es cierto que a fines de 2008 el mundo se desplomó, pero la reacción de los bancos centrales y los gobiernos de todo el mundo hicieron que rápidamente se recuperara. Lo que se vislumbraba como una nueva Gran Depresión mundial terminó siendo una breve recesión, salvo en los países centrales en los que fue algo más larga pero tenue. La excepción es, por supuesto, la periferia de Europa que sí atraviesa una depresión luego de treinta años de crecimiento espectacular.

Plan nacional de desarrollo

Uno de las causas de la pérdida de rumbo fue la carencia de un plan nacional de desarrollo. De hecho, en estos años, muchos analistas le pedían al Gobierno que estableciera uno y que diera pautas de hacia dónde iba. Las políticas de posconvertibilidad habían permitido recuperar poder adquisitivo a gran parte de la población, y también habían permitido a otros sectores acceder a bienes y servicios que no habían disfrutado en el pasado (autos, turismo, etcétera). La gran cuestión era cómo transformar esos consumos esporádicos en consumo permanente.

Para ello se necesitaban líderes con visión, políticas de crecimiento de largo plazo y coordinación de los actores alrededor de ellas: se necesitaba un plan. En cambio, se fue en dirección contraria: políticas arbitrarias implementadas por inexpertos o con visión limitada. Las políticas expansivas, que en un primer ciclo habían sido funcionales a las dos objetivos principales de un Gobierno (el desarrollo y la acumulación de poder), servían en el segundo ciclo sólo al segundo objetivo, y sacrificaban el desarrollo.

Así, por ejemplo, la expansión monetaria, en el primer ciclo, impulsó la demanda agregada, lo que aseguró que la economía no se quedara en un equilibrio de alto desempleo y, por otro lado, implicó una fuente de financiación para el Gobierno Nacional y un arma de negociación poderosísima con empresas, sindicatos y burocracia estatal, lo que permitió la acumulación de poder. En el segundo ciclo, la expansión monetaria generó inflación, lo que desalentó la inversión de largo plazo, minó el empleo estable y carcomió el salario real. Por otro lado, el impuesto inflacionario creció y la influencia del Gobierno sobre variables nominales (precios, salarios privados, salarios públicos y presupuestos) se tornó central. El Gobierno concentró poder, pero sacrificó el desarrollo o, si se quiere, el bienestar social de largo plazo.

Es en este contexto que necesitamos, hoy como en el 2007, un plan nacional de desarrollo. Varios países desarrollados, y casi todos los emergentes que aspiran a serlo, lo tienen. Así, en la región no más, Brasil ha concebido su Plan Maior, Colombia su PND 2010-2014, México su PND 2013- 2018, y Perú su PEDN al 2021. La Argentina ha avanzado algo con su Plan Estratégico Agroalimentario Agroindustrial (PEA 2020) y su Plan Estratégico Industrial (PEI 2020), pero ambos presentan un defecto de origen mayúsculo: la falta de relación entre objetivos y herramientas. Ninguno siquiera menciona cómo alcanzar los objetivos buscados. Por ejemplo, no se habla en ningún momento de cómo financiar la inversión necesaria. En el caso del Brasil Maior cada objetivo tiene asociado un conjunto de medidas destinadas al alcance de las metas. Lo mismo sucede con el plan de México.

Esta articulación entre herramientas y objetivos es la principal ventaja de los planes ya que coordina acciones de actores diversos. El PEA y el PEI no son comparables en ningún sentido con otros planes latinoamericanos contemporáneos. Carecen de una visión estratégica, no tienen en cuenta sectores importantes y contemplan algunos de dudoso futuro. Establecen objetivos demasiado optimistas que desalientan el esfuerzo y, en última instancia, carecen de una buena articulación para alcanzarlos. El tercer ciclo del milenio en política económica deberá incluir un plan nacional de desarrollo bien articulado. Este probablemente se iniciará con su debate y transformación en leyes en el período 2014-2015, y será implementado por un futuro Gobierno Nacional a partir del 2015. Un plan nacional de desarrollo será parte de una propuesta superadora, la cual permitirá que el pleno empleo y el consumo incluyente no sean una experiencia esporádica sino una realidad constante y creciente.

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