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La cuadratura del círculo

El desafío político y económico que viene.

04 octubre de 2011

(Artículo del sociólogo Alejandro Bonvecchi)

El notable desempeño del oficialismo en las primarias y la altamente probable reelección de la Presidenta colocan al Gobierno ante un par de problemas que ni la voluntad política ni la retórica pueden soslayar. Por un lado, un problema de política económica: cómo resolver los desequilibrios acumulados sin altos costos sociales o económicos. Por otro, un problema de supervivencia política: cómo asegurar la continuidad de la propia coalición cuando el líder está institucionalmente impedido de sucederse a sí mismo. Ambos problemas se encuentran, desde ya, conectados: si no resuelve el primero, difícilmente podrá encauzarse el segundo; si no se contiene el segundo, probablemente no se pueda controlar tampoco el primero.

El problema de política económica tiene dimensiones específicamente técnicas, pero con efectos inmediata e inevitablemente políticos. Desde el punto de vista técnico, el problema es cómo restaurar la competitividad y el equilibrio fiscal sin acelerar la inflación y la fuga de capitales. Recobrar la competitividad es necesario para que la solvencia del país no dependa dominantemente del precio de las exportaciones agrarias ?pero ello implica acelerar el ritmo de devaluación del peso y, con ello, la fuga de divisas y, en cierta medida, la inflación. Recomponer el equilibrio fiscal exige reducir la cuenta de los subsidios a la energía y al transporte en el Gran Buenos Aires ?pero ello implica incrementar las tarifas y, con ello, incentivar la transferencia a precios de los aumentos y las demandas salariales orientadas a ganarle a la inflación.

Para evitar que cualquiera de estos caminos resulte en la recreación del laberinto hace falta coordinar las políticas monetaria, fiscal y de ingresos: de coordinarse políticas en una dirección menos expansiva que la actual los actores empresariales, sindicales y gubernamentales podrían converger en un nuevo equilibrio que garantice, a un menor ritmo que el experimentado desde 2003, el crecimiento de la economía y del empleo.

Pero la coordinación de políticas exige también reinventar el esquema de pagos con que hasta ahora se ha sostenido la coalición oficial. Si se pide a los sindicatos moderación salarial, ¿qué contraprestación podría ofrecérseles cuando a la vez se cierra la cuenta de subsidios? Si se pide a los empresarios moderación en los precios, ¿qué compensación podría ofrecérseles cuando a la vez se restringe la política monetaria?

Las meras demandas a los actores económicos probablemente estimularían, además, la faccionalización en ciernes: de los sindicatos, que competirían por el liderazgo de la CGT movilizándose contra las pautas salariales; y de los empresarios, que competirían por incrementar sus ganancias de corto plazo utilizando como excusa la incapacidad oficial para imponer moderación salarial a los sindicatos. Para evitar esta versión actualizada de la dinámica que liquidó el Pacto Social de 1973, el Gobierno ofrece amenazas a los sindicatos y seducción al empresariado. Amenaza a los sindicatos con la estatización de las obras sociales, que destruiría las bases de su poder político; y seduce a los empresarios con crédito barato, que les permitiría expandir la capacidad productiva o mejorar la competitividad sin financiarse aumentando precios.

La estrategia tiene, empero, sus riesgos. No todos los sindicatos dependen económicamente de sus obras sociales, y los menos dependientes ?i.e. los beneficiados por negocios abiertos durante las privatizaciones o por subsidios recibidos en estos años? son precisamente los menos afines al oficialismo. El crédito barato para las empresas implica una política monetaria algo expansiva que conspiraría contra los objetivos de subir la competitividad y bajar la inflación. Aun cuando se financiara con reducciones graduales de los encajes bancarios, sin moderación salarial un esquema de microdevaluaciones graduales no resultaría creíble ni para los ahorristas conservadores ni, en especial, para los empresarios que deberían invertir esos créditos.

El problema de supervivencia tiene la simple forma de un dilema: crear un sucesor confiable o cambiar las reglas de sucesión. Crear un sucesor confiable sería nomás una apuesta y, como tal, de resultado incierto. Por un lado, porque en el peronismo hay otros aspirantes a la sucesión que no deben su carrera al kirchnerismo. Por otro, porque algunos de esos aspirantes tienen perfil como para construir coaliciones electorales propias ?y quizás más amplias de las que podría construir un sucesor kirchnerista. Este sucesor, entonces, debería competir en una primaria o enfrentar una candidatura disidente que podría vencerlo o, por el mero cisma, consagrar un presidente no peronista. Cambiar las reglas de sucesión es, también, una estrategia riesgosa: alienta a los disidentes a desplegar tempranamente su oposición, pues de otro modo perderían su chance, y activa el recuerdo de las reformas constitucionales pasadas, que terminaron en la deslegitimación del sistema político (1949) o en el descrédito de sus promotores (1994).

La lucha por la supervivencia es, además, una lucha contra el tiempo. La Presidenta necesitaría tiempo para crear un sucesor confiable y competitivo o, en su defecto, debería actuar rápido para cambiar las reglas de sucesión ?mientras disfrute la luna de miel de su reelección. La primera opción fortalecería la capacidad de manejo de la coalición en el corto plazo postergando el conflicto sucesorio, pero debilitaría las chances de supervivencia más allá de 2015. La segunda opción aumentaría esas chances de concretarse rápido, pero activaría el conflicto sucesorio y complicaría en el corto plazo el manejo de la coalición.

De ahí que el vértice oficialista esté buscando la diagonal: una estrategia que maximice poder para encauzar la economía en el corto plazo y aumentar las chances de supervivencia en el largo plazo. Pero esta diagonal es, en rigor, la cuadratura del círculo. Un pacto social para sostener una política económica siquiera moderadamente restrictiva exige concentrar poder político para administrar los costos, pero una reforma constitucional diseñada contra los competidores internos puede fragmentar velozmente ese poder.

De un lado, la emergencia de líderes alternativos en el peronismo podría retroalimentar la faccionalización de los sindicatos y, con ello, debilitar la capacidad gubernamental para imponer la moderación salarial. Del otro lado, la apertura de la discusión constitucional podría estimular, como sucedió en todas las reformas constitucionales celebradas bajo regímenes democráticos en países federales, la descentralización del poder fiscal hoy en manos del Gobierno Nacional. Activadas estas dinámicas, las expectativas del empresariado sobre la credibilidad y sustentabilidad de la política económica podrían revertirse y arrastrar consigo la estrategia gubernamental.

Nada puede frenar hoy al oficialismo en su búsqueda de la cuadratura del círculo. El desafío es, entonces, hacia el futuro: crear mientras tanto capacidades, dentro o fuera del peronismo, para conducir la política y la economía argentina cuando ese afán se revele como quimera.

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