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Subsidios: entre la equidad y la sostenibilidad

Se precisa un nuevo enfoque.

16 noviembre de 2011

(Artículo de Miguel Braun, economista y director ejecutivo de la Fundación Pensar)

Recientemente, los ministros de Economía y de Planificación Federal anunciaron que se revisarían los subsidios a los servicios públicos (N. del R.: esta nota fue escrita antes de los nuevos anuncios). Más allá de las dudas sobre la implementación, porque se dijo al mismo tiempo que no habría aumentos de tarifas, el anuncio es un paso en la dirección correcta: la medida transitoria se había tornado permanente y en el camino se tornó en muchos casos inequitativa e insostenible. La devaluación que vino con la crisis económica de 2002 elevó los costos de prácticamente todos los servicios públicos. Ante la emergencia, y para garantizar el acceso a esos servicios a la mayoría tenía sentido limitar los aumentos de las tarifas. Para que ello fuera posible sin comprometer la rentabilidad empresaria, el Gobierno decidió intervenir en muchos servicios públicos mediante políticas de subsidios que se hicieron cada vez más elevados. Efectivamente, se proyecta para el año 2011 un gasto en subsidios equivalente a casi 4% del PBI.

Además de imponer un alto costo fiscal (los subsidios explican buena parte del pasaje de superávit a déficit fiscal en los últimos años), los subsidios en el área de energía implican también una presión sobre el balance de pagos. La pregunta más importante es si los subsidios realmente permiten que los argentinos más pobres tengan acceso a servicios a los que de otra manera no podrían acceder. Hace unos meses publicamos en la página de la Fundación Pensar un estudio específico sobre los subsidios al transporte de pasajeros en la Región Metropolitana de Buenos Aires. Decíamos allí que los subsidios a la oferta como los aplicados no son el mejor mecanismo para garantizar el acceso a los individuos de menos recursos. En segundo lugar, veíamos que estos subsidios son regresivos (benefician más a los sectores más ricos y menos a los más pobres) y que la regresividad había aumentado entre 2002 y 2006. Este esquema presentaba además graves problemas de inclusión (se beneficia a sectores fuera del público objetivo) y de exclusión (no se beneficia a individuos que son parte del público objetivo).

Por otro lado, el esquema presenta un déficit de transparencia que lo convierte en posible fuente de corrupción y su importancia vis a vis las tarifas son un desincentivo a la inversión. Concluíamos que, para asegurar el acceso al transporte público a los individuos de menores ingresos, el sistema debía virar hacia un esquema de subsidio a la demanda para que el beneficio llegue de manera directa e inmediata a aquellos que más lo necesitan. Algo similar ocurre con la energía. Hay inequidades regionales (la tarifa es mucho más barata en la región metropolitana que en el interior) y sociales (el gas de red se encuentra subsidiado pero la garrafa que necesitan los pobres aumentó mucho más). En estos casos, además, se ve un claro límite en la sostenibilidad. El Estado ha destinado cuantiosos recursos para evitar que aumenten las tarifas (este año llegarán a $45.000 millones o 2,5% del PIB), pero ello ha limitado la generación de energía y produjo un sobre consumo por los precios bajos. Cabe agregar además el componente ambiental: las tarifas deberían permitir que el usuario internalice el daño ambiental que produce el consumo.

Finalmente, como buena parte del déficit energético terminó cubriéndose con importaciones, se produjo una presión sobre la balanza comercial y de pagos. ¿Avanzará el Gobierno más allá de los tibios anuncios? El secretario de Transporte negó que se vayan a producir aumentos de tarifas, pero un estudio del Banco Mundial mostraba que 90% de los usuarios de subte no necesitaban el subsidio. Los esquemas generados en la emergencia y sobre la marcha requieren de cambios importantes porque tienen problemas de equidad y de sostenibilidad. El Gobierno está a tiempo de corregir estos problemas.

(De la edición impresa)

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